Políticas de la justicia y el conocimiento

Es licenciado en Derecho, especialista y maestro en Derecho Constitucional por la Facultad de Derecho de la UNAM. Además, es especialista en Derecho de Amparo y candidato a doctor por la Universidad Panamericana, así como politólogo por la UAM. Se ha desempeñado como profesor en la UACM, así como en las Facultades de Economía y Derecho de la UNAM. En su ejercicio profesional como abogado, ha impulsado la educación jurídica popular y la práctica de litigio participativo en diversos procesos colectivos de defensa del territorio. Cuenta con más de 70 publicaciones, entre libros, capítulos de libros y artículos.

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Foto: Pixabay.

Prestigiosos juristas extranjeros como Luigi Ferrajoli, Roberto Gargarella o Juan Antonio García Amado han condenado los recientes cambios constitucionales al Poder Judicial en México. Los argumentos que esgrimen no son distintos de los que han expuesto distinguidos miembros de la comunidad jurídica nacional, quienes desde un principio se han opuesto públicamente a que el pueblo de México elija a sus autoridades jurisdiccionales. En términos generales, los detractores de las nuevas disposiciones constitucionales sostienen que la elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros es contraria a la naturaleza del Poder Judicial, compromete la independencia e imparcialidad de los operadores judiciales, suprime la división de poderes y pone en riesgo el Estado de Derecho.

Las afirmaciones catastrofistas vertidas por operadores judiciales y juristas de cátedra en torno a la elección de jueces, magistrados y ministros forman parte de una estrategia de comunicación más amplia, financiada por oligarquías empresariales desplazadas por el pueblo, que busca desacreditar los cambios constitucionales supuestamente por ser contrarios a Derecho y carecer de viabilidad práctica y fundamentación teórica. Lo mismo sucede cuando se dice que la reforma judicial es producto de una desavenencia personal, de una revancha y hasta de un capricho, pues se banaliza un complejo proceso político e histórico con el propósito de desvirtuar el contenido de las normas constitucionales hoy vigentes.

En contra de estas opiniones no hay mejor argumento que la propia Constitución, pues la elección de jueces, magistrados y ministros por voto popular es congruente con la forma de gobierno republicana, representativa y democrática que prevé en su artículo 40, a la vez que, en atención al principio de progresividad, expande los derechos político-electorales de los ciudadanos mexicanos contemplados en su artículo 35, sin prescindir de las garantías de audiencia, debido proceso y acceso a la justicia, ni de los principios de legalidad, independencia e imparcialidad que guían y sostienen la función jurisdiccional, de conformidad con sus artículos 14, 16, 17 y 100.

Suele decirse que “los jueces hablan por sus sentencias”, y fue precisamente por sus sentencias que el Poder Judicial se convirtió en un reducto del conservadurismo y un dique para la transformación postneoliberal que impulsa la 4T. El Poder Judicial se volvió patrimonio de unas cuentas familias, grupos y redes de poder. La corrupción anuló los principios judiciales de objetividad, imparcialidad, independencia, profesionalismo y excelencia, mientras que la impunidad promovió la arbitrariedad en la impartición de justicia.

Pero el problema parece ser más profundo. Pues la justicia de los expertos, insensible y abstracta, que hoy ofrecen los órganos jurisdiccionales no es la justicia sustantiva y concreta que reclama el pueblo de México. De igual manera, los jueces que se tienen, ajenos a la sociedad y por encima de ella, quizás no sean los jueces que se necesitan. Y es que impartir justicia no es sólo un asunto de técnica jurídica, juzgar es sobre todo un acto de prudencia radicalmente humano. Por demás está decir que el neoliberalismo supo instrumentalizar y sacar provecho del modelo formal de justicia y el perfil del juez puro en detrimento de la soberanía nacional y la supremacía de la Constitución.

En cambio, las nuevas disposiciones constitucionales promueven jueces para la democracia, con un perfil donde la orientación y los contenidos de la norma sí importan, y donde el conocimiento, la técnica jurídica y las virtudes éticas de los operadores judiciales se entienden como capacidades al servicio del interés público nacional. La democratización del Poder Judicial no supone que los jueces, magistrados o ministros puedan emitir resoluciones al margen de la ley o por encima de las normas constitucionales, como lamentablemente ha venido sucediendo en días recientes. Quienes impartan justicia deberán ceñirse a aplicar la ley sin más propósito que hacerla cumplir y confirmar la Constitución, y lo harán atendiendo los principios que tradicionalmente han guiado la actuación del Poder Judicial. Precisamente, el objetivo de la elección por voto popular es que los operadores judiciales se liberen de las presiones internas y externas que padecen.

Como puede verificarse al revisar el texto constitucional vigente, la reforma no supuso la desaparición del Poder Judicial ni de ninguno de sus órganos jurisdiccionales. El artículo 49 sigue diciendo que el Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Tan es así que los cambios constitucionales perfeccionaron la división de poderes al hacer partícipes de la forma de gobierno republicana, representativa y democrática a la totalidad de los órganos constituidos federales y locales. De aquí que la Constitución se vea fortalecida al llevar las elecciones al Poder Judicial y ampliar los derechos político-electorales de los ciudadanos.

