Resisten y sanan: a 10 años del ataque contra Avispones de Chilpancingo
Miguel Ángel Ríos Ney y su padre reconstruyen el ataque olvidado de la noche del 26 de septiembre, contra los Avispones de Chilpancingo. Subrayan que en familia han resistido al recuerdo y las secuelas del crimen.
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Miguel Ángel Ríos Ney y su padre reconstruyen el ataque olvidado de la noche del 26 de septiembre, contra los Avispones de Chilpancingo. Subrayan que en familia han resistido al recuerdo y las secuelas del crimen.
Al final del partido, el 26 de septiembre de 2014, el marcador quedó así: Avispones de Chilpancingo 3 (goles) – FC Iguala 1. Este último jugaba en casa, pero la porra no les alcanzó para ganar.
Avispones, equipo visitante, colocó a Miguel Ángel Ríos Ney como su defensa central. En ese entonces, tenía apenas 17 años. Sus padres fueron a verlo jugar y de regreso le pidieron volver en el mismo auto.
Pero el futbolista, con la euforia del triunfo, les suplicó lo dejaran regresar a Chilpancingo en el autobús del equipo. Los padres accedieron y cada quien cruzó la ciudad de Iguala por su cuenta. Ellos iban por delante y lograron llegar hasta Zumpango del Río; los Avispones en cambio no pudieron salir de Iguala y a la altura de Santa Teresa sufrieron un ataque armado poco antes de la medianoche.
Una llamada hizo que Miguel Ángel Ríos Romero, papá del futbolista, frenara en seco su auto: “¿Dónde estás papá?, ¡regrésate! Nos balacearon”.
La victoria del equipo fue acallada con una lluvia de balas contra el autobús. Los Avispones de Chilpancingo –unas 30 personas, incluido Miguel y el chofer– quedaron indefensos ante las armas.
Dos personas muertas fue el saldo de esa noche: el jugador David Josué García Evangelista y el conductor del transporte Víctor Manuel Lugo. Además, hubo tres heridos de gravedad, uno de ellos Miguel.
Miguel Ríos Ney estuvo herido y sin atención un largo rato, tanto que un policía federal incluso sugirió a su padre dejarlo ahí: “¿Ya para qué lo levanta? De todos modos se va a morir”, le dijo.
Pero el padre de Miguel se empeñó en mantener al joven con vida aunque eso implicara arriesgar su propia integridad: entre retenes y policías, logró que Miguel fuera operado esa misma noche y durante meses lo trasladó a consultas y atenciones médicas.
Hoy, Miguel tiene 27 años y ya no juega al futbol, al menos no como lo hacía antes. El ataque truncó sus aspiraciones de vivir como un profesional, pues aunque llegó al Pachuca las lesiones no le dejaron dar su 100%. Pese a este obstáculo, se independizó y ya fundó su propio negocio.
La noche de Iguala, en la que desaparecieron a los 43 estudiantes normalistas, también cimbró su existencia. Los responsables del ataque permanecen en la impunidad y las autoridades ni siquiera esclarecieron quién atacó al equipo de futbol ni pagaron alguna indemnización. Pero Miguel y su padre ya no reparan en el pasado, celebran estar vivos y miran al frente con la esperanza de que año con año se diluya ese mal recuerdo.
La noche de Iguala
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10:40 p.m. “Está muy feo en Iguala“, les dijeron lugareños a los integrantes de los Avispones cuando terminó el partido. Miguel Ángel Ríos Ney y sus compañeros escucharon la advertencia, pero lo comprobarían más adelante.
11:00 p.m. Los Avispones dejaron la cancha e iban de regreso a Chilpancingo cuando en el primer tramo del camino, todavía en Iguala centro, encontraron varios bloqueos con policías municipales y la Policía Federal. Esta última los desvió por otra ruta al terminar el reten.
En la salida de Iguala, pasando el Palacio de Justicia, el equipo vio algo que nunca olvidará: un autobús de la empresa Estrella de Oro había sido detenido por la policía municipal de Iguala, en él viajaban normalistas de Ayotzinapa, los habían bajado, golpeado y los tenían detenidos.
“Había un camión con los vidrios rotos. Ahí precisamente donde está el Palacio”, declaró un exjugador de Avispones al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), comitiva independiente que surgió en noviembre de 2014 con la finalidad de dar asistencia técnica y realizar investigaciones paralelas a las del gobierno mexicano en torno al caso de los 43 normalistas desaparecidos.
