Olvidando el apocalipsis: por qué nuestros temores nucleares desaparecieron, y por qué eso es peligroso
Un ensayo de un arma nuclear estadounidense en Nevada en 1953. Ilustración: Corbis/Getty/Guardian Design

En una mañana de agosto de 1945, a 600 metros sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, surgió brevemente un pequeño sol. Pocos recuerdan el sonido, pero el destello imprimió sombras en las banquetas e hizo que los edificios se estremecieran. La explosión –dos mil veces mayor que la de cualquier otra bomba utilizada hasta entonces– anunció no solo una nueva arma, sino una nueva era.

Fue una victoria militar impresionante para Estados Unidos. Sin embargo, el júbilo en el lugar se vio socavado por “la incertidumbre y el miedo”, como señaló el periodista Edward R. Murrow. Bastó un momento de reflexión sobre la existencia de la bomba para darse cuenta de la espantosa implicación: lo que había ocurrido en Hiroshima, y tres días después en Nagasaki, podía ocurrir en cualquier parte.

La idea resultaba imposible de olvidar, sobre todo cuando, al cabo de un año, surgieron relatos en el lugar. Aparecieron informes de carne burbujeante, de ojos derretidos, de una enfermedad aterradora que aquejaba incluso a quienes habían evitado la explosión. “Todos los científicos están asustados, temen por sus vidas”, confesó un químico ganador del Nobel en 1946. A pesar de las esperanzas de los científicos de que las armas fueran retiradas, en las décadas siguientes se multiplicaron, y los países con capacidad nuclear probaron dispositivos cada vez más potentes en los atolones del Pacífico, el Sáhara de Argelia y la estepa kazaja.

El miedo –el miedo ubicuo e imperecedero– que caracterizó a la guerra fría es difícil de entender en la actualidad. No solo los impotentes citadinos estaban aterrorizados (“elija y fortifique una habitación en la cual refugiarse”, aconsejaba sombríamente el gobierno del Reino Unido). Los propios líderes se estremecieron. Era una “locura”, dijo el presidente estadounidense John F. Kennedy, que “dos hombres, sentados en lados opuestos del mundo, pudieran decidir poner fin a la civilización”. Sin embargo, todo el mundo vivió a sabiendas de esa locura durante décadas. Fue como si, según escribió el historiador Paul Boyer, “la bomba” fuera “una de esas categorías del ser, como el espacio y el tiempo, que, según Kant, están integradas en la propia estructura de nuestras mentes, dándole forma y sentido a todas nuestras percepciones”.

Boyer recordaba la inquietante noticia del bombardeo de Hiroshima, que ocurrió en la semana de su décimo cumpleaños y marcó el resto de su infancia. Actualmente, la persona que recuerde tan bien la bomba tendría que tener al menos 86 años. El recuerdo de la guerra nuclear, antes vívido, está desapareciendo silenciosamente. Los carteles de los refugios nucleares –los que quedan– están oxidados, y la mayor parte de la población mundial ni siquiera recuerda que se haya realizado un ensayo nuclear en la superficie (la última fue en 1980). La bomba ya no le da “forma y sentido a todas nuestras percepciones”; hasta hace poco, muchos pensaban en ella solo en raras ocasiones. Ha resultado tentador pensar que la guerra nuclear es un terror pasado que ya no asusta, como la polio.

Excepto que la amenaza de guerra nuclear, tal como Vladimir Putin le recuerda al mundo, no ha desaparecido. Rusia ha acumulado la mayor colección de armas nucleares del mundo, y Putin ha amenazado con “utilizarlas, si tenemos que hacerlo”. Las probabilidades de que lo pueda hacer aumentan constantemente a medida que los países de la OTAN se acercan a un conflicto directo con Rusia. Actualmente le envían a Ucrania tanques y misiles, acumulan tropas en el este de Europa y proporcionan información de inteligencia que ha permitido que los ucranianos seleccionen y maten a generales rusos y hundan un buque de guerra ruso. Si esto continúa, el riesgo de una guerra nuclear será “considerable”, advirtió el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia. “El peligro es serio, real, y no debemos subestimarlo”.

Sin embargo, muchos de los adversarios de Putin parecen no estar convencidos o, lo que resulta peor, no se inmutan ante sus amenazas. Boris Johnson descartó rotundamente la idea de que Rusia pueda utilizar un arma nuclear. Tres excomandantes supremos aliados de la OTAN propusieron una zona de exclusión aérea sobre Ucrania. Esta propuesta conllevaría casi con toda seguridad un conflicto militar directo entre la OTAN y Rusia, y posiblemente desencadenaría la primera guerra sin cuartel del mundo entre países con capacidad nuclear. No obstante, las redes sociales se llenan de llamados a la acción, y una encuesta reveló que más de un tercio de los encuestados en Estados Unidos querían que su ejército interviniera “aunque ello supusiera un conflicto nuclear”.

