Mi vida con Shere Hite: la feminista olvidada que cambió el sexo para siempre
Shere Hite en 1997. Fotografía: Ullstein Bild/Getty Images

Cuando sus libros sobre mujeres, hombres y el clítoris causaron indignación, la escritora feminista Shere Hite se vio obligada a huir de Estados Unidos. Acabó en mi pequeño departamento de Londres, con la cabeza aún revolucionada.

Shere Hite fue una leyenda de su época que aterrizó en mi pequeño departamento municipal cuando yo tenía 20 años. Era dos décadas mayor que yo y me parecía una criatura extraordinaria y exótica transmutada del celuloide en una extraña realidad en mi casa. Para los mayores de 50 años, Shere Hite, figura fundamental del movimiento feminista de la segunda ola, era una escritora y sexóloga muy fotografiada: una mezcla entre Germaine Greer y una estrella de cine. A los más jóvenes, el nombre les resulta desconocido. De ahí el título del magnífico nuevo documental de Nicole Newnham, The Disappearance of Shere Hite.

Conocía a esta autora feminista por el librero de mi madre cuando era niña, leí sobre ella en Cosmopolitan de adolescente y me fascinó la idea de conocerla cuando tenía 25 años y fui a entrevistarla.

Nacida en Missouri en 1942, en 1976 publicó El Informe Hite: estudio de la sexualidad femenina, del que se han vendido más de 50 millones de ejemplares y que, según algunas estimaciones, es el trigésimo libro más vendido de todos los tiempos. Fue un hito que le aportó riqueza y fama y que revolucionó el diálogo sobre la sexualidad femenina, sobre todo al demostrar que la mayoría de las mujeres tenían orgasmos por estimulación del clítoris y no por penetración. Sus sorprendentes hallazgos posteriores sobre la inseguridad masculina en El informe Hite sobre la sexualidad masculina (1981), y la insatisfacción matrimonial femenina en Mujeres y amor (1987), fueron un anatema para el creciente conservadurismo de Estados Unidos en la década de 1980. La reacción contra ella y su obra fue tan extrema que acabó renunciando a la nacionalidad estadounidense.

Así que allí estaba, en Londres, en 1989, para la entrevista acordada, ridículamente bella a sus 46 años, de una forma pálida, casi sobrenatural. Era glamurosa, y el estilo hollywoodiense de los años 40 que había hecho suyo la diferenciaba de otras integrantes del movimiento feminista, que tendían a adoptar una estética más práctica. Me saludó abalanzándose sobre mi chaqueta de terciopelo color borgoña: le encantaba, así que envió a su pobre publicista a las tiendas con su tarjeta de crédito para comprar una, pero no lo logró.

Hablamos de feminismo, vida, editoriales, política, relaciones. Me empapé de su encanto, flotando en su extraña e hipnótica voz mientras entrelazaba palabras como “clítoris” y “masturbación” en sus frases. Llegó un ramo de flores de un periódico. Decidió que quería regalármelo. Salí de nuestro encuentro flotando bajo las flores, con mi fascinación totalmente reforzada. De vuelta a la oficina, entré en la tienda donde había comprado mi chaqueta. Quedaba una sola. En los saldos. Tenía que ser.

Unos días más tarde, la voz de Shere se escuchaba en mi maltrecha contestadora, agradeciéndome la chaqueta que le había enviado y dándome su número en Nueva York. Dieciocho meses después, estaba en mi departamento. Tras huir de Estados Unidos, viajaba entre París, el Hilton de Kensington y un colchón en el suelo de una casa ocupada del norte de Londres: las costumbres de su antigua vida acomodada chocaban con la realidad económica de su presente. Siempre oscilaba entre el gasto y el ahorro.

Cuando la conocí, en 1990, tenía problemas. Había sido víctima de ataques despiadados por parte de los medios de comunicación, ataques en su domicilio, humillaciones públicas y amenazas de muerte, todo lo cual contribuyó a la pérdida de sus editores estadounidenses y de su capacidad para ganarse la vida. Sus descubrimientos sobre el sexo, ahora ampliamente aceptados, causaron indignación, y su aspecto fue utilizado por los críticos para restar seriedad a su trabajo en una época en la que existían rígidas expectativas sobre el aspecto que debía tener una agitadora feminista. Ella también tenía un carácter difícil, hay que decirlo. El caso más sonado fue la agresión que le hizo a un conductor de limusina que la llamó “querida”.

Se convirtió en ciudadana europea antes de separarse discretamente de su marido alemán, con el que apenas mantuvo contacto durante los años que la conocí. Habíamos iniciado una relación intermitente en París y, entre 1991 y 1997, vivió principalmente entre Francia y mi casa, donde investigó y escribió sin cesar. Los derechos de autor de aquellos libros de éxito seguían llegando, pero ella necesitaba un mercado para nuevos trabajos y se dedicó a reconstruir su carrera con una concentración fenomenal.

