Ficción con agenda gepolítica: cómo Hollywood (y las plataformas) fabrican enemigos

Viernes 14 de noviembre de 2025

Tzinti Ramírez Reyes
Tzinti Ramírez Reyes

Internacionalista por el Tecnológico de Monterrey y Maestra en Historia y Política Internacional por el Graduate Institute of International and Development Studies (IHEID) en Ginebra, Suiza. Investigadora invitada en el Gender and Feminist Theory Research Group y en el CEDAR Center for Elections, Democracy, Accountability and Representation de la Universidad de Birmingham, en Reino Unido.

Miembro de la Red de Politólogas. X: @tzinr

Ficción con agenda gepolítica: cómo Hollywood (y las plataformas) fabrican enemigos

Me preocupa que el poder blando cultural, en forma de la influencia de Hollywood y productoras, esté moldeando lo que es aceptable o no en el escenario internacional.

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Las series Fauda y Jack Ryan son un caso de la agenda geopolítica.

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Netflix y Prime Video

Como analista de política internacional que escribe columnas, enseña y participa activamente en medios, no deja de sorprenderme la frecuencia con la que se repiten ideas estereotipadas sobre países y actores globales. Ideas que, entre una ciudadanía crítica, deberían despertar sospecha o invitar a la duda, son sin embargo, repetidas con una sorprendente convicción. En el aula, en entrevistas o en conversaciones cotidianas, suelo encontrarme con juicios que, con frecuencia, replican narrativas e intereses geopolíticos sin darse cuenta: la idea de Irán como enemigo temible, el miedo a una “venezualización”, la aceptación tácita de que ciertos países (China, Rusia) encarnan la amenaza y otros el orden. No se trata, a mi parecer, de construcciones espontáneas, sino de una pedagogía silenciosa que las ficciones culturales (series, películas, productos televisivos) transmiten con notable eficacia. Enseñan, sin declararlo, a quién temer, con quién empatizar, a quién aplaudir en escenas que, bajo una mirada jurídica o ética, constituyen odas a crímenes internacionales o actos de intervencionismo flagrante. Se nos induce a humanizar a unos y a construir a otros como desalmados a “eliminar”.

Me preocupa que el poder blando cultural, en forma de la influencia persistente de Hollywood y de productoras israelíes, británicas o estadunidenses, esté moldeando, cada fin de semana, el sentido común global sobre lo que es aceptable o no en el escenario internacional. No se trata de propaganda directa, sino de algo más insidioso: ficciones que, al conmovernos o entretenernos, nos llevan a interiorizar premisas morales y acciones de sus protagonistas sin que medie reflexión crítica. Lo peligroso es que acompañadas (a veces) de un buen trabajo actoral y de cámaras y con una musicalización emocionante, terminan por estetizar actos que desde el derecho internacional humanitario, constituyen violaciones graves e incluso crímenes de guerra. Y todo ello, en función de intereses geopolíticos muy concretos que se camuflan de entretenimiento para nuestros momentos de ocio y “desconexión”. Veamos algunos ejemplos:

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La serie israelí Fauda, estrenada en 2015 y creada por Lior Raz y Avi Issacharoff, es un caso por demás ilustrativo. Ambientada (con todo y filtro sepia) en el “conflicto israelí-palestino”, se centra en una unidad de élite (desde luego) del ejército israelí (los mista’arvim) que se infiltra habitualmente en territorio palestino haciéndose pasar por milicianos, civiles o hasta personal médico. Mista’arvim proviene del árabe musta’rib y significa “aquel que se ha vuelto árabe” y se usa para representar a miembros de unidades especiales de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), la Policía de Fronteras y la Policía de Israel, entrenados para mimetizarse con la población árabe local y llevar a cabo operaciones encubiertas. Sus acciones son representadas como hazañas llenas de patriotismo.

El personaje principal, Doron Kavillio, es presentado como un héroe complejo, humano, pero justificado en su violencia por la supuesta amenaza constante del “enemigo” (palestino). Vale la pena mencionar que las causas de dicha alerta constante no se tratan en ningún momento, el centro es la vida y las emociones de los integrantes de la unidad de élite y sus jefes. En uno de los episodios, el equipo (que incluye una mujer) se infiltra en un hospital disfrazándose de civiles y médicos y lleva a cabo una operación que termina con heridos y muertos. En la narrativa, la escena se presenta con ritmo, tensión y eficacia, parece una operación brillante pero lo que en la ficción aparece como una maniobra dramática, en el derecho internacional se llama perfidia. La perfidia es una violación grave del derecho internacional humanitario que consiste en utilizar el engaño para obtener una ventaja letal, apelando a la confianza que otorgan símbolos o conductas protegidas. Hacerse pasar por personal médico, simular estar herido, usar emblemas como el de la Cruz Roja o infiltrarse en espacios protegidos por el derecho internacional, como hospitales, con fines ofensivos son ejemplos de esta práctica que está expresamente prohibida por el Protocolo I adicional a las Convenciones de Ginebra de 1977.