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Misiles balísticos intercontinentales en Moscú durante un desfile con motivo del Día de la Victoria de Rusia, el 9 de mayo de 2022. Foto: Evgenia Novozhenina/Reuters

La normativa nuclear también se está debilitando en otros lugares. Nueve países poseen colectivamente alrededor de 10 mil misiles nucleares, y seis de ellos están aumentando sus inventarios. Líderes actuales y recientes como Kim Jong-un, Narendra Modi y Donald Trump, al igual que Putin, han hablado sin pudor de disparar sus armas. Después de que Corea del Norte prometiera una venganza “mil veces mayor” en 2017 por las sanciones impuestas contra su acelerado programa de armas nucleares, Trump amenazó con un ataque preventivo, prometiendo desatar “fuego y furia como el mundo jamás ha visto”.

“Esto es comparable a la crisis de los misiles de Cuba”, insistió uno de los exasesores de Trump, Sebastian Gorka.

Los líderes han hablado con dureza en el pasado. Pero ahora sus discursos parecen estar menos vinculados a la realidad. Esta es la primera década en la que ningún jefe de un país con capacidad nuclear es capaz de recordar Hiroshima.

¿Es importante eso? Hemos observado en otros contextos lo que ocurre cuando se atenúa nuestra experiencia de un riesgo. En los países desarrollados, el recuerdo menguante de las enfermedades evitables ha fomentado el movimiento antivacunas. “La gente se ha vuelto autocomplaciente”, señala el epidemiólogo Peter Salk, cuyo padre, Jonas Salk, inventó la vacuna contra la polio. Al no haber vivido una epidemia de polio, los padres rechazan las vacunas hasta el punto de que el sarampión y la tos ferina vuelven a aparecer y muchos han muerto innecesariamente de Covid-19.

Ese es el peligro en el caso de la guerra nuclear. A partir de documentos desclasificados, los historiadores ahora comprenden lo cerca que estuvimos, en múltiples ocasiones, de ver cómo disparaban los misiles. En esos momentos angustiosos, la comprensión visceral de lo que implicaba la guerra nuclear ayudó a evitar que las llaves de lanzamiento giraran. Es precisamente esa comprensión visceral lo que falta en la actualidad. Estamos entrando a una era con armas nucleares pero sin memoria nuclear. Sin alardear, sin darnos cuenta, es posible que hayamos perdido la valla de contención que nos impedía llegar a la catástrofe.

La era nuclear comenzó a las 8:15 horas del 6 de agosto de 1945, con el lanzamiento de una bomba de 4 mil 400 kg desde un B-29 sobre Hiroshima. Cuarenta y tres segundos después, una enorme explosión destrozó la ciudad. El hecho de que se pudiera producir tanta destrucción de forma tan rápida constituyó una noticia impactante, que hasta entonces solo conocía un grupito de científicos y oficiales militares. “Uno percibe cómo tiemblan los cimientos de su propio universo”, escribió un periódico neoyorquino como reacción a la aterradora nueva arma.

¿Qué significaba la bomba? Los científicos atómicos, que tuvieron tiempo para contemplar la cuestión, se apresuraron a explicarlo. Lo importante no era que las bombas atómicas pudieran incinerar ciudades, las armas convencionales ya lo hacían. Lo que distinguía a las armas atómicas era la facilidad con que lo hacían, señaló J Robert Oppenheimer, quien ayudó a supervisar el desarrollo de la bomba. Las armas atómicas “alteraron profundamente el precario equilibrio” entre ataque y defensa que había regido la guerra hasta ese momento, explicó Oppenheimer. Un solo avión, una sola carga explosiva, ninguna ciudad estaba a salvo.

Las implicaciones eran, según admitieron los científicos, horripilantes. Albert Einstein propuso en 1939 que el gobierno de Estados Unidos desarrollara armas nucleares para asegurarse de que Adolf Hitler no las adquiriera primero. Sin embargo, inmediatamente después de la guerra, le preocupaba que cualquier país poseyera tal poder. Junto con muchos de sus colegas, llegó a la conclusión de que la única solución consistía en la creación de un gobierno mundial, soberano por encima de los países existentes, que tuviera el arsenal nuclear del mundo, hiciera cumplir las leyes y previniera las guerras (los demás detalles eran imprecisos). Un mundo o ninguno fue el título de un libro de gran éxito que Einstein, Oppenheimer y otros científicos elaboraron en marzo de 1946. Incluso el jefe de las fuerzas aéreas estadounidenses contribuyó con un capítulo en el que abogaba por “una organización mundial que eliminará los conflictos mediante el poder aéreo”.

