Zapatitos de oro, la nueva sangre sonidera de la CDMX
En 2017, Marcos Rodríguez y cuatro jóvenes crearon esta iniciativa para rescatar el baile de barrio. “Nosotros buscábamos empatar en el ambiente sonidero, del buen baile, del tíbiri, de la vieja escuela”.
En 2017, Marcos Rodríguez y cuatro jóvenes crearon esta iniciativa para rescatar el baile de barrio. “Nosotros buscábamos empatar en el ambiente sonidero, del buen baile, del tíbiri, de la vieja escuela”.
Las trompetas de La Sonora Matancera inauguran el ritual. Con un impulso desde sus entrañas, un par de jóvenes comienza a mover coordinadamente sus piernas y brazos. No se trata de un chico bailando frente un espejo. Es una pareja, que sin cruzar palabra, se apodera de la pista color verde con brincos y pasos agigantados. La nueva sangre sonidera de la Ciudad de México está dando cátedra.
“Yo no cree a Zapatitos de oro, la gente lo creó”, responde Marcos Rodríguez sentado en medio de la pista del Salón Tropicana. En 2017, él y cuatro jóvenes que entonces tenían menos de 17 años crearon esta iniciativa para rescatar el baile de barrio. “Nosotros buscábamos empatar en el ambiente sonidero, del buen baile, del tíbiri, de la vieja escuela”.
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Las pequeñas luces de colores que cuelgan sobre el techo iluminan ligeramente las manos de Rodríguez. Está enumerando a los integrantes originales del grupo: Miguel Tavera, Jesús Ramírez, Danna Reyes y Alberto Carmona. A la fecha, Marcos es el único que se mantiene, también fue quien bautizó al grupo. “Zapatitos por el diminutivo de los niños, y de oro porque lo hacíamos muy bien”.
El objetivo de la organización es rescatar la manera como se bailaba la cumbia, la guaracha y la rumba en la década de los años 80 y 90. “Queremos seguir la técnica verdadera poniendo nuestra esencia, que no se pierda. Intentamos rescatar el tíbiri, las rutinas de la vieja escuela de baile”.
Cuando se le pide que defina el tíbiri, sus ojos brillan y alza sus brazos para señalar las luces del salón de baile. “Antes no se decía vamos al baile, vamos a la tocada o vamos a la rumba. Decían: vamos a los tibiris. En esos lugares se colgaban de las esquinas las trompetas en alto, los tweeter, los equipos retro, los discos de acetato, los verdaderos de carbón, las tornamesas y el cableado. Me recuerda las luces así como están”.
Después de evocar a los eventos callejeros de antaño, define que también se utiliza esta denominación para el baile que realiza su grupo y que se puede observar en diversos puntos sonideros de la capital.
Para Marcos Rodríguez sí hay un estigma hacia quienes bailan la música de barrio. Sin embargo, destaca que eso no debe detener a quien disfrute hacerlo. “Como lo he dicho y lo seguiré diciendo: baila para ti, no tengas en cuenta la opinión de los demás. Si esto te hace feliz, si es lo que te apasiona no importa cómo lo hagas ni con quién, simplemente realízalo a tu gusto”.
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—¿Qué sientes cuando bailas?, se le pregunta al líder de Zapatitos de oro.
Como si se tratara de una flecha que le llega directo al corazón, se contorsiona y alza sus manos.
—Híjole, me transformo totalmente. Yo he perdido mucho por el baile. He perdido escuelas, familia, relaciones, trabajos. Porque el baile me satisface al cien mil. Disfruto que la gente me vea cuando exhibo. Mientras, me olvido de todo y pienso en la persona con quien estoy bailando. Pienso en él, en la música y me dejo llevar.
—¿Naciste bailando?
—Cuenta mi mamá que cuando pasaba por un tianguis y escuchaba una canción, se le movía la panza. Ustedes dirán.
—¿Cuántos años llevas bailando?
—Dentro del ambiente (sonidero), unos cuatro años, fue cuando empecé a integrarme más. Aunque comencé bailando danzón hace seis años. Cabe destacar que yo iba a ser sacerdote pero no se dio porque conocí el baile. Trabajaba en la Catedral Metropolitana, en el Sagrario Metropolitano, ahí daba mis servicios.
Fui monaguillo, acólito, lector, entre otras cosas. Me interesaba bastante pasar al seminario. Pero platiqué con Dios y en mi pensamiento dije: ‘padre bendito, si está bien en lo que estoy déjame, y si no ciérrame las puertas, ciérrame los caminos’. Y miren hasta donde hemos llegado.
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—¿En qué momento decidiste cambiar el danzón por la guaracha?
—Mi familia siempre ha sido guarachera, rumbera, cumbianchera. En mi familia hay todavía una orquesta, la Constelación de México. Todos han sido músicos, cantantes o algo. Tengo primas que trabajaron con Rayito Colombiano y con la Sonora Dinamita. Hubo otra orquesta en mi familia, de mis tíos que en paz descansen, que se llamó la Sonora Caney. Toda mi familia es rumbera. No es que haya cambiado el danzón por la guaracha. Uno va innovado. Todo se va transformado.
—¿Qué le dirías a todos los curiosos o interesados del mundo del danzón y la guaracha?
—Que sean felices. Le diría al mundo danzonero y guarachero que no importa cómo lo hagan, no importa lo que les digan. No importa qué tan pesados sean nuestros ambientes. Que simplemente disfrutamos, compartamos y convivamos.
Marcos Rodríguez se levanta de la pequeña mesa y toma a su pareja, su alumno más joven de 12 años. Está a punto de mostrar cómo se mueven su zapatitos. Antes de iniciar el baile, comprime sus ojos y le pide señor de la cabina que quite La guaracha del trenecito. “Una de la Matancera”, grita desde el centro de la pista. La música se corta abruptamente y las rasposas bocinas que cuelgan de la pared dejan salir a la voz de Vicentico Valdés: “Tu dices que no soy guapo, no te lo puedo negar”. La nueva sangre sonidera de la Ciudad de México está dando cátedra.