El debate sobre la serotonina: ¿funciona este tratamiento para la depresión?
'La serotonina no será la única causa de la depresión'. Foto compuesta: Getty/Guardian Design

Daniela da Silva se siente bien. Acurrucada debajo de una manta de lana en el interior de un escáner médico, sus ojos están cerrados y su mente está concentrada y sorprendentemente indiferente a los pensamientos negativos. Tres horas antes, esta profesora de yoga y estudiante de neurociencia de 39 años recibió una dosis del medicamento estimulante dextroanfetamina, que suele ser utilizado para tratar el TDAH.

“Estoy experimentando un aumento de serotonina. Ah, sin duda”, predice antes de entrar en el escáner de PET.

Da Silva es una voluntaria sana que participa en un ensayo que emplea una técnica pionera de imagen cerebral diseñada para medir los cambios de la serotonina en el cerebro de personas vivas. El año pasado, los científicos utilizaron el escáner para obtener lo que consideraban que era la primera prueba directa de que la liberación de serotonina es menor en el cerebro de las personas con depresión.

Los resultados avivaron el intenso debate sobre el papel de esta sustancia química –si es que tiene alguno– en la depresión. Apenas unos meses antes, una revisión científica de alto perfil causó revuelo cuando llegó a la conclusión opuesta de que “tras una gran cantidad de investigaciones, realizadas a lo largo de varias décadas, no existen pruebas convincentes” de la idea de que la depresión está provocada por un desequilibrio químico en el cerebro.

Para muchos, fue una noticia que los argumentos a favor de la implicación de la serotonina en la depresión no fueran ya irrefutables. La idea de que se trata de un desequilibrio químico está arraigada en la conciencia pública y ha moldeado nuestra forma de concebir las enfermedades mentales.

Se asume ampliamente que la principal clase de medicamentos antidepresivos, los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), actúan aumentando los niveles de serotonina. Por lo tanto, la sugerencia de que la forma en que debatimos y tratamos las enfermedades mentales podría estar basada en fundamentos poco sólidos resultó desconcertante. Sin embargo, también supuso una llamada de atención sobre el hecho de que esta perspectiva de la depresión no ha proporcionado tratamientos eficaces para un importante porcentaje de las personas afectadas.

¿Qué es la serotonina?

En ocasiones se hace referencia a la serotonina como la “hormona de la felicidad”, lo que evoca la imagen de una sustancia que se desplaza por el cerebro dejando a su paso un cálido resplandor de alegría. En realidad, su papel biológico es complejo y abarca funciones básicas como la regulación del sueño, la actividad intestinal y la formación de coágulos sanguíneos.

En el cerebro, la serotonina actúa como mensajero químico entre las neuronas, pero también como una especie de control de volumen que aumenta o disminuye de forma alterna el nivel de comunicación entre otras neuronas. “Dicho de otra forma, la serotonina afina el funcionamiento del cerebro, regulando la manera en que las distintas partes del cerebro se comunican entre ellas”, explica el Dr. James Rucker, psiquiatra especialista del South London and Maudsley NHS Foundation Trust, cuyas investigaciones se centran en el desarrollo de nuevos tratamientos para la depresión.

La denominada hipótesis del efecto de la serotonina en la depresión surgió por pura casualidad. En la década de 1950, los médicos observaron que los pacientes a los que se les administraba un nuevo medicamento contra la tuberculosis, la iproniazida, se mostraban inusualmente alegres, incluso eufóricos. Se descubrió que el fármaco aumentaba los niveles de serotonina (entre otros neurotransmisores) al bloquear una enzima encargada de descomponerla. Surgió la conclusión de que si el aumento de los niveles de serotonina hacía que las personas se sintieran mejor, quizás lo que causaba en primer lugar la depresión era un déficit de serotonina. Las empresas farmacéuticas no tardaron en utilizar esta idea para comercializar una nueva generación de medicamentos muy vendidos, entre ellos la fluoxetina, el escitalopram y el citalopram.

