Los conservadores tacharon el racismo y el sexismo de preocupaciones ‘woke’. Ahora nuestros servicios públicos están pagando el precio
'La policía metropolitana fue sometida a medidas especiales a principios de este año por fallos 'sistémicos''.' Foto: Amer Ghazzal/REX/Shutterstock

La crisis, que lleva años gestándose, está sobre nosotros. Se mire por donde se mire, la historia es la misma: retrasos, puestos de trabajo sin cubrir, hospitales saturados. Nada está funcionando. El Brexit, la pandemia, una década de austeridad y un partido de gobierno roto han paralizado las instituciones británicas. Uno se acerca ahora a diversos servicios básicos, desde la atención médica hasta la policía, preparado para una especie de lotería de experiencias. Si tienes suerte, este podría ser el día en que las cosas funcionen sin problemas. Si no, te aguarda una larga espera para ser atendido o, en el peor de los casos, un frustrado regreso a casa sin ayuda ni respuestas.

Sin embargo, la crisis no se limita a los recursos, sino que también afecta a la cultura. Nuestras instituciones en apuros también han sucumbido a una caída vertiginosa de las normas internas que está directamente relacionada con su incapacidad para ofrecer resultados. Los informes, anecdóticos y, en fechas más recientes, oficiales, denuncian el acoso, la corrupción y la falta de responsabilidad. Tomemos como ejemplo el Servicio Nacional de Salud. Esta institución simboliza la simbiosis entre la deficiente dotación de recursos y la mala cultura. Las vacantes en el Servicio Nacional de Salud de Inglaterra ascienden a un asombroso 10% de la plantilla.

Una parte de esta cifra se debe a problemas de financiamiento ya conocidos: sueldos poco atractivos, recortes en las subvenciones para la costosa capacitación de enfermería y un número limitado de lugares en las universidades para estudiar medicina. Es menos conocido el hecho de que esas vacantes no se crearon simplemente para satisfacer el aumento de la demanda, como afirma el gobierno, sino también para cubrir los puestos de aquellos que se han marchado a causa del racismo, el acoso y la falta de apoyo de los recursos humanos. Por no hablar del número récord de enfermeras que dejaron el Servicio Nacional de Salud por estrés tras la pandemia.

A principios de año, la Asociación Médica Británica publicó un informe condenatorio en el que afirmaba que el racismo está obligando a los médicos de minorías étnicas a dejar su trabajo. Alrededor del 42% de los médicos afroamericanos y el 41% de los doctores asiáticos “han considerado la posibilidad de dejar el trabajo o lo han dejado en los dos últimos años”. Detrás de esta escasez no solo se encuentran la mala remuneración o la escasa preparación, sino el mal trato al personal, cuyas experiencias sugieren una apatía institucional y, en el peor de los casos, una discriminación activa.

Para una manifestación más desastrosa de lo que este malestar interno puede producir, basta con echar un vistazo a la policía metropolitana. La policía fue objeto de medidas especiales a principios de este año por fallos “sistémicos” que se tradujeron en decenas de miles de delitos no registrados. En las tareas básicas de registro de datos y otras áreas rutinarias, la Policía Metropolitana parece simplemente haber dejado de funcionar. Los agentes parecen decidir qué les importa en función de sus caprichos y prejuicios personales. El resultado es una letanía de fallos estremecedores: el asesinato de Sarah Everard a manos de un agente en activo de la Policía Metropolitana, el registro al desnudo de niños inocentes, como Child Q, y los mensajes intercambiados entre agentes de la estación de policía de Charing Cross que bromeaban sobre la violación, el asesinato de mujeres, el abuso sexual de menores, los musulmanes y los discapacitados.

Un estudio realizado a principios de año reveló que la Policía Metropolitana parece ser incapaz de hacer cumplir la ley incluso dentro de sus propias filas, ya que a los agentes sospechosos de delitos como abusos sexuales y malos tratos domésticos no solo se les ha permitido escapar de la justicia, sino que han permanecido dentro de la institución.

La historia no es menos sombría en el cuerpo de bomberos de Londres. Los inspectores en 2019 descubrieron que estaba entre los peores del país, a pesar de que contaba con los recursos adecuados, con un personal lento y desalentado a usar su discreción en una “cultura preocupante” que sugería una gestión y supervisión ausentes.

