La lección que no aprendimos del 11-S

Es director ejecutivo de Inter Mediate, una organización que trabaja en conflictos armados en todo el mundo. Fue el jefe de gabinete del primer ministro Tony Blair y principal negociador británico en Irlanda del Norte, entre 1995 y 2007.

La lección que no aprendimos del 11-S La lección que no aprendimos del 11-S
Una protesta en Kabul, 7 de septiembre de 2021. ‘Nadie sabe si los talibanes 2.0 significarán un regreso a la década de 1990 o algo más moderado. Es posible que ni siquiera se conozcan a sí mismos’. Foto: EPA

La caída de Kabul, 20 años después del 11 de septiembre de 2001, no solo representa el fracaso de la estrategia occidental en Afganistán, sino un fracaso más amplio de nuestra estrategia general en la lucha contra el terrorismo que dio lugar a los ataques en Nueva York y Washington.

No existe una alternativa real para perseguir a los dirigentes de Al Qaeda después de los ataques que cobraron casi 3 mil vidas; y una vez que los talibanes se negaron a entregar a Osama bin Laden, no hubo alguna alternativa real para enfrentarse a los propios talibanes. Por esa razón, la invasión en apoyo de la Alianza del Norte gozó de un amplio respaldo en ese momento en todo el mundo.

El eventual fracaso no es realmente el resultado de “guerras eternas”, ni de tratar de “rehacer naciones”, como algunos sugieren. Si no tenemos la paciencia para mantener guerras, entonces no deberíamos embarcarnos en ellas en primer lugar. Y si no ayudamos a los países a reconstruir las instituciones después de participar en la guerra, entonces terminamos con un desastre espectacular como Libia. El desafío es hacer estas acciones de forma correcta.

El principal fracaso en Afganistán fue, más bien, no aprender de nuestras luchas anteriores contra el terrorismo, que solo se llega a una paz duradera cuando se tiene una negociación inclusiva, no cuando se intenta imponer un acuerdo por la fuerza. En Irlanda del Norte intentamos hacer la paz en Sunningdale en 1973, con el acuerdo anglo-irlandés en 1985 y con la Declaración de Downing Street en 1993, en cada ocasión excluimos al Sinn Féin, y en cada ocasión no logramos poner fin a los problemas. Después de haber intentado todo lo demás, finalmente tuvimos que hablar con los hombres que portaban las armas, y por esa razón el acuerdo del Viernes Santo fue exitoso.

En Afganistán repetimos los errores anteriores de Irlanda del Norte. La primera oportunidad perdida fue la de 2002-04. Soy tan culpable como cualquier otra persona, ya que trabajaba en el gobierno en ese momento. Después de que los talibanes colapsaron, pidieron la paz. En lugar de involucrarlos en un proceso inclusivo y proporcionales una participación en el nuevo Afganistán, los estadounidenses continuaron persiguiéndolos y volvieron a luchar.

Después de que dejé Downing Street, defendí en The Guardian optar por conversar con los talibanes, pero me contradijeron aquellos que todavía estaban en el gobierno, quienes dijeron que estaba bien hablar con el IRA (Ejército Republicano Irlandés) y la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), pero no con los insurgentes en Afganistán. A partir de ese momento, se presentaron repetidas oportunidades concretas para iniciar negociaciones con los talibanes, en un momento en que eran mucho más débiles que hoy y estaban dispuestos a llegar a un acuerdo, pero los líderes políticos eran demasiado quisquillosos sobre el hecho de que los vieran públicamente tratando con un grupo terrorista.

Cuando Estados Unidos comenzó a negociar con los talibanes en 2014, fue para garantizar la liberación de Bowe Bergdahl, un soldado estadounidense secuestrado. Y cuando las negociaciones políticas oficiales finalmente comenzaron en 2018 fueron bilaterales, no incluyeron al gobierno afgano, se enfocaron principalmente en los compromisos de los talibanes de no albergar a Al Qaeda en lugar de establecer un acuerdo interno inclusivo; y el presidente Trump socavó constantemente a sus negociadores al señalar su intención de retirarse unilateralmente.

