La mujer que salva vidas trans en la frontera entre EU y México: ‘¿Por qué les daría la espalda?’
Miembros de la comunidad LGBTQ+ y de las ONG pro-migrantes marchan en el centro de Tijuana en junio de 2018. Foto: Guillermo Arias/AFP/Getty Images

Susana “Susy” Barrales deslumbra por el centro de Tijuana, intercambiando saludos con vecinos, amigos y conocidos cada vez que sale de su modesta oficina, donde las paredes están adornadas con reconocimientos enmarcados otorgados por entidades gubernamentales locales que elogian su labor de defensa.

El albergue que dirige en la ciudad mexicana fronteriza con California se ha convertido en un destino para muchas personas de otras ciudades mexicanas y países de Centroamérica, y de otros lugares, que se enteran de su existencia a través de la información sobre migración.

Su nicho consiste en utilizar sus propias experiencias para ayudar a las mujeres transgénero que huyen de la persecución y buscan apoyo y asistencia médica, muchas veces en Tijuana en su camino hacia Estados Unidos.

Poco tiempo después de que el Covid-19 fuera declarado pandemia mundial, varias amigas de Barrales en Tijuana comenzaron a morir por complicaciones relacionadas con el virus. Cuando muchas de ellas acudieron a farmacias u hospitales, las enfermeras y los médicos se negaron a ayudarlas debido a que las pacientes no podían verificar su identidad, explicó Barrales.

“Empecé a tocar puertas, a informarme sobre cómo podía ayudar a otras mujeres transgénero como yo”, explicó. La mujer de 44 años, originaria de Puebla, en el centro de México, añadió: “Entonces alguien me dijo: ‘¿Sabes qué puedes hacer para que la gente te escuche? Crea una organización'”.

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Susana ‘Susy’ Barrales. Foto: Justo Robles

Tres años después de fundar La Casita de UT (también conocida como Little Home Unión Trans), su organización ha ayudado a más de 80 personas a cambiar legalmente sus nombres y a recibir atención médica adecuada, comentó.

Su misión inicial de atender a mujeres transgénero mexicanas en Tijuana se amplió de forma inesperada a finales de 2020, cuando alguien tocó su puerta.

Era una migrante de El Salvador, Wendy Méndez, que decía que le preocupaba que si se entregaba a los agentes fronterizos de Estados Unidos la deportarían a El Salvador, donde unos pandilleros la violaron después de que ella se negara a contrabandear drogas a una cárcel, y donde temió por su vida debido a su identidad de género.

El año anterior, Camila Díaz Córdova, otra mujer transgénero, fue asesinada por tres policías en El Salvador después de que las autoridades estadounidenses la deportaran.

En virtud del derecho internacional, Méndez debería haber podido solicitar asilo en Estados Unidos e iniciar un proceso legal en ese país, sin embargo, el entonces presidente Donald Trump había introducido dos políticas restrictivas.

El programa de protocolos de protección a los migrantes, conocido como “Quédate en México“, obligó a decenas de miles de solicitantes de asilo a permanecer en México, con frecuencia en circunstancias difíciles y peligrosas, hasta que los tribunales estadounidenses revisaran sus casos, mientras que la norma de salud pública de emergencia denominada Título 42 permitía que las autoridades rechazaran o expulsaran sumariamente a las personas en la frontera.

Además, antes de que pudiera intentar cruzar la frontera, Méndez necesitaba atención médica: como consecuencia de la violación contrajo VIH.

Había viajado sin medicamentos y Barrales le sugirió que se quedara un tiempo en Tijuana.

“Susy fue como una madre, me llevó al hospital y me cuidó”, comentó Méndez, hablando desde Brooklyn, Nueva York, donde vive desde hace tres años. “Susy también hizo que me sintiera hermosa de nuevo, que me sintiera cómoda siendo transgénero”.

Barrales recuerda haberla ayudado, en especial porque “ella me recordó a una versión más joven de mí misma”, comentó.

En mayo de 2016, Barrales esperaba volver a cruzar la frontera entre Estados Unidos y México. Anteriormente vivió en Estados Unidos más de 20 años, cinco de ellos en una cárcel por delitos que atribuyó a personas con las que entabló amistad en el trabajo y que vendían drogas. Contó cómo sufrió abusos sexuales y violaciones cuando estuvo encarcelada y cómo, después de cumplir su condena, fue deportada a México.

Barrales regresó a Puebla, ciudad que dejó a la edad de 19 años, pero al poco tiempo sus antiguos vecinos la siguieron hasta la casa de su familia profiriendo insultos de carácter sexual. Sus sobrinos querían confrontar a los hombres, comentó. Pero Barrales simplemente llegó a la conclusión de que Puebla no era para ella. Se marchó a Tijuana.

Al principio fue tórrido: no encontraba apoyo y durmió bajo un puente durante varios días. En las calles conoció a muchos migrantes de distintas nacionalidades. Trabajó hasta que pudo pagar su propio departamento, donde alojó posteriormente a otras mujeres transgénero que no tenían vivienda.

