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‘El puente de Londres ha caído’: el plan secreto para los días posteriores a la muerte de la reina

Es venerada en todo el mundo. Ha sobrevivido a 12 presidentes estadounidenses. Representa estabilidad y orden. Pero su reino se encuentra en estado de agitación y sus súbditos niegan que su reinado vaya a terminar. Por ello, el palacio tiene un plan.

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En los planes que existen respecto a la muerte de la reina –y existen muchas versiones, en poder del Palacio de Buckingham, el gobierno y la BBC– la mayoría prevé que morirá tras una corta enfermedad. Su familia y sus médicos estarán presentes. Cuando la reina madre falleció en la tarde del Sábado Santo, en 2002, en la residencia Real Lodge en Windsor, tuvo tiempo para llamar por teléfono a sus amigos para despedirse, y para regalar algunos de sus caballos. En estas últimas horas, el médico principal de la reina, un gastroenterólogo llamado profesor Huw Thomas, estará a cargo. Cuidará a su paciente, controlará el acceso a su cuarto y analizará qué información se debe hacer pública. El vínculo entre la soberana y los súbditos es algo extraño y casi imposible de entender. La vida de una nación se convierte en la de una persona, y entonces el vínculo se debe romper.

Habrá noticias procedentes del palacio, no muchas, pero sí las suficientes. “La reina sufre una gran postración física, acompañada de síntomas que le causan gran ansiedad”, anunció Sir James Reid, médico de la reina Victoria, dos días antes de su muerte en 1901. “La vida del rey avanza apaciblemente hacia su final”, fue el último informe emitido por el médico de Jorge V, Lord Dawson, a las 21:30 horas de la noche del 20 de enero de 1936. Poco después, Dawson le inyectó al rey 750 mg de morfina y un gramo de cocaína –suficiente para matarlo dos veces– a fin de aliviar el sufrimiento del monarca y que falleciera a tiempo para las imprentas del periódico Times, que rodaban a medianoche.

Sus ojos se cerrarán y Carlos será el rey. Sus hermanos besarán sus manos. El primer funcionario que se encargará de la noticia será Sir Christopher Geidt, el secretario privado de la reina, un exdiplomático que recibió un segundo título de caballero en 2014, entre otras cosas por planificar su sucesión.
Geidt contactará al primer ministro. La última vez que murió un monarca británico, hace 65 años, el fallecimiento de Jorge VI fue comunicado en clave, “Hyde Park Corner”, al Palacio de Buckingham, para evitar que los telefonistas se enteraran. En el caso de Isabel II, el plan para lo que suceda a continuación es conocido como “London Bridge” (puente de Londres). Se despertará al primer ministro, si no está ya despierto, y los servidores públicos dirán “London Bridge is down” (el puente de Londres ha caído) a través de líneas seguras. Desde el Centro de Respuesta Global del Ministerio de Relaciones Exteriores, ubicado en un lugar no revelado dentro de la capital, se dará a conocer la noticia a los 15 gobiernos fuera del Reino Unido en los que la reina también es la jefa de Estado, y a las otras 36 naciones de la Commonwealth para las que ha actuado como una figura simbólica –un rostro familiar en los sueños y en los dibujos desprolijos de mil millones de estudiantes– desde los inicios de la era atómica.

Durante cierto tiempo, se habrá ido sin que lo sepamos. La información viajará como la onda longitudinal que antecede a un terremoto, detectable únicamente por equipos especiales. Los gobernadores generales, los embajadores y los primeros ministros se enterarán primero. Se abrirán los armarios en busca de brazaletes negros, de ocho centímetros de ancho, que serán usados en el brazo izquierdo.

Los demás nos enteraremos con mayor rapidez que en el pasado. El 6 de febrero de 1952, Jorge VI fue encontrado por su ayudante de cámara en Sandringham a las 7:30 de la mañana. La cadena BBC no transmitió la noticia hasta las 11:15 de la mañana, casi cuatro horas después. Cuando la princesa Diana murió a las 4 de la madrugada, hora local, en el hospital Pitié-Salpêtrière en París, el 31 de agosto de 1997, los periodistas que acompañaban al exsecretario de Relaciones Exteriores, Robin Cook, en su visita a Filipinas, lo supieron en 15 minutos. Durante muchos años, se informó primero a la BBC sobre las muertes de la realeza, sin embargo, su monopolio de transmisión al imperio ya no existe. Cuando la reina muera, el anuncio llegará como noticia de última hora a la agencia de noticias Press Association y al resto de los medios de comunicación del mundo de forma simultánea. En ese mismo instante, un lacayo vestido de luto saldrá de una puerta del Palacio de Buckingham, atravesará la grava de color rosa apagado y fijará un aviso con bordes negros en las puertas. Mientras lo haga, la página web del palacio se transformará en una lúgubre página única, mostrando el mismo texto sobre un fondo oscuro.

Las pantallas brillarán. Habrá tuits. En la BBC, se activará el “sistema de transmisión de alertas por radio” (RATS), una alarma de la época de la Guerra Fría diseñada para resistir un ataque contra la infraestructura de la nación. El sistema RATS, que en ocasiones también es conocido como “royal about to snuff it” (realeza a punto de morir), constituye una parte casi mítica de la intrincada arquitectura de rituales y ensayos previstos para la muerte de grandes personalidades de la realeza que la BBC ha mantenido desde la década de 1930. La mayoría del personal solo lo ha visto funcionar en ensayos; muchos jamás lo han visto en funcionamiento. “Cada vez que hay un ruido extraño en la sala de redacción, alguien siempre pregunta: ‘¿Son los RATS?’ Porque no sabemos cómo suena”, me dijo un reportero regional.

Todas las organizaciones de noticias se apresurarán para emitir los videos y los obituarios en internet. En The Guardian, el subdirector tiene una lista de artículos preparados pegada en su pared. Se dice que The Times tiene 11 días de cobertura preparados. En Sky News e ITN, que durante años han ensayado la muerte de la reina sustituyendo su nombre por el de “señora Robinson”, llamarán a expertos de la realeza que ya firmaron contratos para hablar en exclusiva con esos canales. “Estaré sentado afuera de las puertas de la Abadía en una mesa de caballete inmensamente ampliada comentando esto a 300 millones de estadounidenses”, me contó uno de ellos.

