El hedonismo está sobrevalorado: para aprovechar al máximo la vida debe haber dolor, dice este profesor de Yale
‘Encontramos valor en el sufrimiento que elegimos’. Ilustración: Eva Bee/The Observer

La teoría más sencilla de la naturaleza humana es el hedonismo, es decir, buscamos el placer y la comodidad. Por su naturaleza, debemos evitar el sufrimiento y el dolor. El espíritu de esta visión queda muy bien plasmado en La Epopeya de Gilgamesh: “¡Llena tu vientre, diviértete siempre de día y de noche! Regocíjate cada día, baila y juega día y noche… Pues tal es el destino de los hombres”. Y también de la banda de rock canadiense Trooper: “Estamos aquí para pasar un buen rato / No mucho tiempo / Así que diviértete / El sol no puede brillar todos los días”.

Los hedonistas no negarían que la vida está llena de sufrimiento voluntario, nos levantamos a mitad de la noche para alimentar al bebé, tomamos el transporte de las 8:15 para ir a la ciudad, nos sometemos a dolorosos procedimientos médicos. Pero para el hedonista, estos actos desagradables son considerados como los costos que se deben pagar para obtener mayores placeres en el futuro. El trabajo desafiante y difícil es el boleto para la supervivencia y el estatus; el ejercicio aburrido y las dietas desagradables son lo que debes pasar para tener abdominales de acero y una vejez radiante, y así sucesivamente.

Es evidente que existe algo de razón en esto. Nadie podría dudar de que poseemos impulsos para la comida, el sexo, el estatus y muchas otras cosas, y que gran parte de nuestro sufrimiento lo elegimos con estos objetivos en mente.

Pero creo que el hedonismo es una teoría horrible. Mi último libro, The Sweet Spot: Suffering, Pleasure, and the Key to a Good Life, defiende una teoría diferente respecto a lo que la gente quiere. Argumento que no solo buscamos el placer, sino que también queremos vivir una vida con significado, y esto implica experimentar voluntariamente el dolor, la ansiedad y la dificultad. Encontramos valor en el sufrimiento que elegimos.

Después de todo, la gente escala montañas, corre maratones o recibe golpes en la cara en los gimnasios por voluntad propia. Otros, en su mayoría hombres jóvenes, eligen ir a la guerra y, aunque no desean que los mutilen o los maten, esperan experimentar el desafío, el miedo y la batalla, que los bauticen con el fuego, para usar la frase cliché. Algunos de nosotros elegimos tener hijos, y por lo general tenemos cierta idea de lo difícil que será; tal vez incluso sabemos de todas las investigaciones que demuestran que, momento a momento, los años con niños pequeños pueden ser más estresantes que cualquier otra época de la vida, (y aquellos que no lo saben de antemano lo descubrirán rápidamente) y, sin embargo, rara vez nos arrepentimos de nuestras decisiones.

Extrañamente, entonces, muchas veces elegimos sufrir. Una mejor explicación de nuestra naturaleza quedó perfectamente expresada en la película Matrix, donde el agente Smith le cuenta a Morfeo cómo surgió el mundo que están viviendo, una simulación creada por computadoras malévolas: “¿Sabías que la primera Matrix fue diseñada para ser un mundo humano perfecto? Donde nadie sufriera, donde todos serían felices. Fue un desastre. Nadie aceptó el programa, se perdieron cosechas enteras. Algunos creyeron que nos faltaba el lenguaje de programación para describir su mundo perfecto, pero yo creo que, como especie, los seres humanos definen su realidad a través de la miseria y el sufrimiento. Por eso, el mundo perfecto era un sueño del que su cerebro primitivo intentaba despertar”.

¿Por qué elegiríamos sufrir? A veces, como diría un hedonista, es por el bien de alcanzar objetivos tangibles. El dolor nos puede distraer de nuestras ansiedades e incluso ayudarnos a trascender el yo. Elegir el sufrimiento puede ser útil para los objetivos sociales, ya que puede exhibir lo fuertes que somos o funcionar como un grito de ayuda. Las emociones desagradables, como el miedo y la tristeza, forman parte del juego y la fantasía y pueden proporcionar satisfacción moral. Asimismo, el esfuerzo, la lucha y la dificultad pueden, en los contextos adecuados, conducir a las alegrías del dominio y la fluidez.

Pero hay más. El economista George Loewenstein menciona el ejemplo del montañismo serio. En este caso, los placeres no son evidentes, por no decir otra cosa; más bien parece que se trata de “una miseria incesante de principio a fin”. Los diarios y las notas de los alpinistas cuentan “el frío implacable (que suele conducir a la congelación y a la pérdida de extremidades, o a la muerte), el cansancio, la ceguera por la nieve, el vértigo, el insomnio, las condiciones precarias, el hambre, el miedo…”. Existe un deseo constante de comer. Y también hay aburrimiento: “En una típica fase de ascenso, la mayor parte del tiempo se dedica a actividades alucinantemente aburridas, por ejemplo, estar “expuesto a la intemperie” durante muchas horas en una pequeña y maloliente tienda de campaña, abarrotada de otros alpinistas”. Los alpinistas describen sus experiencias como solitarias y aislantes, pasando días y semanas en amargo silencio, con desacuerdos que no desaparecen. Y, sin embargo, la gente lo hace, y lo repite una y otra vez, obteniendo cierta satisfacción que en realidad no se reduce de ninguna forma al placer.

