La crisis del Covid logró lo que la de 2008 no hizo: acabar con la vieja economía ortodoxa
Foto: Pixabay.

Un impuesto a la riqueza para ayudar a pagar por el costo de combatir la pandemia. El acuerdo nacional de impuestos corporativos para prevenir una caída al fondo. La insistencia de que la recuperación de la segunda crisis severa en apenas una década debería ser verde e inclusiva. La convicción de que los gobiernos deberían gastar lo que sea necesario para acabar con la amenaza del desempleo masivo, no poner atención al tamaño del déficit presupuestal.

No hay nada sorprendente en ninguna de estas ideas, que han estado rondando desde hace años, sino es que décadas. La diferencia es que ya no son  propuestas de los think tanks progresistas o los keynesianos marginados en la academia, ahora forman parte de una agenda que plantea el Fondo Monetario Internacional y el Tesoro de EU de la presidencia de Biden.

Esto es importante. Desde la década de los 80, el FMI y el Tesoro de EU forjaron lo que se conoce como el consenso de Washington: una serie de ideas fomentadas en cualquier país que tuviera dificultades económicas y pidiera ayuda. Este enfoque unitalla implicaba recortes en el gasto público e impuestos, y privatización para crear incentivos para los empresarios que quisieran correr riesgos y que hacen de la inflación el enemigo a vencer en la política económica. Inevitablemente estas políticas resultaban dolorosas pero se creía que “el amor apache” valía la pena.

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Esta semana la historia en la reunión de reconstrucción del FMI fue totalmente diferente. Biden aceleró la aprobación del Congreso del paquete de estímulo por 1.9 billones de dólares, incluyendo los pagos directos a las familias estadounidenses y esto fue muy significativo por dos razones. Primero, a cerca del 10% de la producción anual de la economía de EU, era mucho más grande que el apoyo de emergencia que proporcionó Barack Obama después de la crisis financiera global de 2008. Segundo, y tal vez más importante, que no incluye promesas de una reducción futura del déficit. La austeridad no forma parte del pensamiento de la administración Biden, ni tampoco la idea de que la demanda propiciada por los créditos lleve inevitablemente a una mayor inflación.

La siguiente fase del plan de Biden es gastar más de 2 billones de dólares en la reconstrucción de la infraestructura de EU que se está desbaratando. Esto será financiado con la cancelación de los recortes a los impuestos corporativos que realizó Donald Trump, que no serán aceptados por los republicanos en el Congreso pero sí por el FMI. Cuando le preguntaron sobre los incrementos proyectados, la consejera económica del fondo, Gita Gopinath, dijo que los recortes a los impuestos corporativos de Trump no habían hecho nada para fomentar el impuesto. Además, Gopinath está muy entusiasmada con la idea de un índice corporativo global mínimo, algo que siempre ha atemorizado  a EU pero que ahora apoya.

Durante el último año, el FMI intentó incrementar el impulso financiero de los países miembros por medio de las reservas de moneda conocidos como derechos especiales a reservas. La preocupación de Trump de que Irán tuviera acceso a estos significaba que no habría progreso mientras permaneciera en la Casa Blanca. Con la secretaria del Tesoro de Biden, Janet Yellen, se quitó el freno y ya se anunciaron 650 billones de dólares para derechos especiales de reservas.

Si el consenso anterior creía en los estados pequeños, los impuestos bajos y los presupuestos balanceados, el nuevo consenso en Washington cree en gobiernos activistas, crecimiento inclusivo y un nuevo acuerdo verde. Hasta hace relativamente poco, la única institución del sistema multilateral que apoyaba esa idea era el brazo de comercio y desarrollo de la ONU en Ginebra.

Ese ya no es el caso. La actualización semanal del FMI del estado de la economía global enfatiza que la pandemia ha hecho que se acentúen las diferencias existentes. Eso es verdad dentro de los países, en donde el virus y sus consecuencias económicas han sido  peores en los pobres, los jóvenes, las mujeres y la minorías étnicas. Esto sucede también entre países ya que los bancos centrales y los ministerios de finanzas de los países desarrollados cuentan con mayor margen para mitigar el impacto del confinamiento que los países de las partes más pobres del mundo.

Tanto el FMI como la organización hermana, el Banco Mundial, dejan claro que no se puede hablar de una victoria final del Covid-19 hasta que todos estén vacunados. El problema no es simplemente que a los países en vías de desarrollo les falten dosis sino que sus sistemas de salud no cuentan con la capacidad ni con el personal adecuado para proporcionar tratamientos. De la misma forma, si el mundo tiene que hacer una transición a un futuro de cero emisiones, se tiene que incluir a los países en desarrollo. Y esto implica mayores recursos financieros. Todo esto en momentos en que abundan los temores de una nueva crisis de deuda en los países en desarrollo.

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No hay que equivocarse, el FMI no tiene un toque suave. Las condiciones que impone como precio por el apoyo financiero suelen ser draconianas. Los críticos hablan de la falta de relación entre la retórica de derechas de la directora del FMI, Kristalina Georgieva, y las políticas que imponen las misiones de su organización a los países en problemas.

Mientras tanto, la presión en contra de lo que Biden está haciendo proviene de derecha y de izquierda. Algunos críticos del presidente lo acusan de no ser lo suficientemente radical. Otros están convencidos de que toda la creación de dinero de la reserva federal de EU y el déficit en el gasto por parte del Tesoro de EU inevitablemente provocarán una mayor inflación. Invocando al fantasma del economista Milton Friedman, dicen que al final todos van a llorar.

Por ahora, sin embargo, son los seguidores de Friedman los que se ven marginados puesto que  la pandemia está acelerando un cambio en el pensamiento económico que ya se venía gestando desde la década pasada. El enfoque de Biden para manejar la economía, gastar libremente y tomar una fuerte postura frente a China, tiene más en común con su predecesor inmediato que con Obama.

El cambio de actitudes se debe en parte a la falta de resultados. La austeridad no llevó a un aumento en la inversión privada ni al crecimiento acelerado que se había prometido. En lugar de eso, la década de los 2010 fue una década perdida con estándares de vida estancados, lo que explica que la economía de Biden sea un éxito con los votantes de EU:

Las crisis también fomentan la experimentación. Esquemas permitidos para subsidiar los salarios de aquellos que no pueden trabajar no es lo mismo que un ingreso básico, pero son lo suficientemente parecidos como para que la gente se acostumbre a la idea. La necesidad, más que la ideología, explica por qué Rishi Sunat se gastó más de 549 mil millones de dólares el año pasado en programas de apoyo de emergencia en Reino Unido, aunque un canciller laborista habría hecho algo muy parecido.

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Queda la sensación de que la historia se está repitiendo. Después del final de la primera guerra mundial tardamos más de una década en aceptar que el estándar de oro había llegado a su fin. Fue el segundo shock del petróleo, más que el primero el que abrió la puerta a la economía de la nueva derecha en los 80. Aquellos que pensaban que la crisis financiera resultaría en un reto para el consenso en  Washington no estaban equivocados. Los viejos remedios ya se están cuestionando. Sólo que han tardado más de diez años en hacerlo.

Larry Elliott es el editor económico de The Guardian.

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