Para las personas que se encuentren atrapadas en el tráfico, o que tengan la emisora Heart FM de fondo, solo tendrán el más sutil de los indicios, al principio, de que está ocurriendo algo. Las estaciones de radio comerciales de Gran Bretaña tienen una red de “luces de obituario” azules, que son probadas una vez a la semana y que supuestamente se encienden en caso de una catástrofe nacional. Cuando se dé a conocer la noticia, estas luces empezarán a parpadear, para indicarles a los DJ que conmuten a las noticias en los próximos minutos y que, entretanto, reproduzcan música inofensiva. Todas las estaciones, hasta las radios de los hospitales, tienen listas de música preparadas con canciones de “estado de ánimo 2” (tristes) o “estado de ánimo 1” (más tristes) a las cuales recurrir en momentos de luto repentino. “Si alguna vez escuchas Haunted Dancehall (Nursery Remix) de Sabres of Paradise durante el día en Radio 1, enciende la televisión”, escribió Chris Price, productor de radio de la cadena BBC, para el Huffington Post en 2011. “Algo terrible acaba de ocurrir”.

El hecho de tener planes preparados para la muerte de los principales miembros de la realeza es una práctica que incomoda a algunos periodistas. “Hay un reportaje que se considera mucho más importante que los demás“, se quejó conmigo un exproductor del programa Today. Durante 30 años, los equipos de noticias de la BBC fueron obligados a trabajar en las tranquilas mañanas de los domingos para realizar simulacros de noticias sobre la reina madre atragantándose con un hueso de pescado. En una ocasión hubo un escenario sobre la princesa Diana muriendo en un accidente automovilístico en la autopista M4.

Estos planes bien diseñados no siempre fueron útiles. En 2002, cuando la reina madre murió, las luces del obituario no se encendieron porque alguien no presionó el botón correctamente. En la BBC, Peter Sissons, el veterano presentador, fue criticado por vestir una corbata color guinda. Sissons fue víctima de un cambio de política de la BBC, dictado tras los atentados del 11 de septiembre, para moderar su cobertura y reducir el número de miembros de la realeza de “categoría uno” elegibles para el procedimiento completo de obituario. Las últimas palabras que escuchó Sissons antes de salir al aire fueron: “No te excedas. Es una mujer muy grande que alguna vez se tenía que ir”.

Sin embargo, no habrá improvisaciones con la reina. Los presentadores de noticias vestirán trajes negros y corbatas negras. La categoría uno fue creada para ella. Los programas se detendrán. Las cadenas se fusionarán. BBC 1, 2 y 4 serán interrumpidas y regresarán en silencio a sus respectivas identidades –una clase de ejercicio en el ayuntamiento, un cisne esperando en un estanque– antes de agruparse para las noticias. Los oyentes de Radio 4 y Radio 5 en vivo escucharán una redacción específica, “Esta es la BBC desde Londres”, que, de forma intencional o no, convocará un espíritu de emergencia nacional.

La razón principal de los ensayos consiste en tener palabras más o menos aproximadas al momento. “Con el mayor dolor realizamos el siguiente anuncio”, dijo John Snagge, el presentador de la BBC que informó al mundo sobre la muerte de Jorge VI. (La noticia fue repetida siete veces, cada 15 minutos, y después la BBC guardó silencio durante cinco horas). Según un exdirector de los noticieros de la BBC, se utilizará un conjunto de palabras muy similar en el caso de la reina. Los ensayos que se realizan sobre ella son diferentes a los de los demás miembros de la familia, explicó. Los ciudadanos se alteran y contemplan la inconcebible rareza de su ausencia. “Ella es la única monarca que la mayoría de nosotros hemos conocido”, señaló. El estandarte real aparecerá en la pantalla. Se escuchará el himno nacional. Recordarás dónde te encontrabas.

Cuando las personas piensan en una muerte real contemporánea en Gran Bretaña, piensan, inevitablemente, en Diana. El fallecimiento de la reina será monumental en comparación. Es posible que no sea tan abiertamente emotivo, pero su alcance será más amplio y sus implicaciones más dramáticas. “Será algo bastante fundamental”, como me dijo un excortesano.

Una parte del efecto procederá del peso abrumador de las cosas que están ocurriendo. La secuencia de los funerales reales modernos es más o menos familiar (el de Diana estuvo basado en “Tay Bridge”, el plan previsto para el de la reina madre). No obstante, la muerte de un monarca británico, y la adhesión de un nuevo jefe de Estado, es un ritual que está desapareciendo de nuestra memoria: tres de los últimos cuatro primeros ministros de la reina nacieron después de su llegada al trono. Cuando fallezca, las dos cámaras del parlamento serán convocadas, las personas saldrán temprano del trabajo y los pilotos de los aviones les anunciarán la noticia a sus pasajeros. Durante los nueve días siguientes (en los documentos de planificación para el puente de Londres, estos días se denominan “Día D”, “D+1”, etc.) habrá proclamaciones ceremoniales, una gira del nuevo rey por cuatro países, una programación televisiva censurada y una reunión diplomática en Londres que no se ha visto desde la muerte de Winston Churchill en 1965.

No obstante, más abrumador aún que todo esto, se producirá un enorme ajuste de cuentas psicológico en el reino que ella dejará atrás. La reina es el último vínculo vivo de Gran Bretaña con nuestra antigua grandeza –la identidad de la nación, su problemática autoestima–, que todavía está definida por nuestra victoria en la Segunda Guerra Mundial. Un destacado historiador, que como la mayoría de las personas que entrevisté para este artículo rechazó que se mencionara su nombre, destacó que la despedida de la monarca más longeva de este país será magnífica. “Oh, ella tendrá todo”, comentó. “A todos nos dijeron que el funeral de Churchill era el réquiem de Gran Bretaña como una gran potencia. Pero en realidad todo habrá terminado de verdad cuando ella se vaya”.

A diferencia de la presidencia de los Estados Unidos, por ejemplo, las monarquías permiten que amplios periodos de tiempo –un siglo, en algunos casos– queden vinculados a un individuo. Es probable que la segunda época isabelina sea recordada como un reinado de decadencia nacional ininterrumpida, e incluso, si vive lo suficiente y Escocia se separa de la unión, como uno de desintegración. La vida y la política al final de su gobierno serán irreconocibles en comparación con su grandeza e inocencia al principio. “No la culpamos de ello”, me dijo Philip Ziegler, historiador y biógrafo real. “Nosotros hemos decaído con ella, por así decirlo”.

