Cómo Noruega llevó bombas de calor al frío: ¡puedes andar por ahí en playera!
La oficina de clasificación de Tromsø del servicio postal noruego Posten Bring se calienta con bombas de calor. La ciudad está situada al norte a casi 225 km del Círculo Polar Ártico. Foto: NurPhoto/Getty

Cuando Glen Peters compró una bomba de calor para su casa en Oslo no pensaba en el carbón que le ahorraría. La comodidad jugaba un papel importante; una chimenea era demasiado engorrosa, el esfuerzo de tener que comprar, preparar y almacenar la leña, y los radiadores de pared acumulan mucho polvo. “Es fastidioso limpiarlos”, dice Peters (que en realidad es climatólogo).

Pero el factor principal, según Peters, que hace poco cambió a la calefacción de suelo radiante, era el dinero.

En la mayor parte de Europa, instalar una bomba de calor es una de las medidas más eficaces para reducir la huella de carbono. Pero en Noruega, donde los radiadores eléctricos, limpios, pero poco eficientes, han sido habituales durante mucho tiempo, cambiar a una bomba de calor suele ser una decisión puramente económica, a la que Peters llegó tarde. Dos tercios de los hogares de este país nórdico de 5 millones de habitantes tienen bomba de calor, más que en ningún otro lugar del mundo.

Durante muchos años, los noruegos y sus vecinos calentaron sus casas con combustibles fósiles. Pero durante la crisis del petróleo de 1973, cuando los precios se dispararon, los dirigentes políticos del país optaron conscientemente por promover alternativas y, a diferencia de sus homólogos de otros lugares, no se retractaron de esa decisión una vez que la crisis amainó.

Dinamarca puso en marcha un amplio sistema de calefacción urbana. Noruega, Suecia y Finlandia apostaron por la calefacción de leña o eléctrica. Empezaron a poner precio al carbón en los años 90, y una combinación de subvenciones e impuestos inclinó la balanza en contra del petróleo mucho después de que la crisis hubiera terminado.

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En los Países Bajos, durante la crisis del petróleo de 1973, se prohibieron temporalmente los coches en Ámsterdam para ahorrar gasolina. Fotografía: Keystone/Getty Images

“Noruega se aseguró desde el principio de que la calefacción a base de combustibles fósiles fuera la opción más cara, haciendo que las bombas de calor fueran competitivas”, explica Jan Rosenow, del Regulatory Assistance Project, un grupo que trabaja por la descarbonización de los edificios. “Lo hicieron gravando las emisiones de carbono de las calefacciones fósiles. Esa ha sido la clave para incentivar la adopción de bombas de calor”.

Noruega también capacitó mano de obra para instalarlas. Aunque los aparatos pueden salir en masa de las fábricas, su instalación en los hogares puede ser complicada y fácil de estropear. En gran parte de Europa, según los expertos, la falta de mano de obra calificada es uno de los cuellos de botella que frenan el sector de las bombas de calor.

Rolf Iver Mytting Hagemoen, director de la Asociación Noruega de Bombas de Calor, afirma: “La razón de nuestro gran crecimiento es que funcionan. Si hubiera muchos clientes que tienen quejas y malas experiencias con las bombas de calor, les dirían a todos sus vecinos que no funcionan”.

Hay indicios de que lo contrario también es cierto. Ole Øystein Haugen, metalúrgico jubilado que vive en las afueras de Oslo convenció a tres de sus vecinos para que instalaran bombas de calor geotérmicas después de que él mismo instalara una hace siete años. El aparato calienta su piscina y su casa. Tarda un poco más en calentar el agua en primavera que con el antiguo quemador de petróleo, dice Haugen, pero “eso es lo único negativo”.

En el fondo, una bomba de calor es como un refrigerador o un aire acondicionado. La máquina no genera por sí misma el calor deseado, sino que lo traslada del exterior al lugar donde se necesita. La primera bomba de calor la construyó en 1856 el científico austriaco Peter von Rittinger para secar la sal de un pantano. En los años 30, los suizos las utilizaban para extraer calor de ríos y lagos y, un par de décadas más tarde, los estadounidenses las emplearon para extraer calor del subsuelo.