Cinco meses después, el mundo escuchó otra serie de voces. Las autoridades de ocupación estadounidenses en Japón censuraron los detalles de las consecuencias de la bomba. No obstante, sin consultar a los censores, el escritor estadounidense John Hersey publicó en el periódico New Yorker uno de los trabajos periodísticos de formato largo más importantes jamás escritos, un relato gráfico del bombardeo. Nacido de misioneros en China, Hersey era inusualmente empático con las perspectivas asiáticas. Su artículo sobre Hiroshima rechazaba el punto de vista del bombardero y en su lugar contó las historias de seis supervivientes.

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Nagasaki tras la caída de la bomba atómica en agosto de 1945. Foto: Roger-Viollet/Rex Features


Para muchos lectores, esta fue la primera vez que captaron que Hiroshima no era una “base del ejército japonés”, como la describió el presidente estadounidense Harry Truman cuando anunció el bombardeo, sino una ciudad de civiles –doctores, costureras, obreros– que vieron morir a sus seres queridos.

Tampoco murieron de forma limpia, vaporizados en la nube de hongo. Hersey presentó el perfil de un pastor metodista, Kiyoshi Tanimoto, que corrió a socorrer a sus vecinos enfermos pero todavía vivos. Cuando Tanimoto tomó la mano de una mujer, “su piel se desprendió en enormes pedazos como guantes”. Tanimoto “se sintió tan mal por esto que tuvo que sentarse durante un minuto”, escribió Hersey. “Tuvo que repetirse conscientemente a sí mismo: ‘Estos son seres humanos'”.

Los contemporáneos de Hersey comprendieron la importancia de estos relatos. El periódico The New Yorker dedicó su número completo al artículo de Hersey, y en una hora agotó su tirada de 300 mil ejemplares disponibles en los puestos de periódicos (más otros 200 mil ejemplares para suscriptores).

Knopf lo publicó en forma de libro, que terminó vendiendo millones de ejemplares. El texto fue reimpreso en periódicos desde Francia hasta China, desde los Países Bajos hasta Bolivia. La enorme cadena de radio ABC emitió el texto de Hersey –sin anuncios, música ni efectos de sonido– durante cuatro tardes seguidas. “Ninguna otra publicación en el siglo XX estadounidense”, escribió la historiadora del periodismo Kathy Roberts Forde, “fue tan ampliamente difundida, republicada, discutida y venerada”.

Tanimoto, convertido en una celebridad gracias a los reportajes de Hersey, realizó giras de conferencias por Estados Unidos. A finales de 1949, había visitado 256 ciudades. Al igual que Einstein, abogó por un gobierno mundial.

Un gobierno mundial: ahora parece que se trata de una utopía descabellada. Sin embargo, un número asombroso de personas –personas responsables y sobrias– lo consideraban como la única forma de evitar más Hiroshimas. Winston Churchill y Clement Attlee apoyaron la idea. En Francia, Jean-Paul Sartre y Albert Camus la defendieron. La constitución francesa de la posguerra estableció las “limitaciones de la soberanía” que podría requerir un futuro estado mundial. También lo hizo la de Italia.

Incluso en Estados Unidos, que se arriesgaba a perder su monopolio nuclear y su supremacía mundial, el apoyo a la creación de un estado mundial osciló entre un tercio y la mitad en las encuestas de opinión. “Llegará el Gobierno Mundial, este es prácticamente el consenso que existe en esta generación”, escribió el rector de la Universidad de Chicago; incluso convocó un comité para redactar su constitución. Cuando se les preguntó a los candidatos para las elecciones de 1948 si estaban a favor de un gobierno mundial con jurisdicción directa sobre los individuos y poderes de mantenimiento de la paz, el 57% respondió que sí, incluidos John F. Kennedy y Richard Nixon. En 1946, la estrella de cine Ronald Reagan donó 200 dólares a la causa.

No obstante, este entusiasmo no sirvió de mucho frente a la geopolítica. Las crecientes tensiones entre Washington y Moscú borraron la posibilidad de un gobierno mundial. Sin embargo, no cambiaron el hecho: en todo Occidente, los principales pensadores consideraban que las armas nucleares eran tan peligrosas que exigían, en palabras de Churchill, la remodelación de “las relaciones de todos los hombres de todas las naciones” para que “los organismos internacionales, por medio de la autoridad suprema, puedan proporcionar paz en la tierra y justicia entre los hombres”.

Para Albert Einstein, un estado mundial era “la única salida”: era eso o la aniquilación. A pesar de ello, nunca se creó el estado mundial, ni tampoco se produjo otra guerra nuclear. Uno de los hechos más sorprendentes e importantes de la historia moderna es un hecho silencioso: en los 76 años que han transcurrido desde Hiroshima y Nagasaki, no se ha detonado ni una sola arma nuclear con ira.