Los videos de los obituarios nos recordarán el país diferente que ella heredó. Se reproducirá una y otra vez un fragmento: el de su 21 cumpleaños, en 1947, cuando la princesa Isabel estaba de vacaciones con sus padres en Ciudad del Cabo. Se encontraba a 9 mil 656 kilómetros de su hogar y cómodamente dentro de los límites del Imperio Británico. La princesa está sentada en una mesa con un micrófono. La sombra de un árbol juega sobre su hombro. La cámara se ajusta tres o cuatro veces mientras ella habla, y en cada ocasión, se estremece brevemente, traicionando pequeños destellos de irritación aristocrática. “Declaro ante todos ustedes que toda mi vida, sea larga o corta, estará dedicada a su servicio, y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”, expresa, articulando vocales y una concepción del mundo que han desaparecido.

No es extraño que un país sucumba a un estado de negación cuando está a punto de terminar un largo capítulo de su historia. Cuando se dio a conocer que la reina Victoria estaba muriendo, a la edad de 82 años, viuda durante la mitad de su vida, “el dolor atónito… arrasó el país”, escribió su biógrafo, Lytton Strachey. En la mente de sus súbditos, la mortalidad de la reina se había convertido en algo inimaginable; y con su fallecimiento, de repente todo estaba en riesgo, puesto en manos de un heredero de edad avanzada y en el que no se confiaba, Eduardo VII. “Tiempos turbulentos ahora están sobre nosotros”, escribió el estadounidense Henry James, quien se había mudado a Londres 30 años antes.

Los paralelismos con la inquietud que sentiremos ante la muerte de Isabel II son evidentes, aunque sin el consuelo del estatus de Gran Bretaña en 1901 como el país más próspero del mundo. “Tenemos que tener narrativas para los acontecimientos reales”, me explicó el historiador. “En el reinado victoriano, todo fue mejorando, y haciéndose cada vez más grande. Sin duda, hoy en día no podemos contar esa historia”.

El resultado es la enorme objeción a pensar siquiera –y mucho menos a hablar o escribir– en lo que sucederá cuando muera la reina. Evitamos el tema de la misma manera en que lo evitamos en nuestras propias familias. Parece una cuestión de buena educación, pero también es miedo. La información para este artículo incluyó docenas de entrevistas con locutores, funcionarios del gobierno y personal de palacio que ya no está activo, de los cuales varios trabajaron directamente para el puente de Londres. Casi todos insistieron en que se mantuviera la más absoluta confidencialidad. “Esta reunión nunca pasó”, me dijeron después de una conversación en un club para caballeros en Pall Mall. El Palacio de Buckingham, por su parte, tiene la política de no realizar comentarios sobre los arreglos funerarios de los miembros de la familia real.

Y, sin embargo, este tabú, así como muchas cosas relacionadas con la monarquía, no es totalmente racional y oculta una realidad paralela. La próxima gran ruptura en la vida nacional de Gran Bretaña fue planeada, en efecto, con precisión. Implica asuntos de gran importancia pública, la pagaremos nosotros, y definitivamente va a ocurrir. De acuerdo con la Oficina Nacional de Estadísticas, una mujer británica que cumple 91 años –como lo hará la reina en abril– tiene una esperanza de vida promedio de cuatro años y tres meses. La reina se acerca al final de su reinado en un momento de máxima inquietud sobre la posición de Gran Bretaña en el mundo, en un momento en que las tensiones políticas internas están a punto de resquebrajar su reino. Su muerte también liberará sus propias fuerzas desestabilizadoras: en la adhesión de la reina Camila; en la perspectiva de un nuevo rey que ya es un hombre mayor; y en el futuro de la Commonwealth, una invención en gran medida de su autoría. (El título de “Jefe de la Commonwealth ” de la reina no es hereditario.) El primer ministro de Australia y el líder de la oposición desean que el país se convierta en una república.

Lidiar con la forma en que se produzcan estos acontecimientos constituye el próximo gran reto de la Casa de Windsor, la última familia real europea que practica las coronaciones y que se empeña –con la complicidad de un pueblo dispuesto– en la magia de toda la empresa. Por este motivo, la planificación de la muerte de la reina y sus secuelas ceremoniales son tan extensas. La sucesión es una parte del trabajo. Es una oportunidad para afirmar el orden. La reina Victoria escribió el contenido de su ataúd en 1875. El funeral de la reina madre se ensayó durante 22 años. Louis Mountbatten, el último virrey de la India, preparó un menú de invierno y otro de verano para su funeral. El puente de Londres es el plan de salida de la reina. “Es historia”, como dijo uno de sus cortesanos. Serán 10 días de dolor y espectáculo en los que, de manera similar al deslumbrante espejo de la propia monarquía, nos deleitaremos en quiénes fuimos y evitaremos la cuestión de en qué nos hemos convertido.

La idea consiste en que nada resulte inesperado. Si la reina muere en el extranjero, un avión BAe 146 del escuadrón nº 32 de la Real Fuerza Aérea (RAF), conocido como Royal Flight, despegará de Northolt, en el extremo occidental de Londres, con un ataúd a bordo. La empresa de servicios funerarios reales, Leverton & Sons, tiene listo lo que ellos denominan un “ataúd de primera llamada” en caso de emergencias reales. Tanto Jorge V como Jorge VI fueron enterrados en ataúdes de robles cultivados en la finca de Sandringham, en Norfolk. Si la reina muere ahí, su cuerpo será trasladado a Londres en auto al cabo de uno o dos días.

Los planes más complejos son los relativos a su fallecimiento en Balmoral, donde pasa tres meses al año. Esto provocará una serie de rituales escoceses. Primero, el cuerpo de la reina descansará en su palacio más pequeño, en Holyroodhouse, ubicado en Edimburgo, donde tradicionalmente es custodiado por la Compañía Real de Arqueros, que lucen plumas de águila en sus gorros. Después, el ataúd será trasladado por la Royal Mile hasta la catedral de St. Giles, para un servicio de recepción, antes de ser subido a bordo del tren real en la estación de Waverley para un triste trayecto por la línea principal de la costa este. Se prevén multitudes en los pasos a nivel y en los andenes de las estaciones de todo el país –desde Musselburgh y Thirsk en el norte, hasta Peterborough y Hatfield en el sur– que arrojarán flores al tren que pasará. (Otra locomotora le seguirá, con el fin de limpiar los restos de las vías). “En realidad es muy complicado”, me comentó un funcionario de transportes.

