Este domingo, Polonia decidirá algo más que su próximo presidente. Con una segunda vuelta electoral marcada por una polarización profunda, el país se debate entre consolidar el autoritarismo nacionalista o apostar por una reinserción crítica y estratégica en el corazón democrático de Europa. La elección no solo será clave para su propia ciudadanía, sino que resonará con fuerza en las capitales de Bruselas, Washington y Moscú. En juego está el lugar que Polonia desea ocupar en un mundo que se redefine entre bloques ideológicos, conflictos bélicos y tensiones democráticas.
Polonia no es un país más en el tablero continental. Su historia —marcada por la desaparición del mapa europeo en más de una ocasión, por la ocupación nazi y el sometimiento soviético— ha dejado una huella traumática en la memoria colectiva, una especie de síntoma nacional que hoy reaparece como angustia frente a la guerra en Ucrania y a la posibilidad de repetir ciclos de sumisión. Como recuerda The Economist en su edición del 24 de mayo de este año: “Desapareció dos veces del mapa, devorada por sus vecinos rapaces”. Esa condición liminar, de frontera y trinchera a la vez, ha hecho de Polonia un actor con un inconsciente geopolítico particular: el miedo a ser nuevamente devorada por potencias mayores la lleva tanto a sobreactuar como a retraerse, oscilando entre la hiperinflación simbólica del nacionalismo y la inhibición diplomática.
Desde 2015, el gobierno del PiS (Ley y Justicia) ha fortalecido ese discurso de repliegue identitario. Bajo una retórica de defensa de la “soberanía polaca”, ha desmantelado la independencia judicial, confrontado a las instituciones europeas y alentado una visión de Europa como amenaza moral más que como aliado político. La reelección de un presidente afín —como Karol Nawrocki, el delfín ultraconservador— consolidaría esa deriva. No es casual que Donald Trump, de quien el PiS fue aliado durante su presidencia, haya intensificado su relación con sectores polacos de extrema derecha, sabiendo que una Polonia más autoritaria y euroescéptica puede servir como cuña estratégica contra la Unión Europea.
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Pero el peligro no es solo interno. Un viraje hacia el autoritarismo en Varsovia podría desestabilizar aún más el equilibrio continental. Si Polonia refuerza su alianza con regímenes como el de Orbán en Hungría o el de Fico en Eslovaquia, ambos ya abiertamente prorrusos, se debilita el frente común en apoyo a Ucrania y se alienta una narrativa revisionista de la historia europea. Paradójicamente, el país que más ha sufrido las guerras de ocupación en el siglo XX corre hoy el riesgo de olvidar las lecciones de su propia tragedia. “Dado el historial de Polonia, gran parte del cual se logró durante el gobierno del PiS, uno podría suponer que el país puede continuar su renacimiento con cualquiera de los dos candidatos. Sin embargo, eso sería un error”, advierte The Economist con agudeza.
Por el otro lado, Donald Tusk representa una visión distinta. Expresidente del Consejo Europeo, cercano a Bruselas, defensor del Estado de derecho y la cooperación internacional, su figura podría reconectar a Polonia con el proyecto liberal democrático europeo. En un momento en el que Estados Unidos se enfrenta a una posible restauración trumpista y Rusia sigue adelante con su ofensiva imperial en Ucrania, la figura de Tusk ofrece una contención: un liderazgo que, sin renunciar al interés nacional, pueda ejercerlo en clave cooperativa, no destructiva.
La elección polaca, entonces, no es un asunto doméstico. Tiene implicaciones estructurales para el futuro de la UE, para el equilibrio en el flanco oriental de la OTAN, y para el bloque occidental en su conjunto. También define el tipo de frontera simbólica que Europa desea erigir frente al autoritarismo en expansión. Polonia no solo ha sido ejemplo en materia de acogida a refugiados ucranianos y apoyo militar, sino que se ha transformado en el bastión más visible del nuevo orden de seguridad en el Este. Su papel como “muro de contención” ante una eventual escalada bélica no debe subestimarse: si cae en manos de una lógica iliberal, el riesgo de fractura estratégica y diplomática se acentuaría.
Los votantes polacos decidirán este domingo. Pero la decisión no es solo suya. Como en todo síntoma colectivo, lo que está en juego desborda a quien lo porta. Polonia —esa Europa al borde de Europa— se ha convertido en el espejo donde todos debemos mirar.
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English version:
Poland at the Mirror of Europe (and the World)
This Sunday, Poland will decide more than just its next president. In a runoff marked by deep polarization, the country stands at a critical crossroads: either it consolidates a
nationalist-authoritarian path or reclaims its place as a strategic, liberal actor at the heart of the European project. The outcome will not only shape Poland’s domestic trajectory but will reverberate across Brussels, Washington, and Moscow. At stake is the role Poland wishes to play in a world increasingly fractured along ideological, military, and economic lines.
Poland is not just another European nation. Its history—twice erased from the map, devastated by Nazi occupation and later shackled by Soviet domination—has left a profound scar on the country’s collective memory. It operates today with a kind of geopolitical unconscious: a persistent fear of being overpowered once again by larger forces. As The Economist put it in its May 24 edition, “It vanished twice from the map, swallowed up by its rapacious neighbours.” This historical trauma feeds a peculiar ambivalence—between exaggerated displays of sovereignty and anxious self-isolation—playing out now on the electoral stage.
Since 2015, the Law and Justice party (PiS) has deepened this inward turn. Cloaked in the rhetoric of “Polish sovereignty,” it has systematically dismantled judicial independence, undermined media freedom, and clashed with EU institutions. The candidacy of Karol Nawrocki, a hardline conservative poised to succeed the current president, would further entrench this trend. The growing rapport between PiS and Donald Trump is no coincidence; a more authoritarian, eurosceptic Poland serves Trump’s geopolitical calculus by weakening the cohesion of the European Union from within.
But the danger is not merely domestic. A PiS-aligned presidency would solidify Poland’s orbit around other illiberal regimes, notably Viktor Orbán’s Hungary and Robert Fico’s Slovakia—both increasingly sympathetic to the Kremlin. Such alignment would erode the European front in support of Ukraine, embolden pro-Russian narratives, and chip away at the democratic foundation of the EU. Paradoxically, the nation that suffered some of the greatest tragedies of the 20th century risks forgetting its own historical lessons. As The Economist warns: “Given Poland’s record, much of it achieved under PiS, one might assume the country can continue its renaissance regardless of who wins. That would be a mistake.”
Donald Tusk represents the alternative path. A seasoned European statesman and former president of the European Council, Tusk champions democratic values, transatlantic cooperation, and Poland’s reintegration into the liberal democratic order. At a time when the United States teeters on the edge of a potential Trumpist restoration and Russia presses its neo-imperial war in Ukraine, Tusk offers a different paradigm—one that sees national interest not as a fortress but as a bridge, capable of dialogue and alignment with Europe’s foundational ideals.
Poland’s election is thus no local affair. It has structural implications for the future of the EU, the security balance on NATO’s eastern flank, and the broader Western alliance. It will also define what kind of symbolic frontier Europe wishes to draw against authoritarian resurgence. Poland has emerged as a bulwark for Ukraine and a pillar of regional stability. Its role as a “geopolitical firewall” against further Russian aggression cannot be overstated. Should it fall into illiberal hands, the West’s diplomatic and strategic coherence may face a significant rupture.
Poles will cast their votes this Sunday. But the implications extend far beyond their borders. Like all collective symptoms, what is at stake exceeds the individual subject.
Poland—Europe’s edge and its mirror—has become the place where the continent, and perhaps the West itself, must now reckon with its own reflection.