La eficiencia de las bombas de calor ha ido aumentando a lo largo de las décadas, en parte gracias a los pioneros de los países nórdicos, que las fueron perfeccionando hasta el punto de que una versión moderna puede suministrar de tres a cinco unidades de calor por cada unidad de electricidad utilizada para alimentarla. En cambio, una caldera de gas eficiente solo puede producir tanto calor como la energía contenida en el combustible quemado. En otras palabras, la huella de carbono de una bomba de calor es menor que la de una caldera de gas, aunque esté conectada a una red eléctrica dependiente de proveedores con altas emisiones.

Kent Eilertsen es ingeniero de mantenimiento del servicio postal noruego Posten Bring y se ocupa de dos bombas de calor en la terminal de clasificación de Tromsø, a 225 km del Círculo Polar Ártico. “Funcionan muy bien en el frío”, afirma Eilertsen. Los dispositivos pueden perder eficacia cuando las temperaturas descienden por debajo de -15 °C, añadió, pero las nuevas versiones siguen funcionando a -20 °C o -25 °C.

No es lo que se oye en otros países. Viniendo del Reino Unido, donde el año pasado se vendieron menos bombas de calor que en ninguna otra parte de Europa, y viviendo en Alemania, donde estas sencillas cajas grises se han convertido en el blanco de una feroz guerra cultural, me resulta especialmente difícil entender la aceptación nórdica del calor limpio. En algunos medios británicos y alemanes se han lanzado fuertes campañas contra las bombas de calor y se sigue argumentando que son ineficaces y se descomponen con el frío. Algunas de estas campañas están vinculadas a grupos de interés en el gas.

La popularidad de las bombas de calor en los países nórdicos debería bastar para disipar ese mito: Suecia y Finlandia encabezan, junto con Noruega, la clasificación de bombas de calor por cada mil hogares. Los estudios demuestran lo mismo. En climas ligeramente fríos, una bomba de calor de aire estándar produce entre dos y tres veces más calor útil que la energía necesaria para hacerla funcionar, y la proporción solo desciende por debajo de dos en temperaturas muy por debajo del punto de congelación.

Los noruegos también se benefician de casas bien aisladas. “Cuando era niño, o sudábamos como cerdos en verano o nos moríamos de frío en invierno”, dice Peters, que creció en Australia. “Noruega es muy diferente y bastante lujosa en el sentido de que en pleno invierno puedes pasearte en camiseta y tu casa está a más de 20 grados”.

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Al líder laborista, Sir Keir Starmer, y la ministra de Hacienda, Rachel Reeves, les muestran una bomba de calor durante la visita a una empresa de energías renovables en Slough, Berkshire. Foto: Jonathan Brady/PA

Por ahora, las bombas de calor siguen siendo, en la mayoría de los países, bastante pequeñas. Según la Agencia Internacional de Energía, el parque mundial de bombas de calor solo cubre el 10% del calor que se utiliza en los edificios, y deberán casi triplicarse de aquí a finales de la década para estar en condiciones de alcanzar el objetivo de cero emisiones netas en 2050. A pesar del auge experimentado desde la reciente crisis energética, cuando los precios del gas fósil se dispararon, las ventas en algunas partes de Europa y otros lugares sugieren que ese objetivo sigue muy lejos.

El éxito de Noruega no es fácil de imitar. Es uno de los países más ricos del planeta, por lo que sus ciudadanos pueden permitirse más fácilmente el elevado coste inicial de una bomba de calor. Noruega también produce electricidad barata y renovable a partir de presas hidroeléctricas, lo que reduce las facturas mensuales de los usuarios de bombas de calor.

Pero mientras los gobiernos europeos siguen subvencionando los combustibles fósiles, y fijando precios del carbono muy por debajo del costo de contaminar, la experiencia nórdica demuestra que los políticos de países con temperaturas mucho más cálidas podrían optar por limpiar sus sistemas de calefacción.

Traducción: Ligia M. Oliver

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