El cortejo fúnebre del difunto rey Jorge VI en 1952. Foto: Popperfoto

En todos los casos, el cuerpo de la reina regresará al salón del trono del Palacio de Buckingham, que tiene vistas a la esquina noroeste del cuadrilátero, su patio interior. Habrá un altar, el ataúd, el estandarte real y cuatro guardias granaderos, con sus sombreros de piel de oso inclinados y sus rifles apuntando al piso, haciendo guardia. En los pasillos, el personal empleado por la reina desde hace más de 50 años desfilará, siguiendo procedimientos que conocen de memoria. “Tu profesionalismo se impone porque hay un trabajo que hacer”, comentó un veterano de los funerales reales. No habrá tiempo para la tristeza, ni para preocuparse por lo que ocurrirá después. Carlos incorporará a gran parte de su propio personal cuando asuma el poder. “Tengan en cuenta”, dijo el cortesano, “que todos aquellos que trabajan en palacio en realidad tienen el tiempo prestado”.

En el exterior, los equipos de noticias se reunirán en lugares previamente acordados junto a la Puerta de Canadá, al fondo de Green Park. (Un cable especial de fibra óptica pasa por debajo del Mall, para transmitir los actos del Estado británico). “Tengo delante un libro de instrucciones de unos cuantos centímetros de grosor”, explicó un director de televisión, que cubrirá las ceremonias, cuando hablamos por teléfono. “Todo lo que hay ahí está planeado. Todos saben lo que tienen que hacer”. En todo el país, se arriarán las banderas y repicarán las campanas. En 1952, se tocó la campana Great Tom en San Pablo cada minuto durante dos horas cuando se dio a conocer la noticia. Las campanas de la Abadía de Westminster sonaron y la campana de Sebastopol, sacada de la ciudad del Mar Negro durante la guerra de Crimea y tocada únicamente con motivo de la muerte de un soberano, sonó 56 veces en Windsor –una por cada año de vida de Jorge VI– desde las 13:27 hasta las 14:22 horas.

El 18º duque de Norfolk, el conde mariscal, estará a cargo. Los Norfolks han supervisado los funerales reales desde 1672. Durante el siglo XX, siempre se destinaron a su uso varias oficinas en el Palacio de St. James. En la mañana de la muerte de Jorge VI, en 1952, estas se encontraban en proceso de remodelación. A las cinco de la tarde, ya se habían desmontado los andamios y las habitaciones estaban alfombradas, amuebladas y equipadas con teléfonos, luces y calefacción. Durante el puente de Londres, el despacho del Lord Chamberlain en el palacio será el centro de operaciones. La versión actual del plan es, en gran medida, obra del teniente coronel Anthony Mather, un ex mozo de cuadra que se jubiló del palacio en 2014. En 1965, cuando era un miembro de la Guardia Real con 23 años de edad, Mather encabezó los portadores del ataúd en el funeral de Churchill. (No quiso hablar conmigo). El equipo del gobierno –que coordina a la policía, la seguridad, el transporte y las fuerzas armadas– se reunirá en el

Departamento de Cultura, Medios de Comunicación y Deporte. Una persona se encargará de imprimir alrededor de 10 mil entradas para los invitados, de las cuales las primeras serán necesarias para la proclamación del rey Carlos en un lapso aproximado de 24 horas.

Todos los presentes en las conferencias telefónicas y en la mesa se conocerán entre sí. Para un reducido estrato de la aristocracia y la administración pública británica, el arte de planear grandes funerales –la solemnidad, los excesivos detalles– constituye una expresión de cierta competencia nacional. Treinta y una personas se reunieron en la primera reunión destinada a organizar el funeral de Churchill, la “Operation Hope Not “, en junio de 1959, seis años antes de su muerte. Las personas que trabajaron en el puente de Londres (y en el Tay Bridge y en el Forth Bridge, en el funeral del duque de Edimburgo) habrán mantenido correspondencia durante años en un lenguaje de eufemismo burocrático, sobre “una posible ceremonia futura”; “un problema futuro”; “algún acontecimiento inevitable, cuya fecha, sin embargo, es bastante incierta”.

Los primeros planes relativos al puente de Londres se remontan a los años sesenta, antes de ser perfeccionados minuciosamente a principios de siglo. Desde entonces, se han organizado reuniones dos o tres veces al año entre los diferentes actores implicados (una docena de departamentos gubernamentales, la policía, el ejército, los organismos de radiodifusión y los Parques Reales) en Church House, Westminster, el Palacio o cualquier otro lugar en Whitehall. Los participantes me los describieron como sumamente civiles y metódicos. “Todo el mundo espera que volvamos a hacer esto de forma perfecta”, comentó uno, “y lo haremos”. Los planes se actualizan y se destruyen las versiones anteriores. Se comparten conocimientos arcanos y muy específicos. Se necesitan 28 minutos de marcha lenta desde las puertas de St. James’s hasta la entrada de Westminster Hall. El ataúd debe tener una tapa falsa, para contener las joyas de la corona, con un borde de al menos tres pulgadas de altura.

En teoría, todo está establecido. Pero durante las horas posteriores al fallecimiento de la reina, habrá detalles que solo el príncipe Carlos puede decidir. “Todo tiene que estar firmado por el duque de Norfolk y el rey”, me explicó un funcionario. El príncipe de Gales ha esperado más tiempo para asumir el trono británico que cualquier otro heredero, y el mundo ahora girará en torno a él a una nueva e infranqueable distancia. “Durante poco tiempo”, escribió Eduardo VIII, sobre los días entre la muerte y el funeral de su padre, “tuve la incómoda sensación de quedarme solo en un inmenso escenario”. En los últimos años, gran parte del trabajo relacionado con el puente de Londres se ha centrado en la precisa puesta en escena de la adhesión de Carlos. “En realidad están ocurriendo dos situaciones”, como me dijo uno de sus asesores. “Está el fallecimiento de una soberana y después está el nacimiento de un rey”. Se prevé que Carlos pronuncie su primer discurso como jefe de Estado en la noche del fallecimiento de su madre.
Los telefonistas –del Palacio, Downing Street, el Ministerio de Cultura, Medios de Comunicación y Deporte– se verán desbordados por las llamadas que recibirán durante las primeras 48 horas. Ha pasado tanto tiempo desde la muerte de un monarca que muchos organismos nacionales no sabrán qué hacer. La recomendación oficial, al igual que la última vez, será que las actividades continúen con normalidad. Esto no ocurrirá necesariamente. Si la reina muere durante la Royal Ascot, se cancelará el evento. Se comenta que el Marylebone Cricket Club cuenta con un seguro para un caso similar si fallece durante un partido internacional en casa, en Lord’s. Después de la muerte de Jorge VI en 1952, se suspendieron los partidos de rugby y hockey, mientras que se jugaron los de futbol. Los aficionados cantaron “Abide With Me” y el himno nacional antes del inicio del partido. El National Theatre cerrará si la noticia surge antes de las 4 de la tarde, y permanecerá abierto en caso contrario. Se prohibirán todos los juegos, incluido el golf, en los Parques Reales.

