Arriesgándolo todo: los migrantes desafían el Tapón del Darién en busca del sueño americano
Migrantes haitianos atraviesan uno de los muchos ríos del Tapón del Darién. Su destino final es la frontera estadounidense, a unos 3 mil 218 kilómetros de distancia. Foto: John Moore/Getty

José Moreno y Katerin Huertas han caminado y pedido aventones por cientos de kilómetros. Moreno, de 20 años, calza sandalias de playa y lleva una mochila llena de ropa de bebé, pañales y leche de avena. Huertas, de 22 años, lleva a su hijo de siete meses, Kylean, sujeto al pecho.

Atraviesan un río que les llega hasta las rodillas y suben por una pendiente lodosa en medio de un calor sofocante. Sin embargo, lo peor de su viaje aún está por llegar. Les espera uno de los cruces fronterizos más peligrosos que existen en el mundo: el Tapón del Darién, una región sin ley ni carreteras, de selva montañosa, serpientes venenosas, ríos con corrientes rápidas y narcotraficantes asesinos, que conecta Sudamérica con Centroamérica.

Según datos oficiales del gobierno de Panamá compartidos con The Guardian, más de 13 mil personas cruzaron ilegalmente de Colombia a Panamá a través del Tapón del Darién en los tres primeros meses de 2022: casi el triple con respecto al mismo periodo del año pasado. Alrededor de 133 mil personas realizaron el viaje en 2021, la cifra más alta registrada para cualquier año, con diferencia.

Las últimas cifras alarmaron a las organizaciones de derechos humanos y a los funcionarios de la ONU, que temen que las cifras sigan aumentando.

Advierten que la combinación de guerras y conflictos, la crisis climática y las consecuencias de la pandemia del Covid-19 están enviando un flujo constante de decenas de miles de personas desesperadas y vulnerables procedentes de todo el mundo a través del Tapón del Darién, al que hace una década solo se habrían enfrentado unos pocos cientos de migrantes al año.

“Existe una gran preocupación de que las cifras puedan aumentar de forma muy significativa”, señala Michele Klein Solomon, directora regional de la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU. “No prevemos que esto disminuya”.

Muchos de los migrantes sufren robos, violaciones y son asesinados por los traficantes y los grupos armados. Las mujeres en ocasiones dan a luz en el camino. Aproximadamente una cuarta parte de las personas que realizan el viaje son niños, la mayoría de ellos menores de cinco años.

“No existe nada parecido a una ruta segura a través del Darién”, explica Klein Solomon. Al menos 51 personas murieron intentando cruzar la región en 2021, señala, y añade: “Sabemos que es una subestimación muy significativa”.

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José Moreno y Katerin Huertas y su hijo de siete meses, Kylean, emprenden su viaje a través del Tapón del Darién. Foto: Laurence Blair

The Guardian acompañó a los migrantes mientras partían de Capurganá –una pequeña ciudad costera muy popular entre los turistas colombianos en el extremo sureste del Darién, a la que solo se puede acceder por aire o por mar– con dirección a la selva.

En lo que va del año, alrededor de un tercio procede de Venezuela, país asolado por la crisis, y casi otro tercio de Haití. Otros provienen de lugares tan lejanos como Senegal, la República Democrática del Congo, Bangladesh, Uzbekistán y China. La mayoría son grupos de hombres jóvenes o familias con niños.

Moreno y Huertas forman parte de un grupo de alrededor de 20 personas que se dirigen al norte, “por un futuro mejor para nuestros hijos”, comenta Moreno. “Llegar a Estados Unidos, a tierra estadounidense: el sueño americano“.

La situación en su país, Venezuela, es “terrible”, añade. “La delincuencia aumenta, el costo de los alimentos aumenta y no suben los salarios”. Él trabajó durante nueve meses vendiendo fruta en la calle en Chile y Perú.

Detrás de los venezolanos en la ruta hay un grupo de siete personas –entre ellas tres niños de entre uno y tres años– provenientes de Haití.

Shiller Rebi, de 50 años, y Herold Louis, de 41, pasaron tres años trabajando en obras de construcción en Santa Catarina, Brasil, para reunir el dinero suficiente para emprender el viaje al norte con sus familias.

“Haití está en muchas crisis”, comenta Rebi. “Crisis económica, crisis presidencial… No tenemos trabajo, no podemos ganar dinero para comer, para pagar la escuela”. Esperan llegar a México y después, tal vez, a Estados Unidos.

También están viajando dos familias procedentes de Angola. Hace nueve meses, Simáo Vieira huyó del país africano, y de su trabajo en una empresa de telecomunicaciones, tras ser atacado durante un conflicto interétnico. “Iban a matarme”, explica.

En Brasil se sometió a una cirugía que le salvó la vida. Pero su familia sufrió racismo y tuvo dificultades para ganarse la vida.

