Experiencia: después de contagiarme de Covid-19, todo lo que como sabe a carne podrida
Kimberley Featherstone: 'Fue un ataque total contra mis sentidos'. Foto: Rebecca Lupton/The Guardian

Me contagié de Covid-19 en octubre de 2020 y perdí el sentido del olfato y del gusto. En aquel entonces trabajaba en una escuela, por lo que contraer el virus me parecía algo inevitable. Al principio, no le di demasiada importancia: la anosmia (pérdida del sentido del olfato) es un síntoma habitual del virus. Después de unas cuatro semanas, y de una breve estancia en el hospital, recuperé parte de mi capacidad gustativa: salado, ácido, dulce. Mi nariz aún fallaba, pero mi lengua comenzaba a funcionar lentamente. Pensé que me estaba recuperando.

Sin embargo, a mediados de diciembre, la situación empezó a volverse extraña. En la casa, estaba segura de que seguía oliendo a cenicero viejo. No soy fumadora, así que no tenía sentido. Después empecé a oler gases de escape. Busqué en internet y descubrí que otras personas informaban sobre experiencias similares de fantosmia (oler olores que no existen). Estos aromas me consumían incluso en el aire puro y limpio.

Era un ataque total contra mis sentidos: de la mañana a la noche sentía una fragancia repugnante en mis narinas. Desconcertaba a mi familia, preguntándoles si ellos también podían olerlo, y me costaba despertar mi apetito. De vez en cuando, de la nada, me llegaba un fuerte olor a alcatraces frescos, que era un alivio.

Desafortunadamente, el hecho de tener flores en la casa no tuvo ningún efecto. Los olores permanecieron durante aproximadamente dos meses. Hacia finales de 2020, ya me había acostumbrado a mi nueva condición: las cosas seguían siendo un poco extrañas, pero uno se adapta.

A principios de 2021, estaba comiendo espagueti a la boloñesa preparados en grandes cantidades con mis hijos cuando me di cuenta de que la salsa no sabía bien. Supuse que se había echado a perder, así que dejamos de comerlo inmediatamente. Sin embargo, la siguiente vez que comí carne roja, me encontré con el mismo problema. No pasó mucho tiempo antes de que casi todo lo que comía, y pronto olía, me resultara asqueroso. Los simples olores de la cocina me provocaban arcadas violentas; si mi comida había estado cerca de una cebolla, me sentía físicamente mal.

Las cosas olían y sabían a carne podrida. Imagina que un animal se hubiera metido a tu invernadero en pleno verano, hubiera muerto y lo descubrieras dos semanas después. Eso es lo que, día tras día, llenaba mi nariz y mi boca. Abría el refrigerador y tenía la certeza de que algo se estaba pudriendo; mi madre recibía frecuentes peticiones para que viniera a olfatear las cosas.

Solo hay unas pocas cosas que puedo comer con seguridad –pasta fría, yogur, plátanos– sin vomitar“.

Busqué alimentos insípidos y me conformé con unos simples macarrones con queso precocinados. Pronto también me resultó imposible comerlos sin estar a punto –y en ocasiones, de verdad– de vomitar. Resultó que tenía cebolla en polvo. Los chiles morrones, el ajo, los alimentos fritos y las carnes, todos me provocaban la misma reacción. En abril, medio año después de mi diagnóstico inicial de Covid-19, solo había muy pocas cosas que podía comer sin peligro -pasta fría, plátanos, yogur y cereales- sin vomitar. Hasta el día de hoy sigue pasando lo mismo. Desde agosto de 2021, rara vez tengo hambre. Solo como cuando siento que debo hacerlo. Cuando lo hago, no es nada agradable.

Cuando se levantaron las restricciones del confinamiento y me aventuré a salir a la ciudad, me di cuenta de que era un problema más grave. En casa podía controlar mi entorno, pero los olores están en todas partes en la calle: tráfico, perfume, comida para llevar. No podía afrontar ir a comer o al cine, y entrar al supermercado también era una apuesta. Las pinzas nasales para nadadores ayudan, aunque son incómodas y se ven ridículas. Las uso para poder preparar las comidas para mi familia. También he empezado a recortar tapones de espuma para los oídos y a ponérmelos en las narinas.

Uno no se da cuenta de la importancia que tiene la comida en la vida hasta que se convierte en un problema: bodas, funerales, la “fiesta” de Navidad. Me gustaría ir y no comer, pero la gente se queda viendo y se siente incómodo. En cambio, rechazo las invitaciones. Extraño cocinar y hornear. Ahora apenas como 500 calorías al día, pero no he perdido peso. Cuando tienes sobrepeso, a tus médicos no les molesta demasiado que no comas lo suficiente.

La peor parte, desde el punto de vista médico, es que mi enfermedad sigue siendo un misterio. Ni siquiera existe un consenso definitivo de por qué ocurre. En internet conocí a otras personas que sufren lo mismo que yo, se siente como si estuviéramos olvidadas. Hasta que no haya una cura, algo que quizás nunca ocurra, hay que esperar. ¿Me despertaré algún día y descubriré que mis sentidos han regresado a la normalidad? Sinceramente, no tengo ni idea.

*Como se contó a Michael Segalov.

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