En 2014, la National Association of Civic Officers (Asociación Nacional de Funcionarios Municipales) difundió protocolos que las autoridades locales deben seguir en caso de “muerte de una figura nacional de alto nivel”. Aconsejó acopiar libros de condolencias –de hojas sueltas, para que se puedan eliminar los mensajes inapropiados– para colocarlos en ayuntamientos, bibliotecas y museos el día siguiente a la muerte de la reina. Los alcaldes disimularán sus condecoraciones (se cubrirán las mazas con bolsas negras).

En las ciudades provinciales, se instalarán grandes pantallas para que las multitudes puedan seguir los acontecimientos que se desarrollen en Londres, y las banderas de todos los tipos posibles, incluyendo las de la playa (pero no las rojas que indican peligro), ondearán a media asta. Es preciso que el país sepa lo que está haciendo. La última serie de instrucciones dadas a las embajadas en Londres fue enviada justo antes de Navidad. Uno de los mayores dolores de cabeza será para el Ministerio de Relaciones Exteriores, ya que tendrá que lidiar con todos los dignatarios que lleguen de todos los rincones del mundo. En Papúa Nueva Guinea, donde la reina es la jefa de Estado, se le conoce como “Mama belong big family” (Mamá pertenece a la gran familia). Las familias reales europeas serán alojadas en el palacio; el resto se hospedará en el hotel Claridge’s.

El parlamento se reunirá. Si es posible, ambas cámaras se reunirán a las pocas horas del fallecimiento de la monarca. En 1952, la Cámara de los Comunes se reunió durante dos minutos antes del mediodía. “En este momento no podemos hacer más que dejar constancia de una expresión espontánea de nuestra pena”, dijo Churchill, quien era primer ministro. La cámara se reunió nuevamente en la tarde, cuando los miembros del parlamento comenzaron a prestar el juramento de lealtad al nuevo soberano. Llovieron mensajes de parlamentos y presidentes. La Cámara de Representantes de Estados Unidos levantó la sesión. Etiopía anunció dos semanas de luto. En la Cámara de los Lores, los dos tronos serán sustituidos por una sola silla y un cojín que llevará la silueta dorada de una corona.

El día D+1, el día posterior a la muerte de la reina, se volverán a izar las banderas y, a las 11 de la mañana, Carlos será proclamado rey. El Consejo de Adhesión, que se reúne en el Salón de Entrada del Palacio de St. James, cubierto con una alfombra roja, precede desde hace tiempo al parlamento. La reunión, de los “Lores Espirituales y Temporales de este Reino”, deriva del Witan, la asamblea feudal anglosajona de hace más de mil años. En teoría, todos los 670 miembros actuales del consejo privado, desde Jeremy Corbyn hasta Ezequiel Alebua, exprimer ministro de las Islas Salomón, están invitados, no obstante, solo hay lugar para aproximadamente 150. En 1952, la reina fue una de las dos mujeres presentes en su proclamación.

El secretario, un alto servidor público llamado Richard Tilbrook, leerá en voz alta el texto formal: “Considerando que ha complacido a Dios Todopoderoso llamar a su misericordia a nuestra difunta soberana la reina Isabel II de bendita y gloriosa memoria…” y Carlos cumplirá con los primeros deberes oficiales de su reinado, al jurar proteger a la iglesia en Escocia, y al hablar sobre la pesada carga que ahora le corresponde.

Al amanecer, se habrá retirado el ventanal central que da a Friary Court, en la fachada oriental del palacio, y se habrá cubierto el techo exterior con fieltro rojo. Después de las palabras de Carlos, los trompetistas de los Life Guards, ataviados con penachos rojos en sus cascos, saldrán al exterior, darán tres toques y el rey de armas de la jarretera, un genealogista llamado Thomas Woodcock, se asomará al balcón y dará inicio a las proclamaciones rituales del rey Carlos III. “Yo haré la primera”, comentó Woodcock, cuyo salario oficial de 49.07 libras no ha aumentado desde la década de 1830. En 1952, cuatro cámaras de noticieros grabaron el momento. En esta ocasión habrá una audiencia de miles de millones de personas. Las personas buscarán presagios –en el clima, en los pájaros que sobrevuelen– sobre el reinado de Carlos. En la coronación de Isabel, todos estaban convencidos de que la nueva reina era demasiado tranquila. La banda de los Coldstream Guards tocará el himno nacional con tambores que estarán cubiertos de tela negra.

Las proclamaciones no habrán hecho más que empezar. Desde St. James, el rey de armas de la jarretera y media docena de otros heraldos, que parecerán extras de una costosa producción de Shakespeare, partirán en carruaje hacia la estatua de Carlos I, al pie de la Plaza de Trafalgar, que marca el punto central oficial de Londres, y volverán a leer la noticia. Se disparará una salva de 41 cañonazos –casi siete minutos de artillería– desde Hyde Park. “No hay ninguna concesión a la modernidad en este acto”, me dijo un exfuncionario del palacio. Habrá bicornios y caballos por todas partes”. Una de las preocupaciones de los medios de comunicación es el aspecto que tendrán las multitudes que intenten grabar estos momentos de la historia. “Todo el mundo estará haciendo esto”, dijo un ejecutivo de noticias, sosteniendo su teléfono delante de su cara.

En el antiguo límite de la ciudad de Londres, a las afueras de los Reales Tribunales de Justicia, un cordón rojo cruzará la calle. El mariscal de la City, un exsuperintendente jefe de la policía llamado Philip Jordan, aguardará montado en un caballo. Los heraldos serán formalmente admitidos en la City, y habrá más trompetas y más anuncios: en el Royal Exchange, y después en una reacción en cadena por todo el país. Hace sesenta y cinco años, hubo multitudes de 10 mil personas en Birmingham; 5 mil en Manchester; 15 mil en Edimburgo. Los altos alguaciles se colocaron en las escalinatas de los ayuntamientos y anunciaron al nuevo soberano según la tradición local. En York, el alcalde brindó por la reina con una copa hecha de oro macizo.