Incluso este año, las negociaciones inclusivas podrían haber tenido éxito bajo el presidente Biden, pero no después de que quedó claro que se retirarían las fuerzas estadounidenses independientemente de las condiciones que se acordaron. Todo lo que los talibanes tuvieron que hacer fue esperar.

Ahora los talibanes ganaron. Estaban tan sorprendidos como el resto de nosotros de haber retomado Afganistán tan rápido y de forma tan completa, y como el proverbial perro que persigue el automóvil, ahora que lo consiguieron parecen no saber qué hacer con él. Acaban de anunciar un nuevo gabinete, pero se enfrentan a la situación de gobernar un país que no los apoya, a resolver una inminente crisis humanitaria sin fondos, desmovilizar a una generación de combatientes que no tienen entrenamiento para algún otro trabajo, controlar a los nuevos insurgentes del Estado islámico de la provincia de Jorasán (ISKP) y gestionar sus propias disputas sobre cuánto poder deben compartir.

Están en peligro de cometer el mismo error que cometimos en 2001 y de pensar que el ganador se lo lleva todo. Pero el país necesita desesperadamente ayuda internacional, y al menos algunos de los líderes talibanes están conscientes de ello.

Por supuesto, crear un compromiso con grupos como los talibanes no queda exento de riesgos morales y políticos. Nadie sabe si los talibanes 2.0 significarán un regreso a la década de 1990 o algo más moderado. Es posible que ni siquiera se conozcan a sí mismos. Pero tenemos una deuda moral con el pueblo de Afganistán, y la única forma en que la comunidad internacional puede ayudarlos es utilizar cualquier influencia que nos quede con los talibanes para impulsar un proceso inclusivo en Afganistán. Esto debería incluir la protección de los derechos de las minorías y las mujeres, y el establecimiento de un gobierno representativo y responsable.

Requerirá un consenso internacional sobre las medidas que los talibanes deben tomar, y un mecanismo de monitoreo para asegurarse de que realmente lo cumplen. Hacer esto se encuentra en nuestro propio interés: porque si Afganistán vuelve a colapsar en una guerra civil, en Europa sentiremos los efectos en términos de refugiados, drogas y terrorismo en nuestras calles.

Aún más importante, tenemos que aprender las lecciones de Afganistán en las otras partes del mundo. ¿Cómo vamos a manejar la situación con los grupos islamistas armados en todo el norte de África, en Somalia (otra “guerra eterna”), en Mozambique y en Nigeria? ¿Vamos a seguir engañándonos a nosotros mismos de que podemos derrotarlos solo a través de medios militares?

¿Seguiremos negándonos a conversar con Hamas y con los otros grupos islamistas? La lección de Afganistán es tan clara como lo fue la de Irlanda del Norte. Si alguna vez queremos asegurar una paz duradera, entonces tenemos que comprometernos con nuestros enemigos, no solo con aquellos que nos agradan.

El primer paso crítico sería que los gobiernos occidentales faciliten el diálogo con grupos prohibidos como los talibanes, y que sean lo suficientemente valientes en el sentido político como para hacerlo antes de que sea demasiado tarde. La creciente serie de leyes antiterroristas de Reino Unido tenían la intención de cortar el apoyo a las ideologías extremistas. En cambio, el resultado neto fue el de criminalizar los esfuerzos para la diplomacia y las soluciones políticas, ya sea por parte de los gobiernos o las organizaciones civiles. Nos quedamos intentando resolver los conflictos armados con una mano atada a la espalda.

Al final no pudimos derrotar a los talibanes en el campo de batalla, ni construir un nuevo Estado estable que los excluyera. Nuestro mantra de “nunca negociar”, eventualmente reemplazado por tratar de negociar una salida apresurada, debilitó los esfuerzos que realizaron nuestras fuerzas armadas en el campo de batalla.

Tenemos que repensar nuestra estrategia, a menos que queramos pasar los próximos 20 años cometiendo los mismos errores una y otra vez. Las guerras no terminan para siempre hasta que hablas con los hombres que portan las armas.

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