La Reina tiene más poder sobre la ley británica de lo que se pensaba
La Reina y el príncipe Carlos en el Palacio de Westminster, Londres, en 2019. Fotografía: Matt Dunham/PA

Quinta entrega de una serie sobre las presiones de la Corona inglesa para esconder su verdadera riqueza.

La investigación de The Guardian que revela nuevos detalles sobre el impacto del “consentimiento de la Reina” en nuestro sistema legal marca un avance significativo en la comprensión que tenemos de una parte arcaica y misteriosa de la constitución de Reino Unido. Deberíamos estar preocupados porque esta práctica siga existiendo.

El consentimiento de la Reina es una regla para los procedimientos internos del parlamento y su origen no queda claro, pero requiere del consentimiento del monarca para ciertos tipos de legislación, antes de que se pueda presentar para la aprobación final de ambas facciones del parlamento. No debe confundirse con un proceso igualmente arcaico del asentimiento real que, en comparación, se entiende muy bien, y aplica a una legislación ya aprobada por ambas casas del parlamento, y que se acepta como algo puramente simbólico en casi todas las circunstancias realistas.

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El potencial antidemocrático del proceso de consentimiento es obvio: le da a la reina la posibilidad de vetar una ley, y se ejerce en secreto. Pero no hay manera de saber si se conocía ese potencial o no, así es que no hay manera de saber qué tan dañino puede ser el proceso porque la forma de ejercerlo se ha mantenido en secreto.

En particular, dos aspectos clave han permanecido ocultos al público: el tipo de legislación que se ha sometido al proceso de esa forma para llegar al parlamento, y la importancia del proceso, ya sea de forma simbólica como una etapa del procedimiento o si involucra una reflexión genuina y la negociación sobre el contenido de las leyes propuestas. La investigación de esta semana da a conocer ejemplos significativos de ambos.

Hasta ahora, la principal indicación del tipo de legislación que sometía al proceso era un panfleto que tiene la intención de servir de guía a los abogados del parlamento que eligen las propuestas que requieren consentimiento y las que no. El consentimiento de la Reina se necesita según el panfleto para cualquier legislación  que pudiera afectar “la prerrogativa… los ingresos por herencia, el ducado de Lancaster o el ducado de Cornwall, y los intereses personales o de propiedad de la corona”. Y aunque proporciona ejemplos, el panfleto no revela en detalle qué tipo de legislación cumple esos criterios ni qué tan seriamente impactarán esos intereses antes de que el proceso del consentimiento se invoque.

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Ahora sabemos que se ha hecho una práctica persistente de aplicar esos criterios de manera tan amplia que se ha pedido el consentimiento en repetidas ocasiones para legislaciones sobre actividades bastante ordinarias. La Reina paga impuestos, así es que por ejemplo, las leyes financieras necesitan su consentimiento. La Reina es empleadora, así es que, por ejemplo, el apoyo a los niños y las leyes de pensiones necesitan de su consentimiento. Y así. Una conexión superficial con los intereses de la corona es suficiente para propiciar la participación de la Reina.

Hay todavía menos información disponible sobre la sustancia del proceso una vez que se inicia. Toda la correspondencia que contiene solicitud de consentimiento, las respuestas y la documentación sobre las discusiones relacionadas se han mantenido siempre en absoluta privacía. La única clave de su existencia es la confirmación formulada de rutina en el parlamento cuando el consentimiento ya se dio, lo cual no revela nada sobre el proceso por medio del cual se consiguió ese consentimiento. Por tanto ha sido imposible estar seguros de que este sea un proceso simbólico en esencia,comparable con el asentimiento real, y tal vez justificable como un reconocimiento simbólico de la Reina como parte formal de la legislatura o si le proporciona, o tiene el potencial de proporcionarle, una oportunidad genuina a la Reina de vetar la legislación o de influir en una ley.

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Queda ahora claro que este proceso está lejos de ser simbólico. Los documentos que publica The Guardian proporcionan evidencia muy importante de que este proceso ha dado a los consejeros de la Reina una oportunidad genuina de negociar con el gobierno los cambios por las leyes propuestas, que en ocasiones se aseguran esos cambios antes de que se dé una aprobación, y de que están incluso preparados para reservar el consentimiento para asegurar sus preferencias.

Este grado de participación en el proceso legislativo no tiene justificación. Se trata de un serio error de la constitución que ha sobrevivido sólo porque se ha mantenido oculto. En la famosa formulación, la Reina en nuestra monarquía constitucional tiene los derechos “de ser consultada, de aconsejar y de advertir”. Queda claro ahora que el proceso del consentimiento de la Reina va más allá de los límites de una participación legítima que establecen esos derechos.

En 2014, un comité parlamentario contempló la abolición del proceso pero, con base en el hecho de que no se  veía “evidencia que sugiriera que la legislación se hubiese alterado alguna vez”, los miembros concluyeron que era un “un proceso formal” únicamente. Convencidos del valor simbólico no recomendaron la abolición. La revelación de esta semana debería incitar a los miembros del parlamento a revisar esa decisión. No hay lugar para este proceso en el desarrollo de una democracia del siglo XXI.

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Adam Tucker es experto en derecho constitucional en la Universidad de Liverpool.

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