El problema de inseguridad en México está sobrediagnosticado. Muchos expertos en la materia, como Eduardo Guerrero y Edgardo Buscaglia, entre otros, han dedicado miles de litros de tinta para explicar su origen en los años 70, su continuo encubrimiento en las décadas posteriores; por qué la estrategia de Felipe Calderón fue errónea -además de una puesta en escena nacional, desembocando en la aprehensión de García Luna-, el continuismo de Peña Nieto y; la no-estrategia de los abrazos o el famoso “laissez faire, laissez passer” en materia de seguridad. Ahora, en la administración actual parece que es una mezcla de todo lo anterior.
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Veamos. Después de pedir varias veces ayuda, el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, su asesinato cimbró al país y volvió a poner a Michoacán en el centro de la tragedia nacional. De manera reactiva, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, un programa que busca atender no solo los efectos inmediatos de la violencia, sino también sus raíces sociales y económicas. Sin embargo, la pregunta que muchos se hacen es si este nuevo refrito logrará lo que otros planes no: devolverle al estado la posibilidad de vivir sin miedo.
El plan se articula en tres ejes: seguridad y justicia, desarrollo económico con equidad y educación y cultura para la paz. Suena bien en el papel. Habla de coordinación interinstitucional, fiscalías especializadas, programas de empleo, infraestructura rural y promoción cultural. En teoría, busca sustituir la lógica de la “guerra contra el narco” calderonista por una política de reconstrucción social al estilo obradorista, pero, como en sus ediciones anteriores, el reto no es el diagnóstico ni el diseño, sino la ejecución.
Michoacán es, desde hace dos décadas, el espejo más crudo del fracaso de las políticas de seguridad. Cada sexenio llega con su propio “plan de pacificación” y cada administración promete el fin de los cárteles, las extorsiones y las desapariciones. Sin embargo, el mapa de control criminal permanece casi intacto. Esto es debido a que las respuestas han sido deficientes, solo para decir que se está haciendo “algo”; desproporcionada, mucha fuerza y poca justicia; o solo para medios y redes, mucho discurso y poco desarrollo.
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El plan de Sheinbaum apuesta por un enfoque integral. Eso es positivo. Pero su éxito dependerá de tres factores: recursos, continuidad y confianza institucional. Si no hay presupuesto suficiente para sostener la infraestructura prometida, si el seguimiento se diluye entre burocracias o si la ciudadanía no confía en sus autoridades, el plan se convertirá en otro documento con buenas intenciones y nulos resultados.
Así, Michoacán no necesita más soldados ni más promesas, necesita un Estado. Un Estado que imponga la ley, que proteja a sus alcaldes y a sus campesinos, que devuelva el valor de la palabra “justicia”. La paz no se decreta, se construye. Y para lograrlo, Sheinbaum deberá demostrar que su estrategia no es un gesto reactivo ante un crimen atroz, sino el comienzo de una nueva forma de gobernar la seguridad, que no tenga miedo de resolver las causas y no solo atender las fúnebres consecuencias.
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