Se llevarán a cabo los mismos rituales, pero esta vez el nuevo rey también saldrá a encontrarse con su pueblo. Desde su proclamación en St. James, Carlos inmediatamente recorrerá el país, visitando Edimburgo, Belfast y Cardiff para asistir a los servicios en memoria de su madre y reunirse con los líderes de los gobiernos descentralizados. También se ofrecerán recepciones cívicas, para profesores, médicos y otras personas comunes, que pretenden reflejar el espíritu renovado de su reinado. “Desde el primer día, se tratará de que el pueblo, y no solo los dirigentes, formen parte de esta nueva monarquía”, señaló uno de sus asesores, quien describió los planes de la trayectoria de Carlos como: “Mucho de no estar en un auto, sino de realmente caminar”. En la capital, la ostentación del fallecimiento y la sucesión real será arcaica y desconcertante. Sin embargo, desde otra ciudad, cada día habrá imágenes del nuevo rey de luto junto a sus súbditos, asumiendo su papel todopoderoso y solitario en el imaginario público. “Se trata de ver y ser visto”, dijo el asesor.

Durante mucho tiempo, el arte del espectáculo real estaba destinado a otros pueblos más débiles: los italianos, los rusos y los Habsburgo. Los actos ritualistas británicos eran un desastre. En el funeral de la princesa Charlotte, en 1817, los enterradores estuvieron borrachos. Diez años después, en la Capilla de San Jorge hizo tanto frío durante el entierro del duque de York que George Canning, el secretario de Relaciones Exteriores, contrajo fiebre reumática y el obispo de Londres murió. “Nunca vimos un grupo de personas tan variado, tan grosero y tan mal gestionado”, informó el periódico Times sobre el funeral de Jorge IV, en 1830. La coronación de Victoria, pocos años después, no fue nada extraordinario. El clero se perdió en las palabras; los cantos fueron horribles; y los joyeros reales fabricaron el anillo de la coronación para el dedo equivocado. “Algunas naciones tienen un don para lo ceremonial”, escribió el marqués de Salisbury en 1860. “En Inglaterra el caso es exactamente lo contrario”.

Lo que consideramos como los antiguos rituales de la monarquía fueron creados principalmente a finales del siglo XIX, hacia el final del reinado de Victoria. A los cortesanos, los políticos y los teóricos constitucionales, como Walter Bagehot, les preocupaba la lúgubre imagen de la emperatriz de la India recorriendo Windsor en su carro tirado por un burro. Si la corona iba a renunciar a su autoridad ejecutiva, tendría que inspirar lealtad y temor a través de otros medios, y el teatro era parte de la respuesta. “Cuanto más democráticos seamos”, escribió Bagehot en 1867, “más nos gustará el Estado y el espectáculo”.

Obsesionada con la muerte, Victoria planeó su propio funeral con bastante estilo. No obstante, fue su hijo, Eduardo VII, el principal responsable de revivir la exhibición real. Un cortesano elogió su “curioso poder para visualizar un espectáculo”. Convirtió la apertura del parlamento y los ejercicios militares, como el desfile del estandarte, en ocasiones de vestimenta elegante, y en su propio fallecimiento, resucitó el ritual medieval de la capilla ardiente. Cientos de miles de súbditos desfilaron ante su ataúd en Westminster Hall en 1910, otorgando una nueva sensación de intimidad al cuerpo del soberano. En 1932, Jorge V se convirtió en una figura paterna nacional y pronunció el primer discurso real de Navidad dirigido a la nación –una tradición que se mantiene en la actualidad– en un discurso transmitido por radio y escrito para él por Rudyard Kipling.

El caos y la lejanía de la monarquía del siglo XIX fueron sustituidos por una familia idealizada y una ostentación histórica inventada en el siglo XX. En 1909, el káiser Guillermo II presumía sobre la calidad de los desfiles marciales alemanes: “Los ingleses no nos pueden superar en este tipo de cosas”. Ahora todos sabemos que nadie lo hace como los británicos.

La reina, según se dice, una persona práctica y poco sentimental, entiende el poder teatral de la corona. “Tienen que verme para que me crean”, se dice que es uno de sus lemas. Y no existe ninguna razón para dudar de que sus ritos funerarios evocarán una avalancha de sentimientos colectivos. “Creo que se producirá una enorme y genuina efusión de profunda emoción”, comentó Andrew Roberts, el historiador. Todo girará en torno a ella, y realmente girará en torno a nosotros. Habrá un impulso de salir a la calle, de verlo con nuestros propios ojos, de formar parte de una multitud. El efecto acumulativo será conservador. “Sospecho que la muerte de la reina intensificará los sentimientos patrióticos”, me comentó un pensador constitucional, “y por lo tanto encajará con el estado de ánimo relacionado con el Brexit, si lo prefieres, e intensificará el sentimiento de que no hay nada que se pueda aprender de los extranjeros”.

La avalancha de sentimientos contribuirá a sofocar los incómodos hechos de la sucesión. La rehabilitación de Camila como duquesa de Cornualles fue un éxito discreto para la monarquía, no obstante, su adhesión como reina pondrá a prueba hasta dónde se ha llegado. Desde que se casó con Carlos en 2005, Camila ha sido conocida oficialmente como princesa consorte, una denominación que no tiene ningún significado histórico ni legal. (“Es una tontería”, me dijo un excortesano, que lo describió como “una compensación para Diana”). La ficción terminará cuando muera Isabel II. Según el derecho consuetudinario, Camila se convertirá en reina, el título que siempre se les ha otorgado a las esposas de los reyes. No hay otra alternativa. “Es reina se llame como se llame”, como señaló un experto. “Si se le llama princesa consorte existe la implicación de que no está a la altura. Es un problema”. Hay planes para aclarar esta situación antes de que la reina muera, aunque actualmente se espera que el rey Carlos presente a la reina Camila en su Consejo de Adhesión el día D+1. (Camila fue invitada a formar parte del consejo privado el pasado mes de junio, por lo que estará presente). La confirmación de su título formará parte de las primeras y turbulentas 24 horas.

Una multitud observa cómo los oficiales de la marina tiran del afuste que lleva el ataúd de Sir Winston Churchill a la catedral de San Pablo. Foto: PA

La Commonwealth es el otro punto. En 1952, en la última sucesión, solo había ocho miembros de la nueva entidad que tomaba forma en el contorno del Imperio Británico. La reina era la jefa de Estado en siete de ellos, y fue proclamada jefa de la Commonwealth para dar cabida al solitario estatus de la India como república. Sesenta y cinco años después, hay 36 repúblicas en la organización, a la cual la reina ha asistido diligentemente a lo largo de su reinado, y que ahora comprende un tercio de la población mundial. El problema radica en que el cargo no es hereditario, y no existe ningún procedimiento para elegir al siguiente. “Es una zona completamente ambigua”, dijo Philip Murphy, director del Institute of Commonwealth Studies de la Universidad de Londres.