La mayoría de las armas no funcionan así. El gas venenoso es una de las pocas tecnologías militares que, a pesar de su eficacia, ha sido evitada, la primera guerra mundial fue una guerra de gas, pero la segunda no lo fue en su mayor parte. No obstante, incluso las armas químicas han sido utilizadas de forma intermitente, como en el caso de Irak en la década de 1980 o de Siria en 2013. Por el contrario, el número de armas nucleares utilizadas desde 1945 es cero.

¿Por qué? La explicación convencional es la disuasión. Precisamente lo que aterrorizaba a Oppenheimer sobre las armas nucleares –que facilitaban el ataque y hacían casi imposible la defensa– significaba que cualquier país que lanzara una bomba nuclear contra un enemigo igualmente armado tendría que esperar un contraataque. “Como los resultados catastróficos de los intercambios nucleares son sencillos de imaginar, los líderes de los estados se encogerán horrorizados ante la idea de iniciarlos”, argumentó el politólogo Kenneth Waltz. Esta lógica llevó a Waltz a una postura contradictoria: la proliferación nuclear podría ser buena. No se trata únicamente de que las armas nucleares impidan el uso de las mismas, sino que impiden las grandes guerras en general al hacer que los riesgos sean demasiado elevados. Cuanto mayor sea el número de países que tengan armas nucleares, según indica el argumento, será menos probable que veamos una violencia de la magnitud de las dos guerras mundiales.

De hecho, los conflictos se han hecho más pequeños desde 1945. Y aunque ha habido algunas riñas fronterizas entre países con capacidad nuclear –China y la URSS en 1969, India y Pakistán en fechas más recientes–, no ha habido guerras en todo el sentido de la palabra. La bomba le “dio paz a Europa”, argumentó el físico nuclear Abdul Qadeer Khan. Khan dirigió el programa nuclear de Pakistán a partir de la década de 1970 y posteriormente transfirió tecnologías nucleares a Irán, Corea del Norte y Libia en las décadas de 1980 y 1990. Su papel activo en la proliferación horrorizó a muchas personas, sin embargo, Khan consideraba que la adquisición de armas nucleares por parte de Pakistán (probó su primera bomba en 1998) lo había salvado “de muchas guerras”. De acuerdo con este sombrío razonamiento, podríamos celebrar el hecho de que casi la mitad de la humanidad viva actualmente en países que tienen armas nucleares (y lamentar la decisión de Ucrania en la década de 1990 de destruir sus misiles nucleares).

Aun así, un aspecto central de la teoría de la disuasión de Waltz era que los “resultados catastróficos” de la guerra nuclear eran “sencillos de imaginar”. Para Waltz, que sirvió en Japón inmediatamente después de la segunda guerra mundial, no era necesaria la imaginación. Otros necesitaban ayuda. Por eso, el artículo de John Hersey sobre Hiroshima y las giras de conferencias de Kiyoshi Tanimoto fueron tan importantes: hicieron que la guerra nuclear dejara de ser un concepto abstracto y se convirtiera en una realidad.

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Un simulacro de supervivencia nuclear ‘duck and cover’ (agáchate y cúbrete) en una escuela de Nueva York en 1962. Foto: GraphicaArtis/Getty Images

Fue una realidad con la que vivieron muchas personas a diario. Actualmente, decirles a los estudiantes que se escondan debajo de sus pupitres en caso de que caiga una bomba de hidrógeno parece singularmente desquiciado (aunque, en realidad, es un buen consejo). Pero además de cualquier trauma que hayan provocado, los simulacros de preparación como ese crearon una conciencia nuclear ampliamente compartida. La gente habitualmente se imaginaba a sí misma en la posición de los supervivientes de Hiroshima. Y si necesitaban ayuda, películas como On the Beach (1959, Estados Unidos), The Day the Earth Caught Fire (1961, Reino Unido), The Last War (1961, Japón) y The Day After (1983, Estados Unidos, pero transmitida a nivel mundial) dramatizaban vívidamente cómo se desarrollaría una guerra nuclear.

“¿Es posible nunca pensar en las armas nucleares?”, se preguntó el novelista Martin Amis en la década de 1980. “El hombre con la pistola amartillada en su boca puede presumir que nunca piensa en la pistola amartillada. Pero la saborea, todo el tiempo”. En la misma década, el psiquiatra Robert Lifton evaluó la “cuota psíquica” que había cobrado ese terror nuclear. Hiroshima y Nagasaki no solo fueron acontecimientos históricos, argumentó, sino psicológicos, con consecuencias que se propagan. Vivir con la amenaza de la aniquilación cuestionó “todas las relaciones”. ¿Cómo podían los niños confiar en que sus padres los mantendrían a salvo o en que las iglesias proporcionarían continuidad espiritual en un mundo así? Lifton atribuyó el aumento del divorcio, el fundamentalismo y el extremismo a la “radical falta de futuro” que engendró la bomba.

