¿Hay límites para que las celebridades hablen de raza y salud mental?
Naomi Osaka se retiró del Abierto de Francia el mes pasado debido a problemas de salud mental. Foto: Christian Hartmann / Reuters

La salida de Naomi Osaka, una destacada tennista japonesa, del Abierto de Francia después de la amenaza de suspensión por rehusarse a participar en las conferencias de prensa por razones de salud mental es el ejemplo más reciente de la guerra entre las celebridades y el establishment por medio de la cual la gente justifica sus propias penas.

Estos incidentes podrían parecer eventos de guerras culturales de los medios propiciadas por los apapachos baratos de las redes sociales que luego se pierden a causa de nuestro bajo rango de atención. Pero hay algo más sustancial en ellas y es que definen, o dan forma, a un choque más significativo entre dos sistemas de valores.

En una esquina están aquellos que piden o demandan que sus experiencias personales y su identidad se respeten, que los traten mejor, que primero que nada les crean. En la esquina contraria están aquellos a quienes les molesta este nuevo mundo donde se consideran los sentimientos de las personas a expensas de instituciones establecidas, procesos y prácticas, ya sean conferencias de prensa, currículums universitarios o protocolos reales.

Osaka personifica dos temas de discusión:  la raza y la salud mental. La equidad de derechos raciales y la validez de los temas de salud son principios aceptados universalmente. No hay escasez de figuras de alto nivel que estén dispuestos a hablar sobre sus propios problemas de salud mental.

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Aun así discutimos por las formas más básicas de demostrar apoyo a estas causas, como hincar una rodilla, o sobre si creemos en los problemas de salud mental de la gente. Lo que está quedando claro es que hay un amplio consenso de que el racismo es malo y de que tenemos que cuidar la salud mental, pero hay poco apetito para hacer algo para que el mundo sea más justo y flexible.

Las divisiones generacionales, la ideología política, la ignorancia general y los prejuicios están debajo de esta resistencia al cambio. Pero hay algo en cómo estas causas se expresan que hace que fracasen. Las celebridades, las personas de alto perfil y los influencers tienen un impacto contradictorio. Tienen mucho alcance, pero su riqueza parece no ser congruente con el dolor que tratan de resaltar. No se puede, aunque uno quiera, encontrar personas menos adecuadas para representar el dolor que causa el racismo o la mala salud mental que estrellas de pop, la realeza y los atletas de élite. Se vuelve fácil, entonces, clasificar sus quejas como berrinches más que como gritos de ayuda. No hay duda de que un precio a pagar por pertenecer a un mundo competitivo que tiene como fetiche los logros personales y hace del fracaso un estigma. Pero este dolor, comparado con la lucha en contra del racismo y por los temas de salud mental sin recursos, es una venta difícil de hacer.

Aquí está el truco: el sufrimiento de aquellos con un perfil o plataformas también es poco popular, así es que dependemos de personajes de alto nivel para tener estos debates en primer lugar. La importancia de la celebridad es el resultado de un paisaje de los medios en el cual es cada vez más difícil hacer dinero sin presentar contenido relacionado con personas de gran circulación y estilo de vida. Este glaseado de los problemas  significa que no podemos tocar estos temas sin emparejarlos con el glamour. Y al trivializarlos, invitamos al escepticismo de las audiencias y exacerbamos el conflicto entre los que creen y los que niegan.

Hay un exceso de testimonios en primera persona sobre el racismo y los temas de salud mental, pero pocos de ellos tratan , por ejemplo, del trato barbárico que reciben los refugiados de las minorías étnicas y los que buscan asilo y los mantienen detenidos. O el miedo de aquellos atorados en las listas inhumanamente largas del Servicio Nacional de Salud, o cómo las carencias a causa del racismo y de la salud mental son desproporcionadas en aquellos con menores ingresos. Existe la presión, particularmente en mujeres de color, de hacer una presentación de sus traumas y empacarlos de forma bonita para el consumo y su viralización. El resultado es que no se alcanza a ver que la raza y las crisis de salud mental sean un problema, que sean intratables o que estén relacionadas con factores socioeconómicos sin solución.

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La buena voluntad liberal hacia las causas y la falta de soluciones generales sobre los remedios estructurales significa que vivimos en un clima en donde parecemos estar hablando de estos temas todo el tiempo, creando la impresión de una sociedad saturada con empatía y solidaridad, pero que realmente son muy hostiles al cambio. Nos animan a practicar el autocuidado, pero estamos limitados en cómo cuidarnos sin relacionarnos con un sistema que no nos ayuda a sanar, y que daña mucho a otros. Nuestras diversiones, comidas y compras nos las entregan aquellos que ganan menos de un salario mínimo, por los que no tienen contratos, de parte de compañías que los utilizan para obtener ganancias. Estas compañías, en una especie de uróboros, en donde el dragón o la serpiente se come su propia cola, retoman con éxito la retórica de antirracismo o de salud mental mientras que hacen poco para resolver temas sistémicos a los que contribuyen.

La brecha entre el enfoque racial o de salud mental y la falta de acción significa que si la gente todavía quiere hablar de acabar con la injusticia, es fácil que se les diga chillones. Los críticos pueden entonces posicionarse como realistas, basándose no en la experiencia personal sino en los hechos, y apuntando exasperadamente hacia la forma inútil en que adoramos o ponemos en un altar los derechos de otros. Este no es un montaje justo. Los detractores de Osaka pueden estar exhibiendo una crueldad impensable, pero ella, y todas las otras víctimas, tampoco tienen el apoyo de los que aseguran que los apoyan.

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