11:32 p.m. La mamá del jugador David Evangelista recibió una última llamada de su hijo: “Me dice: ‘Mamá, ya vamos’, me dijo así, ‘ya pasamos el retén’. Le dije yo: ‘¿Retén?‘. ‘Sí, mamá, nos detuvieron aquí como diez o quince minutos, pero ya acabamos de pasar'”.
11:40 p.m. A la altura del crucero de Santa Teresa, todavía en Iguala, el autobús del equipo fue frenado por al menos dos ataques a balazos.
Faltaban unos minutos para la medianoche cuando comenzaron los disparos, recuerda Miguel Ríos. El joven decidió ayudar a otro compañero a agacharse entre los asientos, donde van los pies, porque no se movía por el shock. Luego él se tiró en el pasillo.
Quienes les disparaban, empezaron a exigir que les abrieran la puerta, “que nos iban a matar“, rememora Miguel.
El entrenador les gritó que eran un equipo de futbol, a lo que uno de los atacantes contestó que “no importaba, que de todos modos nos iban a matar, y que abriéramos la puerta”, explica. Sin embargo, los Avispones nunca la pudieron abrir y como consecuencia recibieron una nueva ráfaga de balas.
No hay claridad sobre si quienes dispararon eran policías ni de qué corporación eran, pero los testigos los identifican como hombres vestidos de negro y encapuchados.
12:00 a.m. Los disparos empezaron a cobrar vidas…
“Fue donde mataron a David Josué y nos dieron a varios. Miguel recibió cinco balazos, es el que más balazos recibió y pues yo creo que después del ‘Zurdito’, estaba el preparador físico, le alcanzaron a dar un rozón en el ojo, le atravesaron la nariz, le fracturaron un brazo y fuimos los más graves en ese momento”, contó un exjugador al GIEI.
El grupo independiente recogió diversos testimonios para reconstruir los acontecimientos de aquella noche y entre ellos destacó a un testigo que escuchó a los atacantes reconocer lo que pudo ser un error: “Son futbolistas, ya la cagamos”.
*El informe del 26 de septiembre incluye la voz de varios deportistas, a los que el GIEI protegió su identidad. La cronología de este texto es reconstruida con la experiencia de Miguel Ríos Ney y el tomo II del Caso Ayotzinapa.
La puerta atorada
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A punto de cumplirse 10 años del ataque, Miguel Ángel Ríos Ney y su padre, Miguel Ríos Romero, recuerdan que las heridas que les dejó aquella noche, físicas o psicológicas, no han podido borrarse.
“No me pasó otra cosa por la cabeza. Nunca pensé que me iba a morir, lo único que pensé es que ya no iba a poder jugar futbol”, relata el joven.
Miguel está consciente de que además de la actuación de su padre, un elemento no planeado los ayudó a sobrevivir: fue la puerta del autobús de Avispones, que se quedó atorada e impidió el ingreso de quienes abrieron fuego contra ellos.
“La puerta se atoró y no pudieron abrir, por eso fue que en realidad no nos mataron, si hubieran podido abrir la puerta nos hubieran encontrado a todos ahí tirados en el pasillo”, expresa en entrevista para La-Lista.
David Evangelista, el único jugador que perdió la vida aquella noche, estaba sentado dos filas adelante de Miguel, quien se enteró de su muerte muchas horas después, por las noticias.
Miguel Ríos Ney fue rescatado gracias a que salió por la ventana del autobús y alcanzó a llamar a su padre, quien regresó a su auxilio.
“Cuando estaba acostado en el suelo del autobús me empezaron a doler las piernas y fue que me di cuenta que tenía dos balazos. Después de eso brincamos por las ventanas. Cuando caí, me dolió el abdomen y me di cuenta que ahí también tenía dos disparos. Y el brazo me dolía, ese sí fue desde el principio, desde que empezó todo”, expone.
Cinco balas le atravesaron el cuerpo y cada una causó estragos a un ritmo distinto. La adrenalina le permitió a Miguel bajar del autobús, pero a los pocos minutos las heridas le impedirían moverse.
“Tengo un impacto en la pierna izquierda, en lo que es la pantorrilla, otro en la pierna derecha, en el muslo, que fue la más grave, y por la que me estaba desangrando. Tengo uno en el brazo izquierdo, que es la que me sigue afectando porque ese sí me dañó un nervio y parte del hueso, hasta perdí un poco de movilidad en los dedos, y tengo dos impactos en el abdomen”, detalla.