Tal vez uno podría descartar los refugios nucleares como si fueran un teatro y las películas como si fueran ficción. Pero también estaban los ensayos de bombas, grandes eructos de radiactividad que anticipaban los peligros de otro mundo de las armas nucleares. Para el año 1980, se habían llevado a cabo 528 ensayos atmosféricos, levantando nubes de hongos en todas partes, desde el atolón del Pacífico de Kiritimati hasta el desierto de China. Un estudio de 1961, ampliamente difundido, sobre 61 mil dientes de leche recolectados en San Luis, demostró que los niños que nacieron después de los primeros ensayos de las bombas de hidrógeno tenían niveles notablemente más altos del cancerígeno estroncio-90, un subproducto de los ensayos, a pesar de que se encontraban a unos mil 500 km de distancia del lugar más cercano de los ensayos.

Como era de esperar, los ensayos nucleares avivaron la resistencia. En 1954, una detonación estadounidense en el atolón Bikini, en el Pacífico, se salió de control, irradiando el atolón habitado de Rongelap y un desafortunado barco pesquero de atún japonés. Cuando la tripulación enferma del barco regresó a Japón, estalló el caos. Las peticiones en las que se describía a Japón como “tres veces víctima de las bombas nucleares” y en las que se pedía su prohibición recopilaron decenas de millones de firmas. Ishiro Honda, un director de cine que vio los daños de Hiroshima de primera mano, hizo una película muy popular sobre un monstruo, Gojira, que despertaba a causa de los ensayos nucleares. Gojira, que emite “altos niveles de radiación de la bomba H”, ataca a un barco pesquero y después sopla fuego contra una ciudad japonesa.

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Godzilla, 1954. Foto: Allstar

Gojira –o Godzilla, como se le conoce en inglés– no fue el único que despertó gracias al ensayo en Bikini de 1954. El ensayo volvió a poner a Hiroshima en el foco de atención y elevó el perfil de sus supervivientes. En 1955, Kiyoshi Tanimoto llevó a 25 mujeres, las “Doncellas de Hiroshima”, a Estados Unidos para que les realizaran una cirugía reconstructiva. Apareció ante 15 millones de espectadores en el programa de televisión This Is Your Life y relató su calvario del día en que Hiroshima fue atacada. (En un momento angustioso, le hicieron estrechar la mano de un invitado sorpresa, un Robert A Lewis borracho, uno de los dos pilotos que la habían bombardeado).

A medida que el movimiento antinuclear se extendía, “Hiroshima” se convirtió ya no en un acontecimiento desafortunado del pasado de Japón, sino en un hecho semi-sagrado de la historia mundial, que debía ser conmemorado por las personas moralmente serias sin importar su nacionalidad.

Tanimoto promovió el “Día de Hiroshima” y a principios de la década de 1960 se produjeron protestas y actos conmemorativos en ese día en todo el mundo. Solo en Dinamarca se llevaron a cabo manifestaciones en 45 ciudades en 1963.

Para ese entonces, Hiroshima ocupaba en la memoria pública un lugar similar al de Auschwitz, el otro avatar de lo innombrable. El parecido era profundo. Ambos términos identificaban acontecimientos específicos en el marco de la violencia más generalizada de la segunda guerra mundial –destacando a los judíos de entre las víctimas de Hitler, y a las víctimas de la bomba atómica de entre los muchos japoneses que fueron bombardeados– y los marcaban como moralmente distintivos. Tanto Hiroshima como Auschwitz fueron el escenario de “holocaustos” (de hecho, los primeros escritores utilizaban con mayor frecuencia ese término para describir la guerra atómica que el genocidio europeo). Y tanto Hiroshima como Auschwitz propiciaron un nuevo tipo de personaje: el “superviviente”, un individuo santificado que fue testigo de un horror históricamente único. Lo que Elie Wiesel hizo para elevar la talla de los supervivientes europeos, Tanimoto lo hizo para los japoneses. En sus manos, Hiroshima y Auschwitz compartieron un mensaje: nunca olvidar, nunca repetir.

No obstante, la analogía es imperfecta. El Holocausto europeo fue obra de muchas manos. Los asesinatos masivos, ordenados desde instancias superiores, tuvieron que ser llevados a cabo por innumerables y voluntarios verdugos, que arrancaron a las víctimas de sus hogares, las metieron en trenes, las mantuvieron en campos, las fusilaron, las asfixiaron con gas y se deshicieron de sus cadáveres. En cambio, el aparato nuclear, una vez instalado, podía ser activado por un grupo de hombres en pocos minutos.