Diversos tipos de evidencia experimental también respaldaban esta idea. Las drogas que generan una gran liberación de serotonina, como la MDMA, hacen que los consumidores se sientan eufóricos y emocionalmente conectados, el polo opuesto de la depresión. Y cuando las personas que anteriormente padecieron depresión llevan una dieta carente de triptófano, el aminoácido que contienen los alimentos ricos en proteínas y que el organismo utiliza para producir serotonina, tienen más probabilidades de recaer. No obstante, otros estudios arrojaron resultados poco concluyentes y contradictorios.

“La mayor parte de la población creía que se había demostrado la relación”, señala Joanna Moncrieff, profesora de psiquiatría del University College de Londres y autora principal de la revisión crítica. “La mayoría de los psiquiatras y científicos sabían que no era así”.

Después de evaluar la evidencia de 17 estudios previos, Moncrieff y sus colegas concluyeron que los argumentos a favor de que un déficit de serotonina es el responsable de la depresión eran poco convincentes. “El mayor avance que podríamos lograr”, comenta, “sería dejar de pensar en la depresión como una afección médica”.

Moncrieff considera que la depresión es una reacción emocional a circunstancias externas y señala que, como psiquiatra, siempre ha sido capaz de identificar una causa subyacente en sus pacientes. “Si uno se encuentra en un estado depresivo, no es capaz de analizar su vida de forma muy objetiva y averiguar qué es lo que está mal”, explica. “Con mucha frecuencia está relacionado con las deudas, los problemas de pareja, la soledad”.

“Creo que los problemas de salud mental son problemas sociales”, añade. “No funciona intentar tratarlos como problemas de individuos”.

La pobreza, la mala salud, el desempleo, el duelo y los traumas infantiles aumentan considerablemente el riesgo de padecer depresión, y en ocasiones no se presta atención a estos poderosos factores determinantes de las enfermedades mentales. Sin embargo, el argumento de que la depresión no es, por tanto, un tipo de enfermedad queda fuera de la corriente médica dominante y también de la experiencia subjetiva de muchas de las personas afectadas. Entre ellos se encuentra Rucker, quien antes de convertirse en psiquiatra experimentó un grave episodio de salud mental que lo dejó en un “lugar de oscuridad, desesperación y anhelo de olvido y muerte”.

“Cuando sufres una enfermedad mental, como la depresión, es inexplicable”, comenta. “Tuve una crianza cómoda, una buena educación, mis padres se siguen queriendo, estudié medicina y entonces la depresión me abatió por completo a los 20 años”.

La revisión de Moncrieff provocó un tardío ajuste de cuentas público respecto a la hipótesis de la serotonina, aunque la mayoría de los psiquiatras ya habían superado la idea de que la depresión estaba causada por un simple déficit o de que la causa subyacente de la depresión es la misma para todas las personas.

“La serotonina no será la explicación de todo tipo de depresión”, señala el profesor Oliver Howes, psiquiatra del Imperial College y el King’s College de Londres. “Es un trastorno complicado y probablemente existen varios subtipos diferentes”.

Howes comenta que los avances se han estancado debido a la inexistencia de una forma directa de medir el nivel de serotonina en el cerebro, lo que significa que los científicos tenían que recurrir a medidas indirectas insatisfactorias, como análisis de sangre, cerebros postmortem y someter a las personas a dietas pobres en triptófano. “La gente lleva décadas debatiendo la cuestión, pero todo ha estado basado en medidas indirectas”, añade. Howes forma parte del equipo pionero del nuevo escáner de PET, que The Guardian pudo observar una vez más en un segundo ensayo de seguimiento.