Desde hace varios años, el palacio ha intentado discretamente asegurar la sucesión de Carlos al frente del bloque, a falta de cualquier otra opción evidente. El pasado mes de octubre, Julia Gillard, exprimera ministra de Australia, reveló que Christopher Geidt, el secretario privado de la reina, la visitó en febrero de 2013 para pedirle que apoyara esta idea. Posteriormente, Canadá y Nueva Zelanda se alinearon, pero es poco probable que se incluya el título en la proclamación del rey Carlos. En su lugar, formará parte del discreto grupo de presión internacional que se producirá cuando Londres se llene de diplomáticos y presidentes en los días posteriores a la muerte de la reina. Se ofrecerán recepciones serias y concurridas en el palacio. “No se trata de entretener. Pero es necesario mostrar alguna forma de respeto por el hecho de que hayan venido”, comentó un cortesano. “Tal banquete y combinación, con mi padre aún sin enterrar, me pareció impropio y despiadado”, escribió Eduardo VIII en sus memorias. El espectáculo debe seguir. Los negocios se mezclarán con el dolor.

Habrá miles de preparativos finales en los nueve días previos al funeral. Los soldados recorrerán las rutas de la procesión. Se ensayarán las oraciones. En el día D+1, el Westminster Hall permanecerá cerrado, se limpiará y su piso de piedra quedará cubierto con mil 500 metros de alfombra. Las velas, con sus mechas ya quemadas, serán traídas desde la Abadía. Las calles de los alrededores se convertirán en espacios ceremoniales. Se retirarán los postes del Mall y se colocarán barandillas para proteger los arbustos. Hay espacio para 7 mil asientos en Horse Guards Parade y mil 345 en Carlton House Terrace. En 1952, se retiraron todas las azaleas de Parliament Square y se prohibió el acceso de las mujeres al tejado de Admiralty Arch. “No se puede hacer nada para proteger los bulbos”, señaló el Ministerio de Obras. Los 10 portadores del ataúd de la reina serán elegidos y practicarán cómo transportar su carga fuera de la vista pública en algún recinto. Los miembros de la realeza británica son enterrados en ataúdes forrados de plomo. El de Diana pesó un cuarto de tonelada.

La población oscilará entre la tristeza y la irritabilidad. En 2002, 130 personas se quejaron con la BBC por su insensible cobertura de la muerte de la reina madre; otras mil 500 se quejaron de que cambiaron la emisión del programa Casualty a la BBC2. La programación televisiva en los días posteriores a la muerte de la reina cambiará de nuevo. No retirarán las comedias de la BBC por completo, pero sí la mayoría de la sátira. Habrá repeticiones de Dad’s Army, pero no de Have I Got News For You.

La gente estará sensible de cualquier manera. Tras la muerte de Jorge VI, en una sociedad mucho más cristiana y respetuosa que la actual, una encuesta realizada por Mass Observation demostró que los ciudadanos se oponían a la interminable música sensiblera y a la cobertura cargada de adulaciones. “¿No piensan en los ancianos, los enfermos, los inválidos?”, preguntó una mujer de 60 años. “Ha sido horrible para ellos, toda esta pesadumbre”. En un bar de Notting Hill, un bebedor comentó: “Ahora solo es mierda y tierra, como cualquier otra persona”, algo que inició una pelea. Las redes sociales serán una bomba. En 1972, el escritor Brian Masters calculó que alrededor de un tercio de nosotros ha soñado con la reina, ella representa la autoridad y a nuestras madres. Las personas que no esperan llorar, llorarán.

En el día +4, el ataúd será trasladado a Westminster Hall, donde permanecerá en capilla ardiente durante cuatro días completos. La procesión desde el Palacio de Buckingham constituirá el primer gran desfile militar del puente de Londres: recorriendo el Mall, atravesando Horse Guards y pasando por el Cenotafio. Aproximadamente la misma marcha lenta, desde el Palacio de St. James para la reina madre en 2002, contó con mil 600 elementos y abarcó media milla. Las bandas tocaron música de Beethoven y se disparó un cañón cada minuto desde Hyde Park. Se cree que en el recorrido caben alrededor de un millón de personas. El plan para que lleguen está basado en la logística de los Juegos Olímpicos de Londres 2012.

Puede que haya corgis. En 1910, los dolientes de Eduardo VII fueron conducidos por su fox terrier, César. Jock, un poni blanco de tiro, siguió el ataúd de su hijo hasta la estación de Wolferton, en Sandringham. La procesión llegará a Westminster Hall a la hora indicada. El tiempo será justo. “El Big Ben comenzará a sonar cuando las ruedas se detengan”, como expresó un locutor.

En el interior de la sala, se entonarán salmos mientras se coloca el ataúd en un catafalco revestido de púrpura. El rey Carlos estará de regreso de su gira por los países de origen, para dirigir a los dolientes. El orbe, el cetro y la Corona Imperial serán colocados en su sitio, los soldados montarán guardia y entonces se abrirán las puertas a la multitud que se habrá formado afuera y que ahora pasará frente a la reina durante 23 horas al día. En el caso de Jorge VI, acudieron 305 mil súbditos. La fila medía seis kilómetros. El palacio prevé medio millón para la reina. Habrá una fila asombrosa –el último ritual británico, con cafeterías, policías, baños portátiles y desconocidos hablando cautelosamente entre sí– que llegará hasta el puente de Vauxhall y luego cruzará el río y volverá a recorrer el Albert Embankment. Los parlamentarios estarán al frente.

Bajo el techo castaño de la sala, todo se sentirá fantásticamente bien ordenado y consolador y diseñado con una precisión absoluta, porque lo estará. Un informe interno de 47 páginas elaborado después del funeral de Jorge VI sugirió colocar rodillos metálicos en el catafalco, para facilitar el aterrizaje del ataúd cuando llegue. Cuatro soldados vigilarán en silencio durante 20 minutos seguidos, con dos listos en reserva. La Real Fuerza Aérea, el Ejército, la Marina Real, los Beefeaters, los Gurkhas, todos participarán. El oficial más veterano de los cuatro se colocará al pie del ataúd, el más joven a la cabeza.