Vieira, su esposa Ruth y su hija Jacira, de 12 años, ahora se dirigen a “cualquier país que nos reciba y nos trate bien”.

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Simáo Vieira con su esposa, Ruth, a la derecha, y su hija Jacira. Foto: Laurence Blair

De regreso en Capurganá, los taxistas llevan a los inmigrantes a un campamento ubicado en las afueras de la ciudad en cuanto bajan de la embarcación.

“Queremos ayudarlos”, dice Carlos Ballesteros, presidente de un grupo cívico local. El rudimentario recinto de bloques de hormigón pronto incluirá un campamento, una cocina y una tienda, preparados para atender a mil personas diariamente. “Todos están ganando un poco de dinero”, comenta.

Aquí, los migrantes reciben información sobre lo que pueden esperar en la selva, y los alientan a viajar ligeros.

“En la selva conocerán el lado oscuro de cada uno. Tienen un sueño, pero no están obligados a ir”, le dice un organizador local a un apagado grupo de venezolanos, entre ellos Moreno y Huertas.

Después tienen que regatear con algunas de las 182 personas que trabajan como maleteros y que se autodescriben como “guías”, que cobran cantidades de hasta 120 dólares por cada persona.

Los venezolanos insisten en que solo pueden juntar 400 mil pesos colombianos en total, pero convencen a alguien de que los lleve tan lejos como hasta la frontera con Panamá. Ahí, serán entregados a los guías indígenas Guna.

“No le haré daño a nadie”, dice Hermán Colina, un campesino con botas de caucho y un machete en su cadera que aceptó a regañadientes acompañar al grupo. Él mismo huyó de la pobreza y la violencia presente en otros lugares de Colombia, cuatro de sus hermanos fueron asesinados por guerrilleros, explica.

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Un grupo de venezolanos escucha consejos en un refugio en Capurganá antes de adentrarse en el Tapón del Darién. Foto: Laurence Blair

Según Colina, la ruta se ha vuelto más organizada, segura y rápida, en contraste con las caóticas escenas del año pasado, cuando decenas de miles de migrantes acampaban en las ciudades cercanas. Ahora se tarda entre cuatro y cinco días, en lugar de más de una semana. Colina afirma que ha rescatado a migrantes con huesos rotos y que los ha enviado a hospitales lejanos de forma gratuita.

No obstante, funcionarios de la ONU y trabajadores de organizaciones locales de derechos humanos indican que este tipo de actividades equivalen a la trata de personas, y que los guías suelen extorsionar, abusar sexualmente y abandonar a sus clientes. Katiara Mesa, funcionaria de la alcaldía de Capurganá, señala que no han recibido informes de tales abusos, pero admite que los migrantes no disponen de alguna forma para alertar.

La ruta alternativa por mar hacia Panamá también conlleva riesgos mortales. En octubre, tres personas murieron y al menos seis desaparecieron –entre ellas tres niños– después de que una embarcación sobrecargada naufragara cuando transportaba alrededor de 30 personas procedentes de Haití, Venezuela y Cuba. Varias de ellas fueron enterradas en un rincón descuidado del cementerio local.

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El rincón descuidado del cementerio de Capurganá, lugar de descanso eterno de muchos migrantes. Foto: Laurence Blair

Aquellos que logran llegar a Panamá aún se enfrentan a un recorrido de 3 mil 218 km a través de media docena de fronteras para llegar a Estados Unidos. En marzo, las autoridades estadounidenses detuvieron a 210 mil personas en la frontera, el mayor total mensual en 20 años. La mitad de esas personas fueron deportadas.

Estados Unidos debería facilitar el proceso de obtención de visas por parte de los refugiados y trabajadores temporales en sus países de origen, dicen los expertos.

“No deberían tener que realizar todo el camino hasta Estados Unidos para pedir asilo. Es una locura, y solo beneficia a los contrabandistas”, indica Adam Isacson, de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), una organización estadounidense de derechos humanos.

Panamá también es responsable de la anarquía presente en el Darién, comenta Isacson. “Son 96 km de sendero. ¿Por qué no hay ni un solo policía ahí? No puedes dejar a la gente sin protección durante tanto tiempo”.

Klein Solomon señala que Panamá y otros países de acogida como Brasil, Colombia y Chile necesitan más financiamiento internacional para recibir e integrar a los migrantes. “No tienen los recursos necesarios”, comenta.

Ninguno de los muchos peligros -o el riesgo de deportación cuando lleguen a su destino- disuaden al grupo de venezolanos de realizar el viaje.

“Esperamos que todo este esfuerzo no sea en vano”, dice Huertas, levantando de nuevo su mochila y checando a su bebé.

“Tener la oportunidad de salir adelante, de trabajar, de darle un buen futuro a los niños. Eso es lo más importante, ¿no?”.

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