Un par de meses antes de la inspección, la investigación pública sobre el incendio de la Grenfell Tower concluyó que el estado de preparación de la brigada era “gravemente inadecuado”, algo que costó vidas la noche de la tragedia. El panorama completo fue revelado la semana pasada en un informe del ex fiscal jefe Nazir Afzal. Su lectura es alarmante. Relatos anónimos de más de 2 mil miembros del personal hablan de abusos por parte de compañeros de trabajo en un ambiente que solo puede ser descrito como anárquico.

Entre los relatos figuran los de un bombero afroamericano al que le colocaron una soga encima de su locker, el de un colega musulmán que encontró tocino y salchichas metidos en sus bolsillos, y el de bomberas golpeadas, acosadas sexualmente y cuyos cascos están llenos de orina.

Una vez más, miremos donde miremos, la historia es la misma. Minorías étnicas obligadas a renunciar y mujeres hostigadas en un trauma silencioso, mientras personal sin supervisión trata a estas organizaciones cruciales como si fueran una especie de feudo personal. La respuesta es la alarma, seguida de un informe y, después, una preocupante confusión. Siguen apareciendo las mismas descripciones generales pero vagas, que hablan sobre colegas tóxicos, problemas sistémicos y culturas del “todo vale”.


El cuerpo de inspectores de policía llegó incluso a calificar algunos de los fallos de la Policía Metropolitana –en concreto, los errores cometidos en la investigación de los asesinatos de Stephen Port, pero igualmente aplicables a problemas más generales de la Policía Metropolitana– como “aparentemente incomprensibles”. La confusión parece ser casi deliberada, porque estos errores no solo son comprensibles, sino predecibles.

Cuando se permite que las instituciones caigan en el racismo, el sexismo y el hostigamiento, se produce un colapso. Ese colapso no solo se manifiesta en el abuso de aquellos que trabajan en estas instituciones, sino también en la erosión de la capacidad de cada uno para hacer su trabajo y para desarrollar la confianza y el compromiso con las comunidades en las que trabajan. Como consecuencia, las organizaciones se repliegan a un estado de introversión, en el que los dramas y las travesuras en el centro de trabajo se imponen a la prestación de servicios públicos.

Afzal me dice que parte de la culpa recae en la dotación de recursos. Cuando se recorta el financiamiento, “las dos cosas que van primero son la capacitación y el compromiso con la comunidad”. El resultado son organizaciones desconectadas de aquellos a los que sirven y de quienes trabajan en ellas.

Sin embargo, hay un problema mayor: un gobierno que logró destruir la noción misma de la existencia de cualquiera de estos problemas arraigados. Los conservadores, en la búsqueda de una guerra cultural divisoria que establezca a su partido como defensor de una población asediada por la corrección política, han empobrecido nuestra capacidad para pensar de manera constructiva sobre la prevención de la intimidación, la misoginia y el racismo. En los últimos años, el Partido Conservador ha buscado con ahínco desacreditar el racismo institucional, y el informe Sewell, encargado por razones políticas, concluyó que la existencia del racismo institucional en Gran Bretaña “no está confirmada por las pruebas”.

Principios como la buena conducta social y profesional, el respeto a los demás, el compromiso con las comunidades y la aplicación de estándares de comportamiento adecuados, son tachados de “wokeness” por el partido y la prensa de derecha. Recientemente, la ministra del Interior, Suella Braverman, ha socavado activamente los esfuerzos para recuperar la confianza entre las comunidades apartadas al acusar a la policía en Inglaterra y Gales de perder el tiempo en “gestos simbólicos”, como si la actuación policial seria y el compromiso con la comunidad fueran mutuamente excluyentes en lugar de reforzarse mutuamente.

Estas actitudes despreciativas hacia la igualdad racial y de género se han arraigado tanto en la mente de la población y las preocupaciones se asocian tanto con el radicalismo de izquierda que se ha producido un fracaso secundario de liderazgo entre la oposición. Para el Partido Laborista, cualquier cosa que se parezca a la defensa o el compromiso con las minorías es considerado potencialmente perjudicial para su marca política.

De modo que la crisis continuará, los denunciantes seguirán apelando, se seguirán encargando revisiones y nos dirán que todo es aparentemente incomprensible.

Nesrine Malik es columnista de The Guardian.

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