Por qué <i>No miren arriba</i> debería ganar el Oscar a mejor película
Esclarecimiento que cautiva… Leonardo DiCaprio en 'No miren arriba'. Foto: Niko Tavernise/AP/Netflix

¿Por qué, preguntaron los idealistas, el cine no aborda los grandes temas de la actualidad? Y ¿qué ocurre cuando les das una parábola sobre el cambio climático repleta de estrellas, con un presupuesto considerable y ávida de premios? Se quejan.

No miren arriba es una parábola autodeclarada concebida para instruir a través de la comedia. Dos astrónomos, interpretados por Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio, descubren un cometa “asesino de planetas” que se dirige a la Tierra. Intentan salvar el mundo, pero se encuentran con el oportunismo de la Casa Blanca, la frivolidad de los medios de comunicación y la avaricia comercial, la incompetencia, el sexismo, la apatía, y demás, todo ello interpretado por celebridades que abarcan desde Meryl Streep y Cate Blanchett hasta Mark Rylance, Tyler Perry y Ariana Grande.

Los sabelotodo de la derecha estaban obligados en gran medida a desestimar semejante ejercicio como un sermón pueril por parte de los hipócritas de Hollywood que viajan con lujo; y de hecho, la National Review se las arregló para considerar que la película No miren arriba era tanto “boba” como “cerebralmente perjudicial sin gracia”, mientras que el periódico Wall Street Journal solo distinguió un “nihilismo simplista” en una película que “gotea autocomplacencia“. Sin embargo, sorprendentemente, el campo progresista también encontró este aparente caballo regalado insuficiente. Su defensa de su causa favorita era demasiado “franca” (Rolling Stone), demasiado “estridente” (Parade) o demasiado “ampulosa” (The Observer). Por decirlo de otra forma, el New York Times, RogerEbert.com y, sobre todo, The Guardian, coincidieron en que el manejo de la película de su mensaje esencial era demasiado “obvio“.

No obstante, durante el mes siguiente a su estreno, los suscriptores de Netflix dedicaron 360 millones de horas a verla, convirtiendo su debut en el segundo más exitoso en la historia del servicio de streaming. ¿Fue demasiado fácil complacer a estos incultos televidentes? ¿O es posible que hayan percibido un logro que sus superiores pasaron por alto?

Podemos entender por qué aquellos que tienen posturas preconcebidas sobre el tema de la película pueden sentir que ésta repite lo obvio. Los villanos habituales, desde los políticos egoístas hasta las cabezas huecas de la televisión y los egocéntricos multimillonarios, perpetran magnitudes muy conocidas. Si estás cansado de culpar a los de su clase por nuestros males, o estás aburrido de ver cómo los culpan, es posible que te desconectes desde el principio. Sin embargo, aunque las situaciones de la película sean absurdas, sus personajes no son los especímenes bidimensionales que cabría esperar.

La presidenta de Streep es la malhechora principal de la historia. Para ella, las elecciones de medio mandato son más importantes que un acontecimiento de categoría de extinción. Aun así, no es un ogro inverosímil: de hecho, es más creíble que Donald Trump.

Su interés personal de alguna manera parece más inocente que pecaminoso, y termina siendo adorable, en lugar de aborrecible. Cuando se ve acorralada, sorprende con una honestidad inesperada. El hecho de que la bondad hacia los animales sea su talón de Aquiles parece bastante apropiado.

La presentadora de noticias por cable de Blanchett no es menos polifacética, una maestra de la trivialidad al aire, pero que en otros lugares transmite profundidad con poco más que un movimiento de cejas. El gurú de las grandes tecnologías que interpreta Rylance no es un ricachón, sino un hombre místico que se considera a sí mismo un genio. Mientras tanto, los científicos de DiCaprio y Lawrence no son ejemplos heroicos.

De este modo, los autores de nuestra perdición emergen como seres humanos simpáticos y afines, más que como monstruos. Por otra parte, la galería de villanos de la película incluye a un villano que con demasiada frecuencia es omitido. Somos nosotros. En última instancia, parece que el desastre requiere la falta de atención, la trivialidad, la ignorancia, la estupidez y el tribalismo de la población, y no solo la depravación de los pocos privilegiados que eligen, enriquecen e idolatran. Al final, en las calles es donde se decide el destino del mundo, a través de la gente común que no mira arriba.

La conclusión de todo esto es que lo que realmente condena a la humanidad no es la maldad de quienes ostentan el poder ni la corrupción de las instituciones; son las cualidades innatas que hacen que la humanidad sea humana. ¿Acaso esto es obvio? Tal vez lo sea para algunos. No obstante, muchos prefieren culpar a cualquier amenaza que ya hayan maldecido, ya sean los políticos del otro bando, el capitalismo, el wokery o el pecado original. Tal vez uno u otro de estos chivos expiatorios sea el único responsable, pero No miren arriba nos invita a todos a reevaluar nuestra mentalidad.

Antes de decidirse por la comedia como medio, el guionista y director Adam McKay consideró otras formas de abordar su tema. Su decisión fue acertada. El humor es lo que dio a su mensaje su peculiar toque de sabiduría. La búsqueda de chistes lo alejó de la sombría polémica y lo condujo al corazón humano. Ahí encontró la piedra filosofal, un entretenimiento que no solo ilustra de verdad, sino que también cautiva a la multitud.

Logró esta hazaña, demasiado rara, gracias a un guion brillante, actuaciones que se ganaron su descomunal recompensa, una edición hábil, un diseño meticuloso y una partitura inspirada. Sin embargo, no es el tipo de cinta que entusiasma a los votantes de la Academia. Lamentablemente, No miren arriba no se llevará la estatuilla a mejor película. Pero debería hacerlo.

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