La piel en juego: por qué tatuarme me ayudó a cumplir mis objetivos
"Hay algo que hipnotiza al ponerse palabras e imágenes de manera permanente en tu piel". Foto: Cortesía Sari Botton

Sari Botton*

Hay pocas cosas que me aterrorizan más que escribir propuestas de libros. ¿Qué puede ser más paralizante que escribir lo que esencialmente es un largo reporte de lectura sobre algo que no has escrito aún?

El año pasado, mientras me arrastraba por una propuesta para mis memorias en forma de ensayo que he querido escribir durante toda mi carrera, hice un trato conmigo misma: si consigues un contrato para escribir un libro puedes celebrar la ocasión con un tatuaje nuevo.

Este junio recibí buenas noticias: Heliotrope quería publicar mi libro. Estaba emocionada, y con muchas ganas de celebrar entintando mi cuerpo. Pero al mismo tiempo, los estudios de tatuaje en Nueva York estaban cerrados por las restricciones del Covid-19.

Esta fue una más de las numerosas decepciones del año infernal. Gracias a la propagación del coronavirus, tuve que cerrar el coworking para escritores que orgullosamente inauguré en 2017, un lugar donde pude ser increíblemente productiva, y donde pude socializar y crear redes con mis colegas. El virus también contribuyó en los duros recortes de presupuesto de un sitio web literario donde llevaba cinco años como editora; los recortes y otros factores llevaron a mi salida. Como era incapaz de reunirme con seguridad con mi familia, amigos, o colegas, me sentí constantemente sola y deprimida.

Más aún, un abrumador número de factores externos que me provocaban ansiedad (la amenaza del virus, la creciente brutalidad policial contra los manifestantes de Black Lives Matter, una intensa elección seguida de las falsas acusaciones de fraude, y muchas otras malas noticias) representaron obstáculos para concentrarme y escribir.

Anhelaba el ritual de obtener un tatuaje y ya había perfeccionado el diseño en mi mente: una máquina de escribir rudimentaria que dibujé con crayones durante años. He usado esa imagen como logo algunas veces: para un grupo de escritores que dirigí en mis primeras experiencias, para mi primer intento de sitio web, para mi papel de escribir. Ahora quería llevarlo en mi antebrazo izquierdo para conmemorar la firma, a la gran edad de 55 años, de mi primer contrato por un libro lleno de mis propias palabras (ya había publicado antologías, pero prácticamente todos los ensayos eran de otras personas), y para ayudarme a mantener el compromiso de acabarlo.

Hay algo motivador sobre tener imágenes y palabras permanentemente garabateadas en tu piel. Envías un mensaje, “Va en serio”. Los tatuajes me ayudaron a comprometerme a escribir en otras ocasiones. Me hice el primero en 2012, en mi antebrazo derecho, con una cita que encontré en velas, diarios, tazas y otros objetos motivacionales: “Y llegó el día cuando el riesgo de permanecer en un apretado capullo fue más doloroso que florecer”.

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Creí que era de Anaïs Nin, pero años después supe que en realidad es obra de Elizabeth Appell, una poetisa que trabajó en una universidad especializada en educación continua en California. La línea es parte de un poema que escribió en los 1970s llamado Risk (Riesgo), el cual incluyó en un panfleto que buscaba motivar a los adultos a volver a estudiar.

Al final no importa de quién son las palabras. Me hablaron como una escritora que durante mucho tiempo batalló consigo misma sobre cómo podrían reaccionar las personas a la publicación de mis pensamientos y recuerdos. Me cansé de hacerme pequeña, de esconderme, de agotar mis energías creativas escribiendo las memorias y propuestas de otros pero evitar las mía. Estaba lista para tomar el riesgo de florecer. Tenía que hacerlo más oficial, con tinta en mi piel.

Funcionó. Comencé a escribir y a publicar mis propios ensayos con más valor y seriedad que antes. También me puse a trabajar en dos antologías sobre amar y dejar (y quedarse en) Nueva York. Cada una incluyó uno de mis ensayos, acompañados por piezas de escritores mucho más celebrados.

Me hice mi segundo tatuaje una semana antes de cumplir 50 años. Es una combinación de un pincel japonés y flores de cerezo. Ese año publiqué trabajos aún más personales, sobre cosas como estar en paz con mi aversión por la maternidad.

Después de firmar mi contrato en junio, estaba lista para mi tatuaje de máquina de escribir. Los estudios de Nueva York abrieron en julio. Pero la constante dispersión del virus me dio una pausa.

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Me puse a trabajar en mi libro, pero me costó mucho trabajo. Una vez más, le di prioridad a editar historias de otros en lugar de las mías. Finalmente, en noviembre, me dispuse a comprometerme con mayor profundidad con mis ensayos. El impulso por acudir a un estudio de tatuajes creció. Una tarde, sin dudarlo, llamé a Metamorphosis Tattoos, en Kingston, Nueva York, donde vivo. Al principio, la mujer que me contestó dijo que no había citas abiertas hasta mediados de enero, pero después hizo una pausa. “De hecho, tuvimos una cancelación esta tarde”, dijo. “¿Qué tan pronto puedes venir?”

Le pregunté sobre sus protocolos contra el Covid-19, y la mujer me aseguró que toman todas las precauciones posibles. Quince minutos más tarde estaba sentada sobre la silla de Tania, mi tatuadora.

La máquina de tatuajes de Tania comenzó a zumbar, me puse eufórica. Estaba soltando el autoabandono que no me dejaba escribir mis verdades durante cinco décadas. Tuve muchas emociones, y me dio la sensación de autodeterminación y autoestima que necesitaba.

Desde ese día, me siento más audaz, escribo con más valentía y constancia que nunca. Sí, es difícil mantener la concentración estos días, cuando hay tanta enfermedad, tanto miedo, tantas malas noticias. Pero progreso un poco cada día. Cuando no estoy escribiendo, no puedo dejar de mirar mi nuevo tatuaje.

*Sari Botton es una escritora, editora y maestra en Kingston, Nueva York.

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