Cuando las luchas populares irrumpen en la política moderna y el derecho al sufragio se universaliza emergen con toda su fuerza otras medidas contra mayoritarias de contención jurídica a la democracia. Es en tal contexto que los tribunales se reconfiguran como custodios de los intereses de la burguesía minoritaria frente a los reclamos de la plebe, es decir, de las grandes masas de trabajadores y campesinos cuya acción consciente y articulada podría comprometer su dominio de clase.

En este sentido, la doctrina constitucional de talante liberal caracteriza a los Poderes Legislativo y Ejecutivo como órganos de mayoría que representan intereses políticos, mientras que concibe al Poder Judicial como un órgano contra mayoritario que garantiza derechos universales con sujeción exclusiva a la legalidad. Conforme a esta tesis, los operadores judiciales no pueden ser electos por voto popular, pues la función de representación política es incompatible con su misión garantista comprometida sólo con el Derecho. En este punto radica el meollo de las lamentaciones provenientes de cierto sector de la comunidad jurídica nacional e internacional que sostiene que la “reforma judicial” mezcla agua con aceite al introducir la elección popular como método para definir jueces, magistrados y ministros.

No obstante, todos los órganos públicos realizan funciones políticas y todos tienen el deber de garantizar los derechos fundamentales de las personas. Además de que las combinaciones entre democracia y liberalismo son múltiples y no necesariamente contradictorias. De hecho, las democracias liberales del capitalismo contemporáneo buscan articular el poder de las mayorías con los límites contra mayoritarios, y lo hacen mediante la representación, el consenso, el principio de legalidad y la tutela de los derechos fundamentales.

Que haya órganos públicos cuya fuente de legitimidad sea democrática porque sus titulares son electos mayoritariamente por la ciudadanía, no significa que los órganos públicos cuyos titulares tengan otra fuente de legitimidad sean instancias contrarias a los órganos públicos cuyos titulares fueron electos mayoritariamente por la ciudadanía. Es absurdo pensar por principio que las instituciones de un mismo Estado se distinguen y enfrentan por su carácter mayoritario o contra mayoritario. Todos los órganos públicos que forman parte de un mismo orden estatal de base democrática y liberal velan por los derechos de las minorías, de las mayorías y del conjunto de la sociedad, y lo hacen bajo la sujeción al Derecho y en el horizonte del interés público nacional. Las mayorías no son tiránicas por naturaleza ni las minorías son víctimas por principio. Es más común encontrar en la historia minorías dictatoriales y mayorías ultrajadas.

Al respecto, es importante insistir en que la Constitución mexicana no anula ni restringe o suspende los derechos de las minorías. El reconocimiento del derecho del pueblo de México a elegir a sus jueces no afecta sus derechos. Al contrario, constituye un novísimo derecho político-electoral que también podrá ser ejercido por las minorías políticas, culturales o de cualquier tipo. La sustancia de los cambios constitucionales consiste en democratizar un espacio público tomado por una minoría de vocación conservadora y anti popular. En este sentido, las únicas minorías que peligran son las élites judiciales y las redes de poder que durante décadas se han apropiado y servido de una institución pública.

Adicionalmente, es justo reconocer que el texto constitucional no dice por ningún lado que el Poder Judicial sea un poder de minorías o contra mayoritario. El supuesto carácter contra mayoritario del Poder Judicial es una creación doctrinal, que los operadores judiciales han reconocido como marco de referencia para el ejercicio de la función jurisdiccional y la interpretación constitucional sin ser una definición contemplada en las normas constitucionales. A lo que sí se refiere expresamente la Constitución en su artículo 3º es a la democracia, como estructura jurídica y régimen político, pero, sobre todo, como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.

Así como en 1917, con la inclusión de los derechos sociales en la Constitución, México se coloca hoy a la vanguardia del constitucionalismo democrático contemporáneo al evidenciar el carácter relativo e infundado de los dogmas del pensamiento jurídico neoliberal y promover en la comunidad jurídica nacional e internacional una reflexión sobre los presupuestos de la función jurisdiccional, los modelos de justicia y los perfiles de juez más allá de los límites de la teoría jurídica convencional.

Los cambios constitucionales han evidenciado la decadencia de la cultura jurídica neoliberal en toda su hondura. Los autores y divulgadores paradigmáticos del periodo, así como el arsenal teórico y conceptual acumulado, están dejando a la vista sus límites más grotescos, su incomodidad con el presente y su incapacidad para seguirle el paso a la historia.

El debate y la algarabía que han traído consigo las nuevas disposiciones constitucionales al interior de la comunidad jurídica, dan muestra de la compleja crisis que padecen el pensamiento jurídico mexicano y los órganos encargados de impartir justicia. En el fondo se trata de una crisis de la educación jurídica, en especial de las escuelas de la judicatura.

Ha quedado claro que, así como los operadores judiciales pueden emitir sentencia sesgadas, también los juristas pueden acomodar sus teorías según lo exijan las circunstancias. Los hechos recientes han expuesto el déficit teórico, el oportunismo y las miserias de la argumentación jurídica en sede judicial y en el ámbito académico mexicano: resoluciones sin fundamento por un lado y análisis repletos de falacias por otro.

Parece claro que la consolidación de la reforma judicial exige también un cambio radical en la formación de los abogados. Justo aquí coinciden de nueva cuenta las políticas de la justicia y las políticas del conocimiento.

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