Shere nunca conoció a su padre y fue abandonada dos veces por su madre. Después, los abuelos que la criaron se divorciaron y fue criada por una tía. Estaba claro que no era una base estable para la vida de una activista cuyas teorías causaban tanta furia. En Londres, cuando empezó a perder la riqueza y el éxito que había creado, se retiró para esconderse, recuperarse y reponerse.

Escribía durante gran parte de la noche, a veces en pijama y con tubos en el cabello, mientras trabajaba en nuevas teorías. Dormía durante el día y se despertaba a tiempo para que saliéramos a cenar. Era su única actividad de ocio real, aparte de las compras a toda velocidad en Harvey Nichols: su estilo personal era vital para su identidad. De vez en cuando, nos cruzábamos por la mañana: mientras yo me levantaba, ella se iba a la cama. Su palidez un tanto vampírica junto con su belleza casi desconcertante podían hacerla parecer ilusoria. Otras veces, no salía de detrás de sus montones de papeles ni siquiera a la luz del día.

Yo estaba escribiendo mi primera novela y al mismo tiempo que trabajaba como articulista, mientras Shere, que se describía a sí misma como “historiadora cultural”, intentaba descifrar el estado del mundo, desenredarlo y plasmarlo en una forma accesible. Siempre curiosa, me hacía preguntas sobre sexo, política y la vida emocional de las mujeres jóvenes. Yo podía ofrecerle un punto de vista diferente que le resultara útil, pero que podía incomodarla si se alejaba demasiado de sus propias teorías. No se parecía a ninguna de mis amigas. Su piel era más blanca que la de cualquiera que yo conociera, y contrastaba con el carmín escarlata de su lápiz de labios. Su esbeltez y elegancia pertenecían más a la pantalla que a la vida real. Hacía ejercicio a diario, siempre en interiores, y una vez desapareció en el armario de una librería para completar sus estiramientos antes de dar un discurso.

Shere tenía un efecto extraordinario en la gente, poseía un extraño y delicado carisma que les enganchaba. “Creo que todo nuestro equipo se enamoró un poco de ella”, dice Newnham sobre la realización de su documental. En las fiestas que organizaba en mi departamento, veía las miradas, los trances, la curiosidad. “Creía esas cinturas sólo existían en el siglo XVIII”, dijo una invitada, mirándola embobada vistiendo su chaqueta Norma Kamali. Le pusieron tarjetas de presentación en las manos. Fechas sugeridas. Proyectos propuestos. La gente, incluida yo, siempre sentía la necesidad de ayudarla; los taxistas saltaban de sus coches para llevarle las maletas. Ella se lo tomaba todo con calma: las tarjetas se acumulaban en su escritorio, ignoradas o pegadas a sus notas mientras trabajaba. Parecía que nunca había sido maternal, pero en cierto modo ella misma necesitaba serlo. Quizá los demás lo percibieron.

No se puede subestimar la extrañeza de tener en mi departamento a la que un amigo llamaba “esa diva internacional”. “¿Qué? ¿Shere Hite está ahí?”, exclamaba la gente, mirando hacia el edificio.

La gente quería un pedazo de la feminista femme fatale, pero una vez que mis amigos más cercanos habían superado la novedad, por mucho que la adorara, yo necesitaba un descanso de la intensidad que suponía una existencia con Shere. Nos escondíamos de vez en cuando, yendo a tomar algo al cercano Hotel Russell en vez de a mi departamento porque queríamos distanciarnos de lo que sólo puedo describir como el Show de Shere, y reíamos y hablábamos de tonterías de veinteañeras sin que ella nos escrutara o nos corrigiera si detectaba sexismo, por muy fervientes jóvenes feministas que fuéramos todas.

En retrospectiva, me doy cuenta de que, por muy emocionante que fuera mi vida con Shere, no tenía ni pies ni cabeza. Mi querido padre había muerto hacía poco; yo estaba de duelo, trabajando duro, y aquí estaba esta mujer con toda una carrera establecida y un matrimonio a sus espaldas, aunque su presencia de otro mundo también era una distracción del dolor.

Un amigo novelista dijo más tarde sobre ese periodo: “Pensé que estabas viviendo una especie de vida de ensueño”. Me sorprendió la idea. Mis neurosis juveniles, el duelo, los ataques de llanto y el autocastigo florecieron junto a la vanidad y la audacia. Ahora me doy cuenta de que pasar tanto tiempo con esa deslumbrante pionera, con sus décadas de experiencia, su sofisticación y su estilo de vida de celebridad, aspectos que se mantenían mientras volaba a Hamburgo para cortarse el pelo y compraba montones de ropa de diseñador cara, era difícil de negociar para una joven que intentaba abrirse camino por sí misma.

