<i>The Crown</i> pasó de drama prestigioso a desastre televisivo
Mira el trono... Elizabeth Debicki como Diana, Princesa de Gales y Khalid Abdalla como Dodi en 'The Crown'. Foto: Daniel Escale/Netflix

Los primeros ministros lo han calificado como “disparate malicioso” y “pura basura”. Las reinas del drama lo han criticado como “burdo sensacionalismo”. Y ahora que han llegado los anuncios de la nueva temporada, la lectura tampoco es agradable. A Lucy Mangan, de The Guardian, le resultó tan insoportable verla mientras le daba una estrella de calificación que sintió como si estuviera teniendo una “experiencia extracorpórea”. Otros críticos la han calificado de “torpe y burda”, “desacertada y escandalosa”, “inútil y triste”, “un nuevo y decepcionante bache”, “un aburrimiento muy bonito”. Llamémoslas “críticas mixtas”, ¿de acuerdo?

De alguna manera The Crown, esa historia cotidiana de gente de sangre azul, se ha convertido en el drama más divisivo de la televisión. Olvida las orgías de drogadictos de Euphoria o la horrenda misoginia de The Idol. La verdadera sorpresa en nuestras pantallas es una familia de multimillonarios que mira con tristeza desde las ventanas del palacio y aplaude educadamente en los partidos de polo.

El estatus para la controversia de The Crown ha sido una tormenta creciente. Cuando la regia saga de Peter Morgan llegó por primera vez a Netflix en 2016, estaba excesivamente producida y en gran medida no era problemática. La mayoría de los espectadores no recordaban los acontecimientos de posguerra que dramatizaba (la primera temporada abarcó de 1947 a 1955, allá en los viejos tiempos) ni tenían opiniones firmes sobre ellos. Las personas retratadas (Winston Churchill, Wallis Simpson) habían muerto hacía tiempo. Las discusiones se limitaban a si los actores se parecían lo suficiente a sus homólogos de la vida real. Era en parte un culebrón elegante y en parte una lección de historia. Los Emmy y los Globos de Oro fueron saqueados como tesoros coloniales.

A lo largo de sus seis temporadas, The Crown se ha ido poniendo al día con los tiempos modernos y esto se ha convertido en un problema cada vez mayor. De repente, la mayoría de sus personajes están vivos, hablan y consultan a sus abogados. Los espectadores tienen ahora recuerdos vívidos y sus propias opiniones. Cuanto más se acerca The Crown al presente, más distancia histórica se pierde y más polémica se vuelve.

Hubo quejas iniciales sobre argumentos especulativos, como el deseo de la joven princesa Margarita de ser reina o la negativa del príncipe Felipe a arrodillarse en la coronación de su esposa. El verdadero Felipe planeó demandar a Netflix por la “perturbadora” subtrama de la segunda temporada, en la que se le culpaba de la muerte de su hermana, la princesa Cecilia, en 1937. La reacción se intensificó en la cuarta temporada, descrita por Simon Jenkins, de The Guardian, como “historia falsa… la realidad secuestrada como propaganda y un cobarde abuso de la licencia artística”. Los propios miembros de la realeza mantuvieron su característico hermetismo, pero el biógrafo de Carlos, Jonathan Dimbleby, la calificó como “disparate sobre palillos”.

Se puede argumentar que The Crown no es más que un chivo expiatorio que asume la responsabilidad de un cambio de actitud más amplio. Gracias a la intrusiva cobertura de la prensa, a las entrevistas demasiado compartidas y a las memorias que desnudan el alma, sabemos más que nunca sobre la realeza. ¿Es Netflix una muestra de falta de reverencia o de toda nuestra cultura contemporánea? Morgan fue calificado de “insensible” por utilizar la muerte de Leonora Knatchbull, de cinco años, para precipitar un insinuado romance entre su madre, Penny y el Duque de Edimburgo. El hecho de que Carlos se enfadara con su madre fue objeto de burlas generalizadas por parecerse a los EastEnders: “Si fuéramos una familia normal y las trabajadoras sociales vinieran a visitarnos, nos habrían metido en un centro tutelar de menores y a ti en la cárcel”. Cada vez más, los diálogos imaginarios de The Crown suenan a guion genérico, en lugar de a cómo podrían hablar realmente estas personas.

Hoy en día, la cobertura de la serie se centra más en la comprobación de los hechos que en considerar sus méritos como entretenimiento cinematográfico. Muchos críticos parecen confundidos por la diferencia entre drama y documental. ¿Cómo se atreve Morgan a aderezar ligeramente los acontecimientos para hacerlos más convincentes? ¿Por qué inventar diálogos para la realeza y no basarlo todo en un silencio digno? Marchemos todos hacia Netflix, agitando horquillas y osos Paddington de peluche.