Esto también significó, el mundo no tardó en darse cuenta, que se podría producir otro caso como el de Hiroshima por accidente. El asesinato de los judíos de Europa fue muchas cosas, pero no fue algo involuntario. En los enfrentamientos nucleares, un accidente aéreo, un mal funcionamiento del sistema o una amenaza mal calibrada podían desencadenar de forma factible la aniquilación.

Los enfrentamientos nucleares son peligrosos por su propio diseño. Así como en el juego de la gallina, el objetivo consiste en iniciar un curso de colisión y asustar al oponente para que se desvíe primero. “Llenen la copa nuclear hasta el borde”, aconsejó el primer ministro soviético Nikita Khrushchev a sus colegas, “pero no viertan la última gota”.

Este tipo de política arriesgada requiere que los líderes repriman sus dudas, y posiblemente incluso que se convenzan a sí mismos de que están dispuestos a ver cómo se derrama el vaso. Tal vez algunos lo estén. “Toda la idea consiste en matar a los bastardos”, dijo el general estadounidense Thomas Power, cuando se le presentó en 1960 un plan nuclear diseñado para minimizar las bajas. “Miren. Al final de la guerra, si hay dos estadounidenses y un ruso, nosotros ganamos”. Este es el hombre que dirigió el Comando Aéreo Estratégico de Estados Unidos –responsable de sus bombas y misiles nucleares– durante la crisis de los misiles de Cuba.

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Un cartel de defensa de ‘duck and cover’ (agáchate y cúbrete), 1950. Foto: Corbis/Getty Images


Los generales como Power, a quienes se les encomendó la tarea de ganar guerras, presionaron con frecuencia a favor de los ataques preventivos. Sin embargo, afortunadamente fueron rechazados. La disuasión sin duda es una de las razones, pero la memoria también desempeñó un papel importante. En momentos clave, los responsables de la toma de decisiones imaginaron vívidamente lo que ocurriría en caso de que dispararan sus armas. Sabían cómo serían las consecuencias nucleares.

Incluso Truman, que inicialmente consideró el bombardeo de Hiroshima como “lo más grande de la historia”, encontró motivos para contenerse. Cuando las fuerzas de la ONU quedaron estancadas en la guerra de Corea, su comandante Douglas MacArthur solicitó “capacidad atómica”, explicando posteriormente que quería lanzar “entre 30 y 50 bombas atómicas”. Aunque Truman preparó las armas nucleares, despidió a MacArthur y declinó utilizarlas

¿Por qué? En retrospectiva, Truman se quejó de sus generales de campo “de mentalidad local”, que no podían entender lo que habría significado el uso de las armas nucleares. Habría significado una guerra intensificada que destruiría ciudades donde había millones de “mujeres inocentes, niños y civiles”, pensó Truman. Truman “simplemente no podía” lanzar las bombas, escribió. Y añadió: “Sé que tenía razón”.

El sucesor de Truman, Dwight Eisenhower, opinaba lo mismo. Construyó el arsenal nuclear de su país, pero cuando sus asesores militares lo instaron a efectuar un ataque preventivo contra la Unión Soviética, él se negó. Él había visto la guerra, y podía imaginar con facilidad un conflicto nuclear. Significaría, les dijo, una “gran zona desde Elba hasta Vladivostok y a través del sudeste asiático destrozada y destruida sin gobierno, sin sus medios de comunicación, solo una zona de hambruna y desastre”. Tampoco pudo hacerlo.

Esta familiaridad con los horrores de la guerra resultó ser imprescindible en la crisis de los misiles de Cuba. La colocación de misiles nucleares por parte de Estados Unidos en Turquía, seguida de la colocación de los mismos por parte de la Unión Soviética en Cuba, hizo que las dos potencias estuvieran aterradoramente cerca de la guerra. No obstante, tras una serie de amenazas cada vez más serias, el homólogo soviético de Kennedy, Jruschov, cambió el tono con un llamado frenético y personal. “He participado en dos guerras y sé que la guerra termina cuando ha recorrido ciudades y pueblos, sembrando por todas partes muerte y destrucción”, escribió. Kennedy, como compañero “militar” que también había visto el combate (Khrushchev lo mencionó en dos ocasiones), “entendería perfectamente qué fuerzas terribles” se podrían desencadenar.

Kennedy sí lo entendió, y se apartó de lo que llamó el “fracaso final”. Sin embargo, incluso cuando Kennedy y Khrushchev disminuían su peligrosa confrontación, se estaba desarrollando una “mucho más peligrosa” en el mar, según argumentó el difunto historiador Martin Sherwin. Su decisión sugiere cuán importante ha sido el conocimiento adquirido de la experiencia para mantener a raya el desastre.

