Cómo mi esposo finalmente cedió y adquirió un celular
¡Bienvenido a la fiesta, amigo! Foto: Alamy

En sus nuevas memorias, I Came All This Way to Meet You, la novelista estadounidense Jami Attenberg describe que conoció a un hombre que no utiliza ninguna red social y que, por lo tanto, no tiene ni idea de lo que es recibir un like o un retuit. Attenberg considera que esta situación es muy inusual, por no decir extraña; ella siempre está en Instagram y en el resto. Sin embargo, su asombro tiene un matiz que suena a envidia. “Maldito y hermoso unicornio“, escribe sobre él. “¿Qué se siente autovalidarse por completo? ¿Qué se siente despertarse cada día y no preocuparse por lo que piensen los demás?”.

Casualmente, he pasado los últimos 18 años de mi vida con un unicornio del mismo tipo, aunque el hombre del que hablo es –o era– una especie aún más rara que la de ella. Entonces, un hombre no usa las redes sociales. ¿Y qué? Mucha gente no las usa. Facebook es para los dinosaurios. El hecho más importante, sin duda, en lo que respecta a mi mítica criatura es que, hasta hace tres semanas, ni siquiera tenía un celular en una Gran Bretaña en la que alrededor del 87% de los adultos tienen un teléfono inteligente. No solo nunca había utilizado las redes sociales, sino que nunca había enviado, y mucho menos recibido, un mensaje de texto. Desconocía por completo la exquisita tortura que supone WhatsApp y sus palomitas azules, siendo un hombre cuyo cuerpo dista mucho de estar programado para responder a las notificaciones. Nada sonaba en su bolsillo mientras paseaba. Cuando se perdía, le tenía que preguntar a un desconocido, no a Google Maps. Cuando salía tarde, tenía que confiar en sus piernas, no en un Uber. ¿Llamadas? Te sorprendería. La última vez que necesitó contactarme de forma urgente mientras estaba fuera de casa, entró al bar de un hotel y, haciendo uso de su gran gentileza al estilo de David Niven, le preguntó casualmente a un mesero si podía “usar su teléfono por un momento”.

Como era de esperar, tanto amigos como desconocidos manifestaban su asombro por esta negativa a seguir el programa (me refiero al programa que implica estar disponible las 24 horas del día, los siete días de la semana), y su actitud oscilaba entre la diversión y la exasperación. La gente preguntaba sarcásticamente si todavía decía su número cuando contestaba el teléfono fijo. Pero siempre me pareció que la respuesta más interesante era la irritación, que sugería sentimientos de exclusión y dolor (“¿No quieres que te llame?”). A veces, rozaba los límites del enojo, una ira de bajo nivel que posiblemente –solo estoy suponiendo– estaba relacionada con un sentimiento de injusticia. Mientras que T había escapado de las constantes molestias, el estrés y la vigilancia, ellos no lo habían hecho y nunca lo harían. (No es que lo fueran a admitir alguna vez. Demasiadas cosas –¡toda su existencia!– estaba, está, en juego para hacerlo).

Pero, ¿y yo? En algún momento, las miradas caían inevitablemente en mi dirección. ¡¿Acaso no era yo la que más sufría?! ¿Cómo lo afrontaba? Mentiría si dijera que en ocasiones no resultaba molesto. Hace un par de meses, salí de una fiesta antes que él y descubrí que no tenía mis llaves; tuve que esperar en la entrada durante una hora. Solía girar los ojos si me pedía usar mi teléfono, entre otras cosas porque entonces le tendría que explicar cómo usarlo. “Son útiles, ¿verdad?” decía, con la mandíbula apretada. Pero, al igual que Attenberg, también lo admiraba. Esa negativa denotaba confianza y soltura; en su terquedad, me recordaba útilmente un pasado en el que todos sobrevivíamos perfectamente sin que nos pudieran localizar en ningún momento. Creo que su estado libre de teléfono también ayudaba a mantener la privacidad que es vital para la tranquilidad de la pareja. Incluso si quería checarlo, no podía, y él, a su vez, no tenía interés en mi celular porque, bueno, los celulares no eran algo que le interesara. Observaba cómo otras personas eran importunadas –o molestaban– por sus allegados y descubrí que me sentía aliviada de haber quedado exenta de este régimen, aunque al principio no lo quería.

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Ilustración de Eyon Jones.

Sin embargo, el mayor beneficio de todos fue, sin duda, para él, y aquí es donde aparece la envidia. ¡Todo ese tiempo extra! Cuando la gente le preguntaba cómo se las arreglaba para escribir tanto –en el primer confinamiento, mientras yo miraba fijamente mi pequeña pantalla, él empezaba, y terminaba, sus recientes memorias– la respuesta era cegadoramente obvia. A diferencia del resto del mundo, nunca perdía un solo momento preguntándose la razón por la que alguien no había respondido su último mensaje; tampoco se entregaba a deslizarse en las aplicaciones durante horas leyendo comentarios negativos ni cualquier otro tipo de deslizamiento. Para que su tiempo fuera suyo, necesitaba muy poca disciplina. Sus ratos libres eran tranquilos y silenciosos, y los utilizaba para cosas buenas como leer o escuchar música. Los míos estaban –todavía lo están– interrumpidos por el fuego entrante que aparentemente tengo prohibido ignorar (“¿No viste mi correo electrónico?”). Mi teléfono tiene la capacidad de hacerme sentir profundamente infeliz.