El joven valora una década después que el evento traumático causó múltiples estragos; sin embargo, también subraya que la resiliencia le ayudó a toda la familia a salir adelante.
“Los primeros años (después del ataque) fueron complicados, los primeros meses por cuestiones de salud y los siguientes por problemas psicológicos que nos siguen afectando, pero que hemos enfrentado con distintas herramientas”, admite.
En diciembre 2014, dos meses y medio después del ataque, Miguel regresó a jugar con los Avispones, motivado por su propio impulso y los mensajes de sus compañeros. Pero con el tiempo se dio cuenta que su cuerpo ya no respondía igual: a causa del disparo en el brazo, no puede abrir y cerrar bien la mano; ya no pudo desarrollar correctamente su masa muscular; y cuando hacía frío se resentía.
“Sí me llamaba la atención poder vivir de eso (el futbol). Pero empecé a perder el ritmo de juego, por las lesiones dejé de entrenar al nivel de los demás, empecé a bajar mi nivel de juego. Y finalmente, fue más viable para mí dejar de jugar (a nivel profesional)”, lamenta el joven.
Salvado por su padre
Tras salir del estadio y pasar el Palacio de Justicia de Iguala, el señor Miguel Ríos, padre del exjugador y geólogo de profesión, vio a normalistas “caminando, despavoridos, temerosos, sobre la parte de la carretera”, pero nunca imaginó lo que estaba ocurriendo.
Sobre su trayecto, el padre refiere que aquella noche a él y a su esposa los “regresaron hasta la caseta de la antigua carretera de peajes”, mientras que al equipo de futbol, tiempo después, “los pasaron directo hacia la carretera hacia Chilpancingo“. El papá logró avanzar más porque su hijo y el resto del equipo estuvieron retenidos por la Policía Federal más de una hora.
A la altura de Zumpango, a una hora y 20 minutos de Iguala, el padre recibió la llamada de Miguel, en la que le comunicó que el autobús había sido atacado.
Miguel Ríos Romero decidió entonces regresar con prisa, pero evitó decirle a su esposa exactamente lo que le había comentado su hijo por teléfono.
Ya en camino, por Mezcala, Miguel Ríos Romero se topó también con un retén de hombres armados, algunos encapuchados, a los que convenció de que lo dejaran pasar. Adelante, en la comunidad de Sabana Grande, otro grupo armado los obligó a frenar, pero el padre estaba desesperado e inventó que iba por gasolina.
Mientras tanto, a la zona del autobús con los Avispones, llegó la Policía Federal, que tomó datos de los atacados, pero no les consiguió ayuda.
El papá enfureció cuando al llegar, uno de esos elementos le sugirió no mover a su hijo: “No me dejaban llegar a él, mi hijo estaba abajo del autobús tirado. Se estaba desangrando. Ya tenía un torniquete en la pierna y uno en el brazo, pero se agarraba el estómago porque también tenía una bala ahí. Pedí apoyo para que me ayudaran a levantarlo y finalmente se acercaron unos judiciales”, narra Ríos Romero.
El hombre, ahora de 59 años, relata con dificultad aquel episodio y se frustra al reconstruir la escena en la que se burlaron de que el peligro que corría la vida de su hijo.
“El coraje que traía era con los federales de camino, con ellos hasta forcejeé, me dijeron que ¿para qué lo levantaba?, que de todos modos se iba a morir“, recuerda. “Y fue ahí, donde me di cuenta que estaban involucrados con esa mafia local”.
Su hijo también recuerda aquel momento: “El policía le dijo (a mi papá) que no me levantara, que no me llevara, que de todos modos me iba a morir, ahí mi papá tuvo un pleito con él. Y yo ya había perdido muchísima sangre, estaba blanco”.
El padre visitó hasta cuatro hospitales de Iguala para que atendieran a Miguel: Royal Care, Clínica Garrido y Hospital Cristina, pero todos se negaron. El único sitio en el que accedieron a abrirle la puerta fue el Hospital Reforma, donde trabajaba la mamá de un jugador con el que Miguel hijo había interactuado horas antes en el partido.
Previamente, la lucha del padre se enfocó en que Miguel no se durmiera y no perdiera el conocimiento.