Continuando con mi preocupación, sospecho que este tipo de representaciones tienen consecuencias concretas en la manera en que percibimos, y justificamos, hechos reales. En enero de 2024, fuerzas israelíes ingresaron al hospital Ibn Sina, en Jenin, disfrazadas de personal médico, y ejecutaron a tres palestinos sospechosos de militancia armada. La operación fue calificada por varios medios como “quirúrgica”, y para muchos observadores pareció un golpe bien asestado por los apartos de inteligencia. Olvidamos, o tal vez no nos hemos enterado, que las normas existen para proteger a los más vulnerables en situaciones de conflicto: heridos, enfermos, civiles y estructuras médicas, educativas, entre otras. Su violación debería generar indignación pública. Pero si como audiencia hemos interiorizado estas acciones como parte del repertorio de actividad estatal aceptable en una película o serie, entonces la crítica en el mundo real se diluye o incluso desaparece. Consumimos y trivializamos conductas criminales por parte de los Estados como una escena más de acción.

Otro ejemplo, nos lo brinda la serie estadunidense Jack Ryan, emitida por primera vez en 2018 y que todavía puede verse por Amazon Prime. Creada por Carlton Cuse y Graham Roland, se basa en “el universo” de Tom Clancy, famoso por sus novelas de espionaje militarista. El protagonista, Jack Ryan, interpretado por John Krasinski, es un exmarino convertido en analista de la CIA que se convierte en agente de campo casi por accidente, pero cuya agudeza e inteligencia justifican su constante involucramiento en operaciones de alto nivel. En la segunda temporada, la acción se traslada a un país latinoamericano, gobernado por el dictador Nicolás Reyes y donde la oposición está liderada por una mujer llamada Gloria Bonalde. ¿Adivina usted de qué país (rico en petróleo) puede tratarse esta segunda temporada?

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No solo por la obvia alusión a Nicolás Maduro en el personaje del dictador Nicolás Reyes, ni por la construcción de una opositora que busca encarnar la figura de María Corina Machado, sino por cómo la serie insiste en posicionar al país como una amenaza global. En una escena particularmente reveladora, Jack Ryan imparte una clase en el auditorio de una universidad estadunidense y pregunta al alumnado qué país representa una amenza global. Las respuestas no sorprenden, se arrojan por ahí las usuales, Irán, China pero Ryan corrige: “No. La amenaza real es Venezuela.” No hay matices ni contexto, solo un país presentado como el epicentro de la desestabilización hemisférica, incluso global. Mediante el aula, el guion nos dicta una lección de política exterior disfrazada de argumento narrativo. Y, con ella, instala un marco mental donde la intervención sea militar, política o discursiva aparece no solo como legítima, sino como necesaria.

Ese giro no es trivial. Presentar a Venezuela como una amenaza global, justifica, desde la ficción, los deseos de intervención o al menos las estrategia de presión para el “cambio de régimen”. No hay referencias al bloqueo económico, ni a las sanciones, ni al historial de injerencia estadounidense en América Latina. Tampoco se problematiza el hecho de que se esté planteando un escenario de posible intervención con un marco moralista clásico: nosotros, los buenos, ellos, los corruptos. La ficción elude la complejidad histórica y jurídica, y refuerza un sentido común geopolítico alineado con Washington.

En la temporada 1 de esa misma serie, Ryan se dedica a perseguir a dos hermanos libaneses que cometen un atentado terrorista en París. De ellos, sabemos que de niños sobrevivieron a un bombardeo en Beirut en los años ochenta, pero no se ofrece contexto alguno sobre por qué ocurrió ese bombardeo ni quién lo realizó. El espectador sólo recibe la conclusión final: son terroristas, odian a occidente, no se detendrán, deben ser eliminados. No hay causas, solo una narrativa de amenaza y respuesta. Nadie se pregunta ¿qué ocurrió antes?

Lo que estas series tienen en común es que no son solamente entretenimiento. Son vehículos de pedagogía política. Al igual que las ficciones de la Guerra Fría moldearon la percepción de la URSS como amenaza existencial, hoy vemos productos culturales que trasladan ese mismo patrón a grupos sociales por ejemplo musulmanes o a países como Irán, China, Rusia, o Venezuela. En muchos casos, lo que se naturaliza es una forma de violencia avalada por el “bando correcto”.

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Frente a esto, el reciente movimiento global de apoyo a Gaza ha logrado, en parte, romper con esas narrativas establecidas. Ha visibilizado otras historias, otras voces, ha mostrado que la crítica al poder militar o al uso de fuerza no es marginal y que es fuertemente castigada. Pero incluso allí, la ficción sigue ganando terreno: basta ver cuán difícil es desmontar la imagen de Hamas como único actor o de Israel como simple defensor. La narrativa hegemónica aún coloniza el lenguaje visual, moral y político.

Como internacionalista, me parece urgente recuperar una mirada crítica sobre estos productos. No para censurarlos, sino para leerlos políticamente. Para preguntarnos: ¿qué están enseñando sobre lo permisible en la política y la guerra? ¿Qué silencian sobre el rol de las potencias? ¿Qué normalizan en términos de intervención, vigilancia o castigo? Porque si no hacemos ese ejercicio, corremos el riesgo de aceptar como norma el abuso de poder, el intervencionismo, la islamofobia, la tortura, el apoyo externo a golpes de Estado y una retahíla de crímenes de guerra y lesa humanidad... todo ello presentado como cool. Así que la próxima vez que prendamos Netflix o cualquier otra plataforma, preguntémonos no sólo qué vamos a ver, sino qué nos están enseñando a aceptar.

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