Lo que el rey Carlos puede aprender del vínculo entre la reina y mi abuelo
La reina con Nelson Mandela durante su visita de Estado a Gran Bretaña en 1996. Foto: Simon Kreitem/Reuters

¿Qué caracteriza a un líder? Para algunos, es simplemente una persona con poder, cuanto más tosco y desenfrenado, mejor. Esa ha sido la filosofía de los déspotas durante siglos. Sin embargo, para mi abuelo, Nelson Mandela, el poder era algo más. Se encontraba en la voluntad de comprometer todo tu ser con un conjunto de valores; no solo defenderlos, sino encarnarlos. Pase lo que pase.

En ese sentido, muchos líderes no tienen poder en el sentido ordinario que relacionamos con el término. En el caso de personas como mi abuelo, su valor y fuerza moral es lo que les permite ejercer influencia. Es más, con frecuencia las personas no pueden evitar alinearse con los valores y las virtudes de una persona noble. Esa es la razón por la que mi abuelo pasó de una celda a ayudar a derrocar el apartheid, ganándose a los críticos más fervientes en Sudáfrica.

Y es por esa razón por la que habría lamentado la pérdida de la reina junto con el resto del mundo. A algunos les puede parecer extraño, tomando en cuenta el doloroso legado del colonialismo británico en África (y en otros lugares). Pero yo veía en la reina Isabel II un contraste con lo que una vez fue el Reino Unido, así como una oportunidad para entender lo que podía ser el liderazgo.

La relación de la reina con mi continente es larga. Ella se encontraba en África cuando murió su padre. La conexión perduró, y durante su reinado visitó más de 20 países africanos. En una ocasión, llegó a bromear con mi abuelo diciendo que había estado en más lugares de África que “casi nadie”. No obstante, para muchos africanos, le guardamos luto por la razón por la que entabló amistad con Nelson Mandela.

Sé, por recuerdos personales que tengo de mi abuelo, que él vio en la reina a una verdadera amiga. Alguien que lo entendía a él y la forma en que él entendía el mundo. Alguien que era, para Gran Bretaña, exactamente lo que esta necesitaba en tiempos de cambio: una conciencia compasiva.

La reina se negó a visitar Sudáfrica durante el apartheid, y algunos incluso creen que la tensión entre ella y Margaret Thatcher se debió en parte a la flagrante falta de acción de Thatcher. Lo que la reina hizo después del apartheid corroboró cuál era su postura en todo momento (y podría explicar la razón por la que ella y mi abuelo se tuteaban, una situación poco común con un monarca británico). Su majestad declaró rápidamente su apoyo hacia el primer presidente afroamericano de Sudáfrica, convirtiéndola en uno de los primeros líderes mundiales en hacerlo. También facilitó el camino para que Sudáfrica se reincorporara a la Commonwealth, anulando otra consecuencia del apartheid.

Para algunas personas en posiciones de gran riqueza, desconectadas de la política, la tentación podría consistir en apartarse del mundo. Ahogarse en el hedonismo y la distracción. Pero la reina, en cambio, recurrió a su inmenso capital moral y al legado de su trono para defender de forma sutil, pero no por ello menos profunda. Incluso su decidida y firme consistencia, su negativa a degradar su cargo, proporcionó a Gran Bretaña un ancla en mares tormentosos y momentos difíciles. Eso merece un elogio.

También merece ser imitado, la forma más sincera de halago. Carlos III sucede ahora a su difunta madre en un momento que es difícil para Gran Bretaña y el mundo. Con una pandemia detrás de nosotros, y enfrentándose a otros grandes retos como la crisis climática, los conflictos globales gravosos, la depresión económica y sociedades cada vez más fracturadas y exasperadas por el aumento de la intolerancia y el racismo, el mundo espera que el rey Carlos siga el legado de su madre, que sea, en resumen, un líder moral.

Una de las maneras en que Carlos lo puede lograr es aprovechando el inmenso poder simbólico basado en la fe y la credibilidad que posee, no solo como jefe de la Iglesia de Inglaterra, sino como un monarca que ha pasado años construyendo puentes con líderes y comunidades religiosas de todo el mundo. Este es el mismo Carlos que en una ocasión dijo que quería ser un “defensor de fe”, en lugar de simplemente “defensor de la fe”, para reflejar su compromiso con las personas de todas las religiones.

El mundo ahora necesita un líder así. Alguien capaz de utilizar vías constructivas no políticas para construir puentes en un momento en el que las naciones y regiones del mundo sienten que se están distanciando. Y hay numerosos nuevos socios con los que Carlos se puede relacionar. Como el papa Francisco, que ha hablado abiertamente de la emergencia climática. O el Aga Khan, quien se ha esforzado mucho por construir puentes entre religiones. O el Dr. Mohammad bin Abdulkarim Al-Issa, que dirige la ONG islámica más grande del mundo, la Liga del Mundo Islámico, y que encabezó la primera delegación religiosa islámica en Auschwitz.

Sí, dichos esfuerzos del nuevo rey carecerían de todo poder político. Pero la reina y mi abuelo demostraron que el verdadero poder reside en los corazones y las mentes de las personas. Y por eso ellos, y ahora Carlos, son capaces de ejercer tal influencia y respeto. Porque su carácter es su medio de comunicación, sus principios son su política, y sus valores y virtudes se mantienen firmes.

Ndileka Mandela es escritora, activista social y directora de la Fundación Thembekile Mandela.

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