El futbol tiene un poder que pocos fenómenos sociales logran: unir a millones de personas bajo una misma pasión. Un Mundial es, por definición, un respiro colectivo, pues más allá del balón, trae consigo inversión, turismo, infraestructura, empleos y una narrativa de orgullo nacional. Pero creer que un evento deportivo puede ser una palanca real de pacificación en un país como México es, en el mejor de los casos, una ilusión pasajera.
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El estruendo del grito gol no borra los disparos que se escuchan en decenas de municipios. La derrama económica de un evento global no sustituye políticas públicas de desarrollo ni una estrategia integral de seguridad. México podría recibir visitantes de todo el mundo, pero difícilmente logrará esconder las heridas abiertas por la violencia cotidiana, la desigualdad y la corrupción institucional.
El Mundial, con su brillo mediático, puede servir como un espejo: exhibirá lo que somos capaces de construir, pero también lo que no hemos logrado resolver. La hospitalidad mexicana, la pasión por el futbol y la capacidad organizativa contrastan con la realidad más cruda, regiones completas controladas por el crimen, desplazamientos forzados y jóvenes sin oportunidades.
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La paz no se consigue con estadios llenos, sino con justicia, educación y confianza en las instituciones. Si algo puede enseñar el futbol es el valor del trabajo en equipo y del juego limpio, pero esos principios deben trasladarse a la vida pública.
Así, el Mundial puede ser una fiesta y un respiro también. Pero nunca un remedio para la violencia estructural que carcome al país. La verdadera victoria de México no será ganar la Copa del Mundo, sino construir un país donde la paz no dependa de la FIFA.
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