Pero como habrás notado, este artículo está escrito en pasado. En Navidad, T me pidió que le regalara un celular y lo cumplí, metiéndolo a escondidas en su calcetín para no hacer un gran alboroto al respecto. ¿Qué había traspasado sus defensas? Le había dicho cientos de veces –generalmente mientras imprimía otro boleto de avión– que corría el riesgo de quedarse sin derechos en un mundo en el que el celular es la clave de todo, y aun así no cedía. Al final, hubo dos cosas. En primer lugar, su amado iPod quedó obsoleto; quería poder utilizar Spotify mientras corría. En segundo lugar, estaba el Covid-19, que requiere mucho papeleo, y que es mejor guardar en un celular.

Por fuera, estaba triunfante. “Es lo mejor“, dije, con el tono de voz que utilizo para estas situaciones. Pero por dentro, algo más estaba pasando. Mi maldito y hermoso unicornio estaba a punto de desaparecer. Cuando se estropeó el correo de Navidad, y no una sino dos tarjetas SIM desaparecieron, y no se pudo utilizar el reluciente teléfono nuevo, no hubo manera de ignorarlo: en mi interior surgió el alivio. Una suspensión de la ejecución para ambos. Poco después, cuando por fin llegó la tarjeta SIM, llegó un momento en que lo encontré en un sillón, con los AirPods en sus oídos, totalmente absorto en el rectángulo negro que tenía en la mano. ¿Durante cuánto tiempo seguiría siendo un hombre libre? Nunca se repetirá una inocencia semejante, pensé con tristeza.

Pero hay esperanza. Al haber pasado toda su vida adulta sin utilizar un celular, se establecieron algunas reglas; es difícil romper algunos hábitos. T no es el típico usuario de un celular, y tal vez nunca lo sea. Solo su hermana y yo tenemos su número, y tengo prohibido dárselo a alguien más. La noche anterior, un amigo me suplicó que se lo diera –el celular es la comidilla de nuestro círculo; todos quieren ser los primeros en romper el largo silencio/arruinar su vida– y, tras aplicar medidas de presión, cedí. El amigo envió un mensaje de texto, pero no hubo respuesta, ni en ese momento ni en el resto de la tarde. “Probablemente esté apagado”, le dije. “¿Qué?”, preguntó el amigo. “Nadie apaga su celular”.

Mmm. Cuando llegué a casa, pregunté por el mensaje que habían enviado. ¿Lo recibió T? Me mostró su teléfono y su respuesta, enviada a la mañana siguiente. “Mensaje automático”, decía. “Este número ya no está disponible”. Era muy convincente; le había añadido guiones a las palabras “mensaje automático”, y de alguna manera esto lo hacía parecer oficial. “Me siento un poco culpable”, dijo, guardándolo en su bolsillo. Pero su rostro, que lucía una sonrisa, contaba una historia diferente: la de un celular que no es del todo un celular. O que aún no lo es.

Anthony Quinn: ‘Un viaje en autobús ahora es un caos de monologuistas performativos’

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La primera selfie de Anthony Quinn

La gente normalmente se mostraba incrédula por el hecho de que nunca hubiera tenido un celular. Me hablaban de él como si me faltara un miembro o tuviera una enfermedad grave. Pero en verdad no era tan difícil vivir sin uno. Hace 30 años casi todo el mundo lo hacía, y la vida era buena.

Pero ¿por qué? Supongo que se debía a que nunca quise tener uno. Desde fuera, observando hacia el interior, me di cuenta de cómo los celulares cambiaban el comportamiento cotidiano. Insidiosamente, el elegante diablo de bolsillo se convirtió en lo que suponía una cajetilla de cigarros para la generación anterior: algo que ocupaba la mano, enormemente antisocial, malo para la salud.

En algún momento se volvió aceptable interrumpir una conversación levantando un dedo y diciendo: “Solo necesito contestar esto”; colocar el celular en el comedor y revisar los mensajes entrantes, disimuladamente o no; acechar a lo largo de una banqueta, con la cabeza agachada y los ojos absortos en la pantalla (¿así que me tengo que quitar del camino por ti?). La mayor parte del tiempo viajo en autobús, que solía ser un buen lugar para soñar despierto, para vagabundear, para preocuparme del próximo capítulo de mi libro. Vagabundear en solitario debe ser la base de cualquier sociedad civilizada. Por desgracia, la planta de arriba ahora es un caos de charlatanes, de gente que hace ruido y de monologuistas.

El sueño se acabó después de la pandemia. Ya no me parecía viable –ni justo para Rachel– tener a alguien cuidándome con aplicaciones del Servicio Nacional de Salud y pases de Covid-19 en un celular que no era mío. No todo es malo. Ya no hay problemas para entrar a las galerías, los teatros o los estadios de futbol. Y tengo Spotify cuando salgo a correr: una genialidad. Por lo demás, sin embargo, espero mantener un nivel bajo de accesibilidad. No pienso dar mi número. El correo electrónico es el salvador. Sinceramente, ¡quiero a mis amigos! Pero no quiero que me llamen, nunca.

El libro más reciente de Anthony Quinn es Klopp: My Liverpool Romance (Faber); su novela London, Burning saldrá en edición de bolsillo el próximo mes (Abacus).

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