Las coronas funerarias en el ataúd serán renovadas cada día. Para el velorio de Churchill en 1965, se instaló una réplica de la sala en el salón de baile del hotel St Ermin’s, para que los soldados pudieran practicar sus movimientos antes de entrar en servicio. En 1936, los cuatro hijos de Jorge V resucitaron la Vigilia del Príncipe, que consiste en que los miembros de la familia real lleguen sin avisar y hagan guardia. Los hijos y nietos de la reina –incluidas las mujeres por primera vez– harán lo mismo.

Antes del amanecer del día D+9, el día del funeral, en el silencioso salón, se sacarán las joyas del ataúd y se limpiarán. En 1952, tres joyeros tardaron casi dos horas en quitarles todo el polvo. (La Estrella de África, en el cetro real, es el segundo diamante tallado más grande del mundo). La mayor parte del país amanecerá con un día de asueto. Las tiendas cerrarán o tendrán un horario festivo. Algunas exhibirán fotos de la reina en sus vitrinas. La bolsa no abrirá. La noche anterior, se habrán llevado a cabo servicios religiosos en ciudades de todo el Reino Unido. Hay planes para abrir los estadios de fútbol para los servicios conmemorativos si es necesario.

A las 9 de la mañana, el Big Ben sonará. El martillo de la campana será cubierto con un cojín de cuero de 7/16 pulgadas de grosor, y resonará con tonos apagados. La distancia entre Westminster Hall y la Abadía es de solo unos cientos de metros. El acontecimiento resultará familiar, a pesar de que será nuevo: la reina será la primera monarca británica en celebrar su funeral en la abadía desde 1760. Los 2 mil invitados estarán sentados en el interior. Las cámaras de televisión, enfundadas en pieles de ladrillos pintados, buscarán las imágenes que recordaremos. En 1965, los alijadores sumergieron sus grúas por Churchill. En 1997, fue la palabra “Mamá” sobre las flores para Diana de parte de sus hijos.

Cuando el ataúd llegue a las puertas de la abadía, a las 11 horas, el país guardará silencio. El estruendo se detendrá. Las estaciones de tren dejarán de emitir sus anuncios. Los autobuses se detendrán y los conductores se bajarán y se situarán a un lado de la carretera. En 1952, en ese mismo momento, todos los pasajeros de un vuelo de Londres a Nueva York se levantaron de sus asientos y, a 18 mil pies de altura sobre Canadá, bajaron sus cabezas.

En aquel entonces, lo que estaba en juego era más evidente, o al menos eso parecía. Un rey tartamudo había formado parte del asediado estilo de vida británico que había sobrevivido a una guerra existencial. La corona de flores que Churchill colocó decía: “Por la galantería”. El comentarista de la cadena BBC en 1952, el hombre que descifró los rubíes y los rituales para la nación, fue Richard Dimbleby, el primer reportero británico que entró a Bergen-Belsen y transmitió sus horrores, siete años antes. “Qué cierta resulta esta noche aquella frase que un hombre desconocido pronunció sobre su amado padre”, murmuró Dimbleby, al describir el velorio ante millones de personas. “El atardecer de su muerte tiñó el cielo de todo el mundo”.

Las trompetas y las antigüedades fueron la prueba de nuestra supervivencia; y la joven hija del rey gobernaría la paz. “Estas ceremonias reales representaban la decencia, la tradición y el deber público, en contradicción con lo espantoso del nazismo”, me dijo un historiador. La monarquía cambió el poder por el espectáculo, y tras la guerra, la ilusión se volvió más poderosa de lo que nadie podía imaginar. “Fue reparador”, me comentó Jonathan Dimbleby, hijo y biógrafo de Richard.

Es probable que su hermano, David, esté en esta ocasión detrás del micrófono de la BBC. La cuestión radicará en qué representan ahora las campanas, los emblemas y los heraldos. ¿En qué momento la ostentación de una monarquía imperial se vuelve ridícula en medio de las circunstancias de una nación debilitada? “Lo preocupante”, dijo un historiador, “es que solo sean animales de circo”.

Si la monarquía existe como teatro, entonces esta pregunta constituye la parte del drama. ¿Pueden aún lograrlo? Con todo lo que sabemos en 2017, ¿cómo se puede defender que una sola persona puede contener el alma de una nación? El objetivo de la monarquía no es responder estas preguntas. Se trata de continuar. “Qué gran parte de nuestra vida la pasamos actuando”, solía decir la reina madre.

Dentro de la Abadía, hablará el arzobispo. Durante las oraciones, los locutores se abstendrán de mostrar los rostros reales. Cuando el ataúd vuelva a salir, los portadores del ataúd lo colocarán en el afuste verde que se usó para el padre de la reina, y su padre y el padre de su padre, y 138 marineros subalternos bajarán la cabeza al pecho y tirarán. La tradición de ser arrastrados por la Marina Real comenzó en 1901, cuando los caballos del funeral de Victoria, todos blancos, amenazaron con desbocarse en la estación de Windsor y un contingente de marineros que aguardaba intervino para tirar del ataúd en su lugar.

La procesión se dirigirá hacia el Mall. En 1952, la Real Fuerza Aérea se quedó en tierra por respeto al rey Jorge VI. En 2002, a las 12:45 horas, un bombardero Lancaster y dos Spitfires sobrevolaron el cortejo en honor a su esposa y bajaron sus alas. La multitud acudirá en masa por la reina. Ella tendrá todo. Desde Hyde Park Corner, la carroza fúnebre recorrerá 37 kilómetros por carretera hasta el castillo de Windsor, que acoge los cuerpos de los soberanos británicos. La casa real la esperará de pie sobre el césped. Después se cerrarán las puertas del claustro y las cámaras dejarán de transmitir. En el interior de la capilla, el elevador que conduce a la bóveda real descenderá y el rey Carlos dejará caer un puñado de tierra roja de un recipiente de plata.

Este artículo fue modificado el 16 de marzo de 2017 para corregir algunos errores menores, entre ellos el hecho de que tres de los cuatro últimos primeros ministros de la reina, y no los tres últimos, nacieron después de su adhesión: Blair, Cameron y May; que la Estrella de África en el cetro real no es el diamante más grande del mundo, sino el segundo diamante tallado más grande; y que la palabra “del hijo” faltaba originalmente en la segunda oración de este fragmento: “En 1910, los dolientes de Eduardo VII fueron conducidos por su fox terrier, César. Jock, un poni blanco de tiro, siguió el ataúd de su hijo hasta la estación de Wolferton, en Sandringham”.

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