Opinión

En la guerra no hay reglas, lo saben bien los narcos mexicanos

Los miles de muertos que ha dejado el conflicto armado entre Israel y Hamás nos recuerdan un lugar común: hasta la guerra tiene reglas. Es la versión internacional de otro cliché al que acudimos los mexicanos: los narcos de antes tenían reglas. Pero, ¿es cierto?

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Juan N. Guerra, el fundador del Cártel del Golfo, decía que sus traficantes tenían la regla de oro de repartir entre las familias pobres de Tamaulipas la riqueza del tráfico de whisky hacia Estados Unidos. Pero para que ese pago regresara a sus bolsillos, el contrabandista adoptó un sistema de tienda de rayas parecido al del Porfiriato que tenía a las familias de Matamoros en un sometimiento económico similar al de la esclavitud. Era la década de los 5o del siglo pasado.

Rafael Caro Quintero, jefe del Cártel de Guadalajara, aseguraba que en su organización existía la orden de no dejar huérfanos en el camino. Pero no le importó ordenar el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena, padre de tres hijos de entonces 11, 6 y 4 años, quienes aún lloran a su padre. Era 1985.

Héctor Palma Salazar, socio del Cártel del Pacífico, afirmaba que la gente a su mando cumplía a la cabalidad que las familias, incluso de los rivales, eran intocables. Pero cuando un narcotraficante venezolano le mandó en una hielera la cabeza de su esposa, ordenó a sus sicarios que encontraran a los hijos pequeños de Rafael Clavel y los desmembraran vivos abandonando sus restos en una cuneta. Era 1989.

Joaquín Guzmán Loera, creador del Cártel de Sinaloa, decía que sus pistoleros tenían el mandato de no tocar alguna niña. Pero en múltiples documentos judiciales y en los testimonios de su exsocio Alex Cifuentes —narcotraficante colombiano— está asentado que “El Chapo” pedía en la cárcel que le mandaran sus “vitaminas”, es decir, niñas de hasta 13 años que le “daban vida”. Era 1999.

Delia Patricia Buendía, patrona del Cártel de Meza, garantizaba en Tepito que sus hijas sólo vendían drogas a mayores de edad que fueran conscientes del potencial adictivo de la cocaína. Pero sus puntos de venta más exitosos en el Barrio Bravo estaban cerca de escuelas primarias. Era 2001.

Nazario Moreno, líder de Los Caballeros Templarios, juraba que Dios lo había enviado a la tierra para pacificar a México y que su código de honor —y divino— le impedía afectar los intereses económicos de la gente pobre de Michoacán. Pero en cuanto sus acólitos empuñaron las armas creó la estructura de “derecho de piso” que hoy tiene a cientos de limoneros, aguacateros, chileros y cacahuateros en la tumba. Era 2005.

La historia demuestra que es falso ese lugar común al que recurrimos en México cuando decimos que los viejos narcos tenían “códigos” que ya no existen en los nuevos criminales. En el combate despiadado del crimen organizado hay todo, menos valores.

La guerra no tiene códigos. Ni aquí entre los sicarios de México ni allá con los soldados de Israel ni en las filas los terroristas de Hamás. La guerra tiene víctimas y la mayoría son inocentes.

GRITO. Cada vez más brazos armados se alinean, al menos en público, al mandato de Los Chapitos de abandonar el negocio del fentanilo. Sólo un grupo ha desobedecido a Los Menores y está en Durango. Allá hay alertas rojas.

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