La situación implicaba a un submarino soviético que se dirigía a Cuba y que transportaba un misil nuclear tan potente como el que arrasó con Hiroshima. El submarino, que llevaba días sin contacto por radio, se perdió toda la precipitada diplomacia entre Kennedy y Khrushchev. Y así, cuando el capitán del submarino se encontró debajo de un buque de guerra estadounidense, se negó a salir a la superficie cuando se lo indicaron. En cambio, permaneció sumergido mientras los marineros estadounidenses se volvían más agresivos en sus indicaciones. Uno de los capitanes intentó la táctica no autorizada y temeraria de lanzar granadas sobre el submarino.

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Un folleto distribuido en el Reino Unido en mayo de 1980, en el que se daban consejos sobre cómo sobrevivir a un ataque nuclear. Foto: PA

Las explosiones fueron aterradoras, y el capitán soviético asumió comprensiblemente que la guerra había comenzado. Ordenó preparar el torpedo. “¡Los haremos estallar ahora! Moriremos, pero los hundiremos a todos, no nos convertiremos en la vergüenza de la flota”, recordó que gritó el oficial de radio del barco. Disparar la primera arma nuclear desde Nagasaki contra la armada estadounidense cerca de Cuba, en el momento crítico de la crisis de los misiles, habría desencadenado casi con toda seguridad un contraataque nuclear. “Este no solo fue el momento más peligroso de la guerra fría”, consideró el asesor de Kennedy e historiador Arthur Schlesinger Jr, “fue el momento más peligroso de la historia de la humanidad”.

El desastre fue evitado por un oficial soviético, Vasily Arkhipov, que por casualidad fue asignado para viajar con el submarino. Quince meses antes, sirvió a bordo de un submarino de propulsión nuclear cuyo sistema de refrigeración del reactor se dañó, exponiendo a la tripulación a la radiación y matando a 22 de sus 138 compañeros de tripulación. “Había visto con sus propios ojos lo que la radiación le hacía a la gente”, le dijo su esposa a un historiador. “Esta tragedia fue la razón por la que él diría no a la guerra nuclear”. Ahora que se enfrentaba a la probabilidad de una guerra en el Caribe, Arkhipov convenció al enfurecido capitán.

Se trató de algo muy afortunado: el submarino que estaba a punto de iniciar una guerra nuclear llevaba a bordo a uno de los pocos individuos del planeta con experiencia reciente en desastres nucleares. La capacidad de recordar e imaginar con claridad las consecuencias de la guerra nuclear fue, una vez más, esencial para evitarla.

En 1985, John Hersey regresó a Hiroshima para el 40º aniversario del bombardeo. Fue para conmemorar el pasado, pero descubrió que estaba desapareciendo. Los supervivientes, en promedio, ahora tenían 62 años. Dos de las seis personas que perfiló en su artículo habían fallecido. Kiyoshi Tanimoto todavía estaba vivo, pero tenía más de 70 años y estaba jubilado. “Su memoria, como la del mundo, se estaba volviendo irregular”, escribió Hersey.

Para ese entonces, habían cesado los ensayos nucleares en la superficie (el logro de décadas de activismo antinuclear y tratados). Las películas apocalípticas continuaron, pero con mayor frecuencia protagonizadas por zombis, extraterrestres, máquinas inteligentes, enfermedades o el cambio climático que por la catástrofe nuclear. La repercusión de Hiroshima, que en su momento igualó a la de Auschwitz, se estaba apagando. En la actualidad, el conocimiento del Holocausto permanece vivo en más de 100 museos y monumentos conmemorativos, incluso en países tan inesperados como Cuba, Indonesia y Taiwán. No obstante, fuera de Japón no existe una industria de la memoria comparable que recuerde la guerra nuclear.

El resultado es una profunda división generacional, evidente en casi todas las familias de un país con capacidad nuclear. Mi padre, que nació un mes después del bombardeo de Hiroshima, recuerda haber ido a un concierto durante la crisis de los misiles cubanos “preguntándose si sobreviviría hasta el final”. Mi madre tenía constantes pesadillas sobre la guerra nuclear. Por el contrario, yo nací el año en que dejaron de realizarse los ensayos atmosféricos, y esos pensamientos nunca cruzaron mi mente. El alcance de mi conciencia nuclear fueron las horas que pasé jugando un videojuego llamado Duke Nukem. Ese juego debutó en 1991, el año en que terminó la guerra fría y Mijaíl Gorbachov declaró que “el riesgo de una guerra nuclear mundial prácticamente ha desaparecido”.