Aparentemente, entonces, al menos para algunos de nosotros, una vida bien vivida significa algo más que una vida de placer y felicidad. Comparto la opinión del economista Tyler Cowen, que escribió: “Lo que es bueno en una vida humana individual no se puede limitar a un solo valor. No todo es belleza o justicia o felicidad”. Las teorías pluralistas son más verosímiles, ya que postulan una variedad de valores relevantes, incluyendo el bienestar humano, la justicia, la equidad, la belleza, las cumbres artísticas de los logros humanos, la naturaleza de la misericordia y los muchos tipos de felicidad diferentes y, de hecho, en ocasiones contrastantes. La vida es complicada“.

Junto con el placer, existe el deseo de realizar actividades significativas. Si no se satisface esta motivación, la vida se siente incompleta. Este tuit, de Greta Thunberg, refleja una reacción bastante típica respecto a la búsqueda del significado de la vida de uno mismo: “Antes de empezar las huelgas escolares no tenía energía, ni amigos y no hablaba con nadie. Simplemente me sentaba sola en casa, con un trastorno alimenticio. Ahora todo eso ha desaparecido, ya que encontré un propósito, en un mundo que a veces parece superficial y sin significado para tanta gente”.

Viktor Frankl llegó a una conclusión similar. En sus primeros años como psiquiatra en Viena, en la década de 1930, Frankl estudió la depresión y el suicidio. Durante esa época, los nazis llegaron al poder y se apoderaron de Austria en 1938. Como no estaba dispuesto a abandonar a sus pacientes ni a sus ancianos padres, Frankl decidió quedarse, y fue uno de los millones de judíos que terminaron en un campo de concentración, primero en Auschwitz y después en Dachau. Como buen investigador, Frankl estudió a sus compañeros prisioneros, preguntándose qué distingue a aquellos que mantienen una actitud positiva de aquellos que no la pueden soportar, perdiendo toda motivación y muchas veces suicidándose.

Llegó a la conclusión de que la respuesta es el significado. Las personas que tenían más posibilidades de sobrevivir eran aquellas cuyas vidas tenían un propósito más amplio, algún objetivo o proyecto o relación, alguna razón para vivir. Como escribió posteriormente (parafraseando a Nietzsche): “Aquellos que tienen un ‘por qué’ para vivir, pueden soportar casi cualquier ‘cómo’“.

Como psiquiatra, a Frankl le interesaba la salud mental. Sin embargo, su defensa a favor de una vida con significado –parte central de la terapia que desarrolló cuando salió de los campos– no se basaba únicamente en la idea de que esto proporcionaría felicidad o resiliencia psicológica. Él consideraba que este es el tipo de existencia que deberíamos perseguir. Era consciente de la distinción entre felicidad y lo que Aristóteles describió como eudaemonia, literalmente “buen espíritu”, pero refiriéndose a la prosperidad en un sentido más general. Para Frankl, lo importante era la eudaemonia.

¿Cómo pasamos del significado al sufrimiento? Existe una gran cantidad de pruebas científicas que indican una conexión. Las personas que dicen que su vida tiene un significado reportan más ansiedad, preocupación y lucha que aquellas que dicen que su vida es feliz. Los países en los que los ciudadanos indican que su vida tiene más significado suelen ser países pobres en los que la vida es relativamente difícil. (Por el contrario, los países con la gente más feliz suelen ser prósperos y seguros). Los trabajos que la gente considera más significativos, como ser profesional médico o miembro del clero, con frecuencia implican atender el dolor de otras personas. Y cuando se nos pide que describamos las experiencias más significativas de nuestras vidas, solemos pensar en las que se encuentran en los extremos, las muy agradables y las muy dolorosas.

No es que busquemos el sufrimiento. Al contrario, buscamos el significado y el propósito. Pero parte del significado y el propósito implica dificultades, como la ansiedad, el estrés, el conflicto, el aburrimiento y, muchas veces, el dolor físico y emocional. Elegimos objetivos que sabemos que nos pondrán a prueba –entrenar para un maratón, criar a los hijos, escalar el Everest– porque sabemos, a nivel instintivo, que esos son los objetivos que importan.

Después de todo, ¿no sería aburrida una vida sin algo de sufrimiento? Terminaré con otra historia sobre su origen, esta vez de Alan Watts, el filósofo británico e intérprete popular del budismo zen.

Watts comienza pidiéndote que imagines que eres capaz de soñar con lo que quieras, con una intensidad perfecta. Con este poder, podrías, en una sola noche, tener un sueño que durara 75 años. ¿Qué harías? Obviamente, dice, cumplirías todos tus deseos, elegirías todo tipo de placeres. Sería un atracón hedonista.
Después, supón que puedes volver a hacerlo la noche siguiente, y luego la siguiente, y la siguiente. Pronto, dice Watts, te dirías a ti mismo: ahora vamos a llevarnos una sorpresa, un sueño que no esté bajo control, en el que me pase algo pero no sepa qué va a ser.

Y luego seguirías apostando, añadiendo cada vez más riesgo, incertidumbre, ignorancia, privaciones. Pondrías obstáculos en tu camino, obstáculos que tal vez no podrías superar, hasta que finalmente soñarías el sueño de vivir la vida que actualmente estás viviendo.

¿Tu vida actual –con sus dificultades y luchas, preocupaciones y pérdidas– es todo lo mejor que se puede vivir? Probablemente no. Sin embargo, la fantasía de Watts se acerca lo suficiente a la verdad como para ser profunda.

The Sweet Spot: Suffering, Pleasure and the Key to a Good Life de Paul Bloom es publicado por Bodley Head. Cómpralo en guardianbookshop.com.

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