¿Son los audios de WhatsApp una buena opción para comunicarse? ¿Son los audios de WhatsApp una buena opción para comunicarse?
Foto: Cookie_Studio/Freepik.om

Por: Cristina Vela Delfa/Universidad de Valladolid

Tengo una sobrina de 25 años que afirma que con sus amigos solo se manda notas de audio y nunca mensajes de texto. El estado de su perfil de mensajería instantánea dice “llamadas no, solo WhatsApp”. ¿Se está generalizando el uso de los audios en WhatsApp como herramienta principal de comunicación, en todas las franjas de edad?

No he encontrado estadísticas fiables del porcentaje de interacciones por WhatsApp que siguen priorizando el texto escrito y las que han sucumbido a la nota de audio, pero apelando a la experiencia personal, y a los resultados obtenidos en diversos grupos de discusión, constato una evidente tendencia a oralizar los mensajes.

Algunas personas afirman que los audios resultan más cómodos (para el que los manda), menos fríos y más adecuados para tratar determinados temas. Pero se nos pueden ir de las manos. ¿Cuál es la extensión máxima tolerable para estas grabaciones? En realidad, depende de cuánto tiempo esté dispuesto a prestarnos atención nuestro interlocutor.

Más fácil para el emisor

En algunas circunstancias, escuchar notas de voz es molesto. Nos obliga a dedicar tres minutos de nuestra vida a enterarnos, entre risas, silencios, vacilaciones y muletillas, del nombre de la calle en la que hemos quedado con un amigo. ¡Con lo práctico que resulta tenerlo por escrito!

En el mundo digital, la escritura nos abre las puertas a las técnicas de tratamiento automático de la información, a las que todavía se les resiste un poco más el medio oral. Así, siempre que haya sido proporcionada por escrito, si semanas más tarde quedamos en el mismo sitio y seguimos sin recordar el nombre de la calle, nos será muy fácil recuperar la información: solo hay que usar las herramientas de búsqueda automática.

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Pero además, por más que haya quienes muevan los dedos por los teclados de sus móviles como si tuvieran superpoderes, hablar es siempre más rápido que escribir: ¿recuerdan los dictados del colegio? Escuchar y leer tampoco son actividades comparables: la lectura global nos permite percibir el contenido principal de un texto al primer golpe de vista, mientras que escuchar requiere paciencia para adaptarnos al ritmo de nuestro interlocutor.

Elegir el audio frente al texto inclina, por tanto, la balanza hacia el emisor, que aligera su tarea y complica la del receptor. Y esta es la razón por la que muchos usuarios de WhatsApp se niegan a escuchar audios. O lo hacen a regañadientes al considerarlos muy descorteses.

Audios y relevancia: una relación complicada

Si tenemos en cuenta las conclusiones que sobre la relación entre el coste y el beneficio comunicativo plantean Sperber y Wilson en su Teoría de la Relevancia, los audios son auténticas bombas de relojería. Según estos autores, para que un mensaje sea atendido y procesado por nuestro interlocutor debe garantizar su presunción de relevancia, es decir, su aporte de información.

Por ello, convendría que antes de mandar el próximo audio nos preguntáramos ¿es relevante? No sea que esa interminable nota de voz de quince minutos, sin resumen, ni palabras clave, ni nada, mandada al interlocutor así, desnuda, sin marcas que llamen su atención, no consiga superar la prueba y quede relegada al olvido.

Lo bueno, si breve, ¿dos veces bueno?

Los SMS (Short Message Service) fueron, sin lugar a dudas, el fenómeno comunicativo de principios de este siglo. Nos obligaron a enfrentarnos al gran reto de la concisión. El conceptismo barroco se imponía estilísticamente: ¡qué fácil le habría resultado a Quevedo condensar todo lo que quería decir en 140 caracteres!

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Pero la magia desapareció con la irrupción del WhatsApp: podíamos explayarnos a golpe de teclado tanto como quisiéramos. ¡Era gratis! No costaba nada. O eso parecía. Porque terminamos pagándolo con muestro tiempo. Según el informe Digital 2020 en España, publicado por Hootsuite y www.wearsocial.com, los españoles pasan de media casi seis horas al día en internet, la mayoría a través del teléfono móvil. Muchas de estas horas se dedican a guasapear.

Escribir en las pequeñas pantallas de los smartphones es incómodo y hacerlo en exceso puede dar lugar a patologías y hasta parece que está cambiando la forma de nuestro pulgar. Para los verdaderos adictos a la mensajería instantánea han surgido alternativas: escribir nuestros mensajes a través del ordenador ya es posible. Y cuando no tenemos un ordenador cerca y queremos dar rienda suelta a nuestra verborrea, siempre podemos recurrir al audio.

Del texto al postexto

En la primera década de 2000, los trabajos sobre la comunicación en internet destacaban que esta era ante todo un fenómeno textual. Hasta la lengua común lo reflejaba: en francés los SMS se llamaron textos y para el acto de enviar mensajes por el móvil, en inglés se eligió el verbo to text.

Sin embargo, veinte años después, esta naturaleza se ha modificado sustancialmente. Y no solo en lo que concierne al envío de notas de voz, sino a toda una tendencia multimodal que incluye el intercambio de fotos, vídeos, memes, emojis, gifs, stickers y un largo etcétera de signos no verbales.

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Cada vez se escribe menos, también en internet. Y no se trata de una preferencia que incumbe únicamente a la comunicación interpersonal privada, sino también a otras esferas: la creación artística o el marketing digital, por ejemplo, también participan de ella.

No hace mucho que Farhad Manjoo vaticinaba en el New York Times el fin del texto escrito y aseguraba que esta hegemonía de lo audiovisual estaba modificando nuestra forma de pensar, al dar prioridad a lo emocional sobre lo racional.

No seamos alarmistas. De llegar a suceder, todavía queda lejos. Pero tal vez, lo queramos o no, nuestros teléfonos estén ya gritando: el texto ha muerto, ¡viva el postexto!

Cristina Vela Delfa, Profesora del Departamento de Lengua Española en la Facultad de Ciencias Sociales, Jurídicas y de la Comunicación, Universidad de Valladolid.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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