Deberíamos sentirnos aliviados, sin embargo, la disipación del temor ha hecho que muchas personas no tomen con seriedad la guerra nuclear. “Escucho que la gente habla de las armas nucleares”, me dijo hace poco el experto en control de armas Jeffrey Lewis, “y es algo tan alejado de la realidad”. Se han convertido en “metáforas muertas”, opina Lewis, que carecen del carácter concreto necesario para perturbar nuestros pensamientos o limitar nuestros comportamientos.

Con las amenazas nucleares lejos del pensamiento, los electores parecen ser más tolerantes con los políticos imprudentes. Donald Trump, por ejemplo, ha pronunciado inaceptables amenazas, ha elogiado su propia “imprevisibilidad” en materia nuclear y ha sugerido el uso de bombas nucleares contra los huracanes (“podías escuchar el pedo de un mosquito en esa reunión”, dijo una fuente a Axios). No obstante, en la enérgica discusión sobre los riesgos de que Trump se postule para la presidencia en 2024 y gane, las cuestiones nucleares están lejos de ser centrales.

Tampoco se trata únicamente de Trump. Los nueve países con capacidad nuclear han tenido una impresionante serie de infractores de normas entre sus últimos líderes, entre ellos Trump, Vladimir Putin, Narendra Modi, Kim Jong-un y Benjamin Netanyahu. Con hombres tan erráticos hablando a lo loco y rompiendo las reglas, es factible que uno de ellos se vea provocado a romper la norma por excelencia: no iniciar una guerra nuclear.

La prudencia no parece abundar en la actualidad. Al invadir Ucrania, Rusia convirtió Chernóbil en un campo de batalla y bombardeó imprudentemente la planta nuclear más grande de Europa en la ciudad de Zaporizhzhia. El ataque contra Zaporizhzhia, como era de esperar, hizo arder parte del lugar. Fue “la primera vez en la historia” que una planta nuclear fue atacada, señaló el presidente ucraniano Volodímir Zelenski. “Si se produce una explosión, es el fin de todo”.

Sin embargo, ¿hasta qué punto los líderes se guían por esos temores? En los últimos 20 años, Estados Unidos se retiró del acuerdo nuclear de 2015 con Irán y de dos de los tres principales tratados que restringían su carrera armamentística con Rusia (el tercero no está en buenas condiciones). Mientras tanto, China ha estado desarrollando nuevas y agresivas armas. En 2019, India efectuó un bombardeo en Pakistán, la primera vez que sus aviones cruzaron la frontera militar en la región de Cachemira –conocida como Línea de Control– desde que ambos países adquirieron armas nucleares. India “dejó la política de asustarse por las amenazas de Pakistán”, declaró su primer ministro, Modi. India tiene la “madre de las bombas nucleares” y su arsenal “no está reservado para Diwali”.

Es posible que el costo de las normas destrozadas y de los tratados rotos se pague en Ucrania. Rusia invirtió considerablemente en su arsenal nuclear después de la guerra fría; ahora tiene el más grande del mundo. Cuanto peor resulte la guerra en Ucrania, Putin podría verse más tentado a utilizar un arma nuclear táctica para mostrar su determinación. Actualmente, Rusia ha amenazado con una guerra nuclear en múltiples ocasiones y, sin embargo, los países de la OTAN aumentan su ayuda para Ucrania. La “actual generación de políticos de la OTAN”, se quejó el exasperado embajador ruso en Washington, “no toma con seriedad la amenaza nuclear”.

Tal vez no lo hacen. Hiroshima permanece fuera de su memoria colectiva. El mayor de los 30 líderes de la OTAN, Joe Biden, tenía dos años en agosto de 1945. El más joven, el primer ministro de Montenegro, Dritan Abazović, puede que ni siquiera recuerde la guerra fría, ya que tenía cinco años cuando se derrumbó la Unión Soviética

Eso es lo que hace el tiempo. Los traumas se desvanecen, afortunadamente para todos nosotros. Constituye un profundo logro –aunque seguramente favorecido por la suerte– que ninguna guerra nuclear haya refrescado nuestra memoria desde 1945. También deberíamos alegrarnos de que el temor que se cernía sobre las generaciones pasadas se haya disipado en gran medida. Esto es lo que queremos que sea la guerra nuclear: una práctica arcaica, relegada de forma segura al pasado.

No obstante, no podemos llevar la guerra nuclear a la extinción ignorándola. En cambio, debemos desarmar los arsenales, fortalecer los tratados y reforzar las normas antinucleares. En este momento, estamos haciendo lo contrario. Y lo estamos haciendo justo en el momento en que aquellos que han atestiguado con mayor eficacia los horrores de la guerra nuclear –los supervivientes– están llegando a los 90 años. Nuestra conciencia nuclear está muy atrofiada. Nos queda un mundo lleno de armas nucleares pero vacío de personas que entienden sus consecuencias.

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