A la voluntaria (Da Silva) se le inyecta un indicador radioactivo seguro que el escáner detecta mientras fluye por su torrente sanguíneo, trazando un mapa tridimensional de su cuerpo. El indicador está diseñado para que se una a los receptores de serotonina del cerebro y los muestre como un mapa de calor de colores en el escáner. Pero cuando se produce un aumento de serotonina, una parte de las moléculas del indicador se desprende de los receptores y la caída de la señal indica cuánta serotonina está emitiendo el cerebro. “No podemos introducir una pipeta en el cerebro y tomar una muestra”, señala Howes. “De modo que esto es lo más parecido a lo que podemos llegar”.

En una investigación publicada el año pasado, Howes y sus colegas compararon los niveles de serotonina en 17 pacientes que padecían depresión y 20 voluntarios sanos. Los dos grupos no mostraron diferencias en su nivel basal de serotonina. No obstante, cuando se volvió a realizar un escáner a los participantes tras administrarles una dosis de dextroanfetamina, el grupo sano experimentó un cambio significativamente mayor –un 15% en comparación con un 6%– que el grupo deprimido. Un alumno de doctorado de Howes me envía un correo electrónico después del escáner para confirmar que la intuición de Da Silva era correcta: experimentó un aumento del 48% del nivel de liberación de serotonina.

“Se obtiene una medida de la cantidad de serotonina que se libera”, explica Howes. “Nuestro estudio es la primera prueba directa de que la liberación de serotonina en el cerebro es menor en las personas con depresión”.

El trabajo constituyó solo un primer paso y deberá repetirse en una población de pacientes más amplia. Sin embargo, Howes cree que la técnica podría ser crucial para entender las razones por las que los tratamientos actuales no funcionan en todos los pacientes y, con el tiempo, sentar las bases de mejores medicamentos. “Aunque los tratamientos actuales ayudan a muchas personas, no funcionan para todos. Algunas personas no logran encontrar ningún tratamiento que les ayude, por lo que realmente tenemos que entender mejor qué ocurre en el cerebro que conduce a la depresión”.

Cómo actúan los ISRS

Sucesivos ensayos clínicos confirmaron que los medicamentos ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina) son eficaces en aproximadamente dos tercios de los pacientes. Pero lo que resulta desconcertante es que, aunque estos medicamentos alteran los niveles de serotonina en el cerebro de forma casi inmediata, suelen tardar entre dos y cuatro semanas en producir un beneficio clínico, lo cual suscita interrogantes sobre su funcionamiento real. La profesora Catherine Harmer, directora del Psychopharmacology and Emotional Research Lab de la Universidad de Oxford, lleva una década investigando este fenómeno a través de una serie de experimentos ingeniosamente diseñados. “Sea lo que sea lo que hacen los antidepresivos, no creemos que simplemente afecten el estado de ánimo”, señala.

Desde un punto de vista evolutivo, dice Harmer, nuestros cerebros están programados para estar muy alerta a las amenazas existentes en nuestro entorno y priorizar la atención a los peligros. Harmer considera que la depresión es un caso en el que falla este instinto básico de supervivencia. “Cuando las personas están deprimidas, tienen un filtro negativo y son más propensas a fijarse en la información negativa y eso refuerza las experiencias negativas”, explica. “Si solo recibes información negativa, tu esperanza y tu placer no son prioritarios. En realidad, nadie quiere limitarse a sobrevivir”.

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En un estudio, se les mostró a los participantes caras que expresaban diversas emociones. Después de una dosis de ISRS, las imágenes tenían que ser más explícitamente negativas para que fueran consideradas tristes. Foto: P1vital Products Ltd

La investigación de Harmer sugiere que la disponibilidad de serotonina modifica la forma en que procesamos la información emocional a nivel subconsciente y esto tiene un impacto acumulativo en cómo nos sentimos. En un estudio, Harmer les mostró a los participantes imágenes de caras (izquierda) que expresaban distintas emociones (alegría, tristeza, miedo) con diferentes intensidades. Las imágenes fueron modificadas en una computadora a partir de un rostro neutro, de modo que oscilaban entre la felicidad absoluta y una mueca apenas perceptible similar a la de la Mona Lisa.