Sin embargo, durante este periodo, estuvo extrañamente aislada, y no parecía haber conservado muchos amigos de sus años neoyorquinos, cuando tenía su departamento en la Quinta Avenida e iba a fiestas de famosos. Me divertía volver a casa y encontrarme con largos mensajes de Ruby Wax para ella en la contestadora, aunque en gran medida era una reclusa. Era tan frágil como dura. Tan reservada como extravagante.

Se quedaba un mes, desaparecía en París y Roma, participaba en actividades misteriosas, la borrosa conexión romana, y luego volvía y se quedaba más meses. Se apoderó de mi armario del sótano para su ropa y sus papeles, como hacía en otras ciudades. Se ofendía libremente. Era fácil decir algo equivocado y acabar con su sensibilidad, una especie de coraza narcisista que la protegía de la oscuridad de sus primeros años. Como dijo su exnovio, el escritor Martin Sage: “Era como entrar en un universo diferente y no entender las reglas”. Era conocida por gritar y perder los estribos, lo que hacía que nos bajaran de los taxis. Una vez estaba con ella en La Coupole de París cuando se enojó con un mesero y empezó a tirarle terrones de azúcar mientras yo me quedaba con la boca abierta.

También fue muy divertida. Como joven feminista apasionada, revolucionada, me encantaba escuchar a esta luchadora por la causa, afinando mis percepciones del patriarcado. A las dos nos encantaba la ropa y me llevaba a escondidas tiendas de segunda mano en Islington antes de que lo “vintage” fuera un concepto y siempre era buena para una sesión de estilismo. Veíamos las primeras películas de Hollywood que a ella le encantaban, cuanto más tontas y llenas de música mejor, escuchábamos debates políticos y discutíamos largo y tendido sobre su horror ante el auge de la derecha religiosa en Estados Unidos.

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Shere Hite en 2011. Fotografía: Linda Nylind/The Guardian

Shere Hite rara vez cocinaba o limpiaba el departamento, y envolvía los restos de los filetes de los restaurantes para llevárselos a casa en el bolso. Cuando volvía a casa me encontraba el fax sin papel, montones de hojas en cada superficie, algún regalo barato y estrafalario para mí sobre la mesa o las rosas de tallo largo más bonitas que jamás había visto. Cuando aceptaron mi primera novela para publicarla, me compró un collar Lacroix de terciopelo con forma de corazón que ahora parece sacado de Absolutely Fabulous, y que todavía atesoro. Una vez confesó que había tirado sus sábanas a la basura en París en vez de lavarlas, porque le resultaba más rápido comprar más. Todo esto me parecía divertidísimo: me estimulaba mucho más la fiereza y la picardía de los demás que hacer ese tipo de cosas yo misma.

Fue una educación sentimental, un periodo rico y frustrante y revelador, y a pesar de todos los dramas y exigencias, me alegro de que estuviera allí. Shere Hite estaba realmente adelantada a su tiempo. A pesar de su estricta educación religiosa de los años 40, de alguna manera pensaba de forma lúcida y totalmente liberal, se llamaba a sí misma bisexual antes de que fuera aceptable y rara vez se escandalizaba por algo. Había una revolución en su cabeza. Era una auténtica apasionada de su mensaje.

El tiempo pasó, formamos vidas diferentes, pero mantuvimos la amistad, y Shere Hite acabó trasladándose a Londres a tiempo completo. La vi por última vez cuando enfermó, en mi casa, con mi familia y su pareja, junto con la fotógrafa Iris Brosch, cuyos retratos le habían dado tanto placer. Cuando murió en 2020, los obituarios se extendieron hasta el punto de que varios cineastas empezaron a preguntarse por qué nunca habían oído hablar de una figura tan significativa y empezaron a lanzar documentales. Newnham, que, como yo, había visto el ejemplar de su madre de El informe Hite, tuvo éxito en la tarea.

En un momento en que la lucha debe continuar, en que la historia de las mujeres se borra sistemáticamente, estoy muy contenta de que se celebre a Shere Hite como es debido. Merece el reconocimiento de una nueva generación. Pienso en ella cuando me pongo una chaqueta de terciopelo que me regaló, y hace poco me di cuenta de que la historia de las chaquetas de terciopelo cerraba el círculo. Fue una revolucionaria, una iconoclasta de gran tenacidad y coraje que cambió por completo la conversación sobre las mujeres y el sexo. Mejoró nuestras vidas.

Traducción: Ligia M. Oliver

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