Por desgracia, la creciente controversia ha coincidido con la caída de la calidad de la serie. Los cambios de reparto cada dos temporadas no han ayudado. La línea de sucesión de Claire Foy a Olivia Colman y a Imelda Staunton ha resultado en intereses decrecientes. El príncipe Felipe, encarnado por Jonathan Pryce, es una sombra de la matizada figura de Matt Smith y Tobias Menzies.

La princesa Margarita, que era una de las mejores en las primeras temporadas cuando Vanessa Kirby la interpretaba estupendamente y Helen Bonham Carter era desgarradora, se ha visto reducida a fugaces cameos de una desaprovechada Lesley Manville. La empática encarnación de Emma Corrin de la adolescente Lady Di la lanzó al estrellato y Elizabeth Debicki ahora brilla, pero a muchos sigue sin convencerles Dominic West como Charles.

La última temporada se emite en dos partes, los cuatro primeros episodios llegaron esta semana, los seis últimos el 14 de diciembre, y está dominada por la prematura muerte de Diana, Princesa de Gales. Netflix se ha esforzado en señalar que la tragedia de París de 1997 se representa “con delicadeza”, asegurando a los expertos que “no se mostrará el momento exacto del impacto del accidente”. Morgan declaró a Variety: “Dios mío, nunca íbamos a mostrar el accidente. Jamás”.

A pesar de todo, se le sigue reprochando su mal gusto y sus libertades. La expresión “demasiado pronto” ha sido muy utilizada. También “pornografía de catástrofes”, antes de que se vieran los episodios, claro. Como dijo Morgan: “Todas las críticas se producen antes de que se estrene la serie. En el momento en que se estrena y la gente la ve, se callan al instante. Y probablemente se sientan bastante estúpidos”. Tiene razón, pero lo de “callarse” es una ilusión.

Era muy arriesgado representar el accidente del Pont de l’Alma, que afortunadamente no se ve, solo se oye. Y, lo que es más desconcertante, está enmarcado por las caprichosas escenas de un parisino que silba y saca a pasear a su perro a la luz de la luna. Le está suplicando que haga sus necesidades cuando un Mercedes pasa a toda velocidad, los neumáticos chirrían y se oye un desagradable estruendo. Es, como mínimo, una extraña elección creativa.

Las apariciones del fantasma de Diana suponen otro punto álgido, que provocará la indignación de la clase media inglesa. Morgan ha negado que sus cameos póstumos, hablando grotescamente a Carlos y a la Reina desde el más allá como un Yoda, sean estrictamente espectrales. “Nunca imaginé el fantasma de Diana en el sentido tradicional”, dijo. “Era ella que seguía viva en las mentes de los que dejó atrás”. Cuando aparece desde ultratumba, se anuncia genuinamente con un ¡Ta-ra-ra ra! como acompañamiento.

Pero los disparates siguen apareciendo. La premonición de la muerte de Diana es torpe. El fantasma de Dodi Fayed aparece, presumiblemente como un gesto a favor de la igualdad de oportunidades en el más allá. Mientras el joven Harry llora desconsoladamente por la muerte de “mamá”, el príncipe Guillermo se convierte en Kevin, el adolescente que pasea angustiado por Balmoral escuchando a Radiohead. La serie de episodios se cierra con un momento tan tonto que es más probable que haga reír que llorar a los espectadores.

En el período previo al estreno mundial de esta semana, el equipo de The Crown se embarcó en una “campaña de publicidad positiva” preventiva en un intento de calmar las inevitables reacciones adversas. Morgan parecía irritable y a la defensiva en las entrevistas. No es de extrañar. Todo parece estar muy lejos de los primeros éxitos de la serie: La actuación de Foy, la gira por Kenia, Aberfan, la Gran Niebla, los Archivos Marburg, esos suntuosos valores de producción de 15 millones de dólares (258 millones de pesos) por episodio.

Lo que comenzó como una prestigiosa pieza de época se parece ahora a una película casera de cuarta. Los relatos históricos no contados y las ingeniosas tramas paralelas de series anteriores se han quedado en el camino. La sutileza se ha sustituido por el melodrama. En siete años, The Crown ha pasado de ser un Downton Abbey superior a un chismoso placer culposo.

Todavía, a pesar de todas las disputas entre realidad y ficción, sigue encabezando las listas de las series más vistas de Netflix. Sin embargo, en su recta final, este drama relampagueante ha perdido el rumbo. Seguiremos viéndola, pero no la admiraremos: una frase que podría aplicarse igualmente a nuestros sentimientos sobre la propia Casa de Windsor.

Traducción: Ligia M. Oliver

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