Después de una sola dosis de ISRS, aumentó el umbral de detección de las emociones negativas: tenían que ser más explícitamente negativas para que fueran interpretadas como tales. Se observó la tendencia opuesta en las caras con expresiones positivas. Otro experimento reveló que las personas eran menos propensas a recordar información negativa tras ingerir una dosis única de un medicamento antidepresivo, aunque no informaron sobre ningún cambio en su estado de ánimo. Era como si el antidepresivo añadiera un filtro de “sesgo positivo” que cambiaba sutilmente la forma en que las personas experimentaban el mundo en un nivel inconsciente.

Esto sugiere que los antidepresivos pueden funcionar de forma sorprendentemente similar a lo que la terapia cognitivo-conductual pretende hacer a nivel consciente, y podría explicar la razón por la que una combinación de medicamentos y terapia suele ser más eficaz que los medicamentos por sí solos. Cuando una persona vuelve a centrarse en la información positiva de su entorno, empieza a responder a esos estímulos positivos y, poco a poco, comienza a sentirse mejor.

Esto coincide con la forma en que Rucker describe el papel de los antidepresivos en su propia recuperación. “Hago muchas cosas para mantener mi salud”, comenta, enumerando una lista que incluye ejercicio, yoga, meditación y años de psicoterapia, “pero también antidepresivos”. “No son la única solución. Te llevan al punto en el que puedes salir por la puerta principal y hacer esas otras cosas para ayudarte a ti mismo”.

A medida que los últimos avances científicos revelan nuevos conocimientos sobre la biología de la depresión, resulta evidente que la serotonina solo es una pieza de un complicado rompecabezas. La depresión no es un “desequilibrio químico” que se puede neutralizar en un sentido simplista. Hay factores sociales y ambientales externos que pueden desencadenar la depresión y otros que se pueden aprovechar para ayudar a las personas a mejorar. Los medicamentos que actúan sobre la serotonina pueden inclinar la balanza a favor de la recuperación, pero se necesita una gama más amplia de alternativas.

La nueva frontera en el tratamiento de la depresión

Ketamina. Conocida como “droga de fiesta”, pero ampliamente utilizada en medicina como anestésico. La ketamina no está autorizada como antidepresivo, no obstante, los estudios sugieren que puede mejorar los síntomas de la depresión grave (las tasas de éxito a largo plazo son más inciertas). En el Reino Unido también se aprobó un spray nasal similar a la ketamina, la esketamina, para la depresión moderada a grave, pero no cumplió los criterios de rentabilidad, por lo que el tratamiento es accesible de manera privada, pero no está ampliamente disponible en las clínicas del Servicio Nacional de Salud.

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Psilocybe cubensis. Foto: Eric Limon/Alamy

Alopregnanolona. En 2019, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) aprobó en Estados Unidos el primer medicamento específico para la depresión posparto, un esteroide llamado alopregnanolona. El fármaco es un metabolito de la hormona progesterona, que disminuye bruscamente después del parto, y es posible que el medicamento funcione contrarrestando algunos de los cambios hormonales que ocurren después del parto.

El uso de este fármaco no es generalizado debido a que se administra en forma de infusión intravenosa de 60 horas, pero se está probando una versión oral, lo que significa que podría constituir un paso importante hacia medicamentos adaptados para tratar subtipos específicos de depresión.

Psilocibina. El año pasado, un ensayo realizado con más de 200 pacientes descubrió que una sola dosis de psilocibina, el compuesto activo de los hongos alucinógenos, ayudaba a aliviar los síntomas de la depresión grave cuando se combinaba con terapia. Los científicos creen que esta droga puede actuar como un “reinicio” del cerebro y aumentar la conectividad, lo cual podría hacer que el cerebro fuera más receptivo a la terapia.

Se necesitarán más ensayos antes de que se pueda autorizar como medicamento, de modo que por el momento solo está disponible en ensayos clínicos.

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