Opinión

Los miserables hospitales del sistema de salud

Paredes despintadas, plafones manchados y enmohecidos por la humedad, azulejos desportillados, un colchón incómodo a veces maloliente, ropa de cama raída, una bata rota que no respeta el pudor ni da dignidad al paciente y un aroma a pestilencia, mucha pestilencia disfrazada, si acaso, con Pinol.

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Todos lo hemos visto y muchos lo han padecido; en sus familias, amigos, conocidos o incluso en su propia persona: La terrible experiencia de visitar, acompañar a un paciente o, lo peor, estar internados en un hospital del gobierno.

En los momentos de mayor angustia por un problema de salud, el ambiente dista mucho de ser reconfortante. Paredes despintadas, plafones manchados y enmohecidos por la humedad, azulejos desportillados, un colchón incómodo a veces maloliente, ropa de cama raída, una bata rota que no respeta el pudor ni da dignidad al paciente y un aroma a pestilencia, mucha pestilencia disfrazada, si acaso, con Pinol. 

El problema comienza a la llegada. Los hospitales de gobierno no tienen estacionamientos para pacientes o familiares. Se asume que al ser un servicio médico para el pueblo, éste carece de vehículos. Nunca se pensó que llegarían ancianos o personas con discapacidades y que requieren ser empujados cinco o seis cuadras en silla de ruedas; o que cada familiar o cuidador que pasa la noche debe arriesgar su seguridad al estacionarse en quién sabe dónde.

La experiencia varía en cada clínica u hospital de cada ciudad y con cada institución, pero en los hospitales de gobierno no existen las salas de espera. Si acaso, espacios de 70 o 120 metros cuadrados con sillas incómodas, diseñadas para que nadie se duerma o descanse. Regresar a media noche a su casa en Valle de Chalco, Tultepec o Villa del Carbón es impensable. 

Afuera de los Hospitales Generales de Zona, en la puerta de urgencias, los familiares duermen en el piso sobre cartones que el mismo personal de vigilancia les vende. En la zona de hospitales del sur de la Ciudad de México, afuera de los Institutos Nacionales de Salud, la gente corre con más suerte y en ocasiones logran acampar en el camellón, frente a la puerta.  

En el IMSS y el ISSSTE, ante la escasez de personal de enfermería, los familiares deben atender ellos mismos las necesidades de sus pacientes. Un hijo le cambia el cómodo a su madre, limpiando sus genitales ante la vergüenza de ésta. En otro piso, una anciana, casi ciega, debe dar de comer la comida fría y desabrida, con sus manos torpes, a su marido con parálisis. En ninguno de los casos los familiares tienen donde recostarse (o sentarse) a pasar la noche. Los tres desvencijados sillones son insuficientes para los seis familiares en cada sala. Quien acompaña a su paciente, debe dormir en el piso y, como no se permite el ingreso de más de un cobertor, el familiar dormirá de nuevo, sobre un cartón.

En la sala de urgencias del Hospital General de Zona 16 del IMSS de Torreón, los familiares deben ir al Oxxo a comprar agua para dar medicamentos a sus pacientes. El hospital simplemente no tiene agua para consumo humano. No en Urgencias. Las enfermeras no la traerán de alguna parte.

Pedir ayuda es infructuoso. El personal de enfermería está desbordado y debe administrar medicamentos, cuidar venoclisis, cambiar sondas y pelearse por la falta de insumos. En este escenario, con el cómodo lleno de excremento, el familiar conocerá uno de los peores sitios del hospital: los baños. Llaves de agua faltantes, problemas patentes de plomería. El papel sanitario es un eterno ausente al igual que el jabón y, una vez más, la pestilencia.

Las tendencias más recientes apuntan a acortar el tiempo hospitalario, dando de alta lo antes posible a los pacientes con el fin de evitar al máximo las infecciones intrahospitalarias. En nuestros hospitales de gobierno, es urgente que el paciente salga lo antes posible. Cada día que está adentro puede infectarse o contagiarse gravemente. No en balde, muchos de estos pacientes salen “cubiertos” con una receta de antibióticos que otrora no fuera necesaria.

El pasado lunes, la periodista Lourdes Mendoza publicó en El Financiero su experiencia visitando el Centro Médico Nacional “20 de Noviembre” del ISSSTE; las fotografías que publica del hospital insignia de esta institución, son desgarradoras. El descuido y la suciedad son patentes. La miseria, evidente.

En el documento de avances a 2023 de la “Transformación del Sector Salud de México 2019 – 2024”, publicado el pasado mes de abril, el gobierno hace alarde de más de 48 mil millones de pesos de “ahorros” en lo que va de esta administración. Ante las carencias tan grandes que he descrito, esta cifra es, simplemente, insultante. 

Cuarenta y ocho mil millones que no se gastaron en medicamentos, papel sanitario, jabón, personal de enfermería, reparación o cambio de escusados, salas de espera cómodas o una simple bata que le dé algo de dignidad a una jovencita que aún sangra tras perder a su bebé. 

Cuarenta y ocho mil millones “ahorrados” que se traducen en plafones rotos, goteras y filtraciones, camillas oxidadas, aires acondicionados inservibles, fauna nociva como ratas y cucarachas y, en ocasiones, la visita de algún ejemplar silvestre como un mapache que vive feliz sobe los plafones.

Seré muy honesto. Este es el sistema de salud que conozco desde que estudiaba Medicina en los años 80: con carencias, sucio y maloliente. Administraciones pasan y, como en los matrimonios, la luna de miel es maravillosa, seguida de un estancamiento. Lo que sigue son los muchos años de descuido y miseria en la infraestructura, servicios y consumibles.

La diferencia, ahora, es que hubo una promesa de mejora radical, pero, a cambio, nos recetaron 48 mil millones de “ahorros”. La visión de austeridad se convierte en austericidio. Una mentalidad miserable que, en su ideología, hace miserables a los pacientes, haciendo que sus enfermedades se conviertan en la peor experiencia de sus vidas.

No entraremos de nuevo en la absurda discusión sobre Dinamarca. Lo único que quisiéramos, en este momento, es que no existieran ahorros. Nos hubiera gustado que esos 48 mil millones se hubieran convertido en una atención digna y no en una miserable.

Nuestros pacientes, nuestros familiares, merecen más.

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