“Me decía que se estaba durmiendo, que ya no aguantaba el dolor, que sentía mucho sueño. Mi esposa como podía trataba de despertarlo. Yo llevaba agua y electrolitos y se los aventaba en la cara, le lastimaba la herida con tal de que no se durmiera. Decidí regresar a Iguala centro porque ya veía que no llegaba (al hospital), ya venía muy desangrado.
“En Iguala también había bloqueos, pero pues me aventé contra los bloqueos. No me importó. Me apuntaron con armas, ahí ya eran policías, quienes impedían el paso. Pero logré colarme con el chamaco herido”, refirió.
El exfutbolista contó que no consiguieron doctor en Iguala y un tío, con el que hasta la fecha está agradecido “se fue desde Acapulco hasta el sitio para operarme con un anestesiólogo”. Lo que le quitaron primero fueron las balas que tenía Miguel en el abdomen.
El papá tuvo que conseguir por sus propios medios sangre para su hijo. También consiguió a los doctores. Logró meterlos a Iguala por otro camino donde no había bloqueos, por un cerro que está en el asta bandera, y ahí el señor se encontró con una sorpresa: por lo menos dos camionetas del Ejército mexicano.
“Por eso difiero de la dichosa verdad histórica, que dice que el Ejército no participó aquella noche, porque yo los vi, ahí andaban en los camiones clásicos del Ejército, circulando por toda Iguala, con gente atrás, no sé si del mismo personal”, apunta.
Luego de la primera intervención, la familia finalmente pudo trasladarse a Chilpancingo, a hora y media de Iguala, donde operaron a Miguel dos veces más.
El lunes 29 de septiembre a Miguel le sacaron una bala del brazo derecho y con la última, la bala en la pierna derecha, estuvo viviendo prácticamente una semana hasta que los doctores extrajeron hasta el viernes siguiente del ataque.
Vuelta de página
Lo que hoy más lamenta el exjugador es que “en unos meses se olvidaron de los Avispones de Chilpancingo”.
Del gobierno del estado, solo recibieron un “apoyo”. A cada jugador les dieron un iPad y al equipo le entregaron nuevo autobús, mientras que el gobierno federal les brindó atención psicológica, pero “intermitente”. Eso, más 20 mil pesos que dejó en la cuenta del hospital de Chilpancingo quien entonces era el alcalde del lugar, Mario Moreno Arcos.
Pero el padre de Miguel refiere que la atención médica para su hijo superó el millón pesos. A lo largo de dos años invirtieron todo lo que tenían en “rehabilitación, pasajes, estudios, medicinas y demás“. Ellos saben que valió la pena, pero acusan que lo justo abría sido recibir la reparación integral para costear los gastos.
Es la fecha, dice el padre, que “no nos han reconocido la violación a los derechos humanos” por aquel ataque. Incluso, explica que acudieron a la Suprema Corte de Justicia y que han interpuesto varios amparos contra la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), que sin embargo se ha negado a otorgarles una indemnización.
Pese a todo el dolor, las secuelas y el miedo, Miguel Ríos Ney pudo darle vuelta a la página y para 2015, comenzó a jugar en las fuerzas básicas del Pachuca, luego de que visores de ese equipo lo vieron cuando volvió a jugar con los Avispones.
En Pachuca permaneció cuatro años, hasta 2019, pero terminó por dejar el futbol profesional para siempre cuando descubrió que las secuelas físicas de las balas jamás se irían de su cuerpo.
“Tuve muchas afectaciones que me detenían. En la pierna izquierda me daban muchos calambres en la pantorrilla, en la pierna derecha me daban desgarres, tengo problemas en un tobillo y el brazo me molestaba muchísimo por lo del frío”, cuenta.
Hoy, Miguel vive en otro municipio de Guerrero, a varias horas de Iguala. Aún no borra de su cuerpo ni de su mente lo sucedió aquella noche, pero intenta superarlo con trabajo y al lado de su familia.
Miguel es comerciante, tiene un negocio y vive en un rancho ganadero, donde cosecha mango, coco y maíz. A diez años de la agresión, ya se independizó de su familia y día a día intenta superar los hechos de aquella fatídica noche.
Actualmente, el equipo de los Avispones de Chilpancingo ya está en segunda división, a donde ascendió en 2022. En el quinto aniversario del ataque, Miguel regresó a la cancha de su equipo y jugó un último partido con ellos (los actuales jugadores contra exjugadores). Ganó el equipo en el que jugó Miguel, y se sintió como la confirmación de que pudo ganarle el partido “a la muerte”.