Ahí empezó a crecer una comunidad, que pasaba las noches hablando sobre problemas comunes e informándose sobre el VIH y los tratamientos hormonales.

En tiempos tan inciertos, descubrió su propósito y se quedó.

Soy una mujer transgénero, pero también soy migrante, ¿por qué les daría la espalda?”, señaló, y añadió: “Hemos acogido a migrantes que han sufrido palizas, robos y abuso sexual. No queremos que sientan que están solas”.

En el transcurso del Título 42, que siguió en vigor bajo la presidencia de Joe Biden hasta su término el 11 de mayo, Barrales indicó que La Casita de UT recibió a cientos de jóvenes mujeres transgénero, especialmente de El Salvador, Honduras y Venezuela, cuyos ciudadanos eran expulsados de Estados Unidos.

Miriam Cano, secretaria de Inclusión Social e Igualdad de Género del gobierno del estado de Baja California, en el noroeste de México, comentó: “Los migrantes LGBT vienen a Tijuana por su cercanía a Estados Unidos, pero sobre todo porque consideran que el otro lado de la frontera es un espacio libre de discriminación, donde pueden encontrar oportunidades de trabajo, muchos aspectos que no pueden encontrar en sus propios países, incluido México”.

Por su contribución a la promoción de la inclusión social y la prevención de la discriminación y la violencia, en la pared de la oficina de Barrales están colgados reconocimientos del gobierno local y fue nombrada comisionada social honoraria de Tijuana.

Temprano, en una mañana de domingo, siete huéspedes de La Casita de UT permanecían de pie en una sala de estar sin amueblar, en la absoluta quietud de una profunda concentración. Las cuatro mexicanas, dos venezolanas y una salvadoreña miraban fijamente sus teléfonos, intentando conseguir una de las limitadas citas para solicitar asilo que las autoridades estadounidenses liberan cada mañana a través de CBP One, la aplicación para celulares del gobierno federal que ahora es el principal portal para solicitar asilo de aquellos que llegan a la frontera.

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Un grupo de personas navega por la aplicación para celulares CBP One en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua, México. Foto: Hérika Martínez/AFP/Getty Images

“Tuvimos a alguien que quería suicidarse porque no lograba sacar una cita y no quería regresar a casa. Ella estaba asustada”, explicó Barrales. Señaló a la mujer, que había cerrado sus ojos y echado su cabeza hacia atrás como si rezara en silencio mientras esperaba que la aplicación cargara su solicitud.

A las 8:30 de la mañana, ninguna de las migrantes había logrado sacar una cita. En medio del desalentador silencio, Barrales alzó su voz: “Mañana será un nuevo día, chicas, un día mejor”.

Entre enero, cuando la aplicación CBP One fue puesta a disposición de los solicitantes de asilo, y el 30 de abril, solo cinco migrantes transgénero alojadas en La Casita de UT pudieron sacar una cita a través de la aplicación móvil, comentó.

Una de ellas era Estefany Lozano, originaria de Lázaro Cárdenas, en la costa central del Pacífico mexicano.

“Un hombre de mi pueblo me dijo que me mataría si me quedaba más tiempo”, relató Lozano, de 27 años. “Mi madre me dijo: ‘Tienes que irte’. Entonces un amigo me contó sobre La Casita”.

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Estefany Lozano. Foto: Justo Robles

Lozano llegó a Tijuana el 5 de febrero, y después de tres meses pudo conseguir una cita a través de CBP One, aunque su entrevista fue a más de 640 kilómetros de distancia, en Nogales, en la frontera entre Arizona y México.

El 4 de mayo, se formó junto a otros migrantes y, cuando llegó su turno, los funcionarios federales de inmigración le dijeron que esperara a un lado después de revisar su documento de identidad de México, en el que aún figura el nombre que le dieron sus padres cuando nació, explicó.

Dejaron pasar a otros antes que a ella y eso la inquietó. Entonces, una funcionaria la llevó a una habitación y le preguntó por qué nombre le gustaría que se refirieran a ella.

“Fue muy respetuosa, me preguntó por qué huía de mi país y después tomó mis huellas dactilares. Luego me dijo que mi cita con el tribunal de inmigración sería en Tennessee”, contó Lozano.

Tennessee, al igual que una creciente oleada de estados estadounidenses controlados por los republicanos, está promoviendo leyes anti-transgénero en medio de la ofensiva de la derecha contra el aborto, el control de armas, la inmigración y la igualdad de las personas LGBTQ+ en general.

Sin embargo, Lozano se siente motivada por el panorama general de su vida cuando mira hacia delante y hacia atrás.

“Aunque ya estoy pensando en mi futuro aquí, con frecuencia pienso en La Casita, especialmente en Susy. En cuanto gane un poco de dinero, le enviaré un regalito. Estoy muy agradecida con ella”.

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