El dinero no es real, es un nivel de riqueza irresponsable: el mayor fraude artístico de la historia de EU
Orlando Whitfield: “No estoy orgulloso de las mentiras que dije como comerciante de arte”. Foto: Kate Peters/The Guardian

Orlando Whitfield es un hombre joven, tímido, con barba rojiza. Sus manos están tatuadas de forma agresiva, como si las hubiera colocado, con el dorso hacia abajo, sobre papel de periódico mojado. La tinta es una forma de armadura, dice, en su humor bromista (durante un tiempo su punto de acceso a iCloud fue “el iPhone de Lord Lucan”). Pero también es serio, rápido para recurrir a una cita literaria. Hoy ha llegado a la comida disculpándose y empapado, después de que lo atrapara un aguacero en bicicleta.

Hemos quedado en el Academy Club, su elección, un lugar frecuentado por veteranos en el Soho londinense, con manteles de hule negros en las mesas y revestimientos manchados en las paredes. Lo llama “el comedor de Hogarth”. Estamos aquí para hablar de su antiguo mejor amigo Inigo Philbrick, el comerciante de arte estadounidense con residencia en Londres que estafó millones de dólares a amigos, socios, inversores y coleccionistas antes de darse a la fuga en 2019. Philbrick, de 36 años, fue encarcelado en 2020. En 2022 fue condenado a siete años por fraude electrónico y se le ordenó renunciar a 86 millones de dólares (mil 457 millones 725 mil pesos). El mundo del arte sigue perplejo por el modo en que llevó a cabo el atraco. El mesero trae un ventilador para secar el pantalón vaquero de Whitfield.

Whitfield, de 37 años, no es el candidato obvio para colocar una granada bajo el mercado del arte, que en 2023 tenía un valor global estimado en transacciones de 65 mil millones de dólares (1 billón 101 mil 769 millones 500 mil pesos). Sin embargo, podría decirse que eso es lo que está haciendo al culpar al sistema tanto como Philbrick en su libro All that Glitters. En él detalla su década de hacer trampas con Philbrick, atrapado en hazañas tales como intentar arrancar dos veces un grafiti de Banksy de una propiedad privada; transportar, posiblemente de forma ilegal, un Lucian Freud en el equipaje de mano en un vuelo transatlántico; vender una Paula Rego en efectivo en una habitación de hotel de Lisboa, así como hacer tratos de cien mil dólares (1 millón 695 mil pesos) en cuestión de segundos con la fuerza de una foto de iPhone.

Describe el mercado del arte como una órbita corrupta y no regulada, repleta de drogas, botellas de vino de 5 mil dólares (85 mil pesos), yates, jets privados, prostitución y poblada por oligarcas e “hijos e hijas de ricos siniestros”, todo ello construido en torno a apuestas sobre “activos salvajemente inestables sin valor intrínseco”. Al final, formar parte de ello lo enfermaba (literalmente). Pero las locas escapadas de Whitfield se contraen a microscópicas al lado de las de Philbrick, de quien el FBI dice que cometió el mayor fraude artístico de la historia de Estados Unidos. Operaba en el mercado “de segunda mano”, revendiendo piezas que ya se habían vendido antes, a coleccionistas particulares e inversores que se agrupaban para adquirir obras de gran valor.

Se centró en artistas selectos, como Christopher Wool, Wade Guyton y Rudolf Stingel, apostando por ellos en las subastas, haciendo subir su valor en millones. Se le acusó de usurpación de identidad, falsificación de documentos (incluidos los de Christie’s), venta de cuadros sin conocimiento de su propietario, invención de coleccionistas inexistentes y sobreventa de participaciones fraccionarias en cuadros individuales (hasta el 220% del valor de una obra). Cuando un juez federal de Manhattan le preguntó por qué había hecho todo eso, Philbrick respondió: “Dinero, señoría. Intentaba hacer negocios y necesitaba dinero para ello”.

Muchos amigos y socios ricos, el FBI identificó a 24, todavía están procesando hasta qué punto fueron estafados. Entre ellos: los agentes inmobiliarios británicos David y Simon Reuben, a través de la hija de Simon, Lisa, que dirigía su fondo de arte Guzzini Partners; el empresario y coleccionista Andre Sakhai (cuyo propio padre, Ely, irónicamente, fue condenado por falsificación de obras de arte); el inversor Aleksander “Sasha” Pesko; el galerista Damian Delahunty; Jay Jopling, propietario de White Cube, cuyo negocio de mercado de segunda mano Modern Collections dirigía Philbrick y que ha sufrido “pérdidas financieras sustanciales”, según un portavoz.

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Jopling ocupa un lugar destacado en la historia de Philbrick. El hombre que puso en marcha los Young British Artists (YBAs), entre ellos Tracey Emin y Damien Hirst, fue el mentor de Philbrick. Hizo prácticas con Philbrick, le pagó la universidad, lo contrató, le dio un fondo de 500 mil libras (10 millones 653 mil 335 pesos) para que lo manejara y, más tarde, hizo negocios con él. “Me ha dolido y entristecido que el señor Philbrick, a quien respetaba y cuya temprana carrera apoyé, no sólo haya traicionado mi confianza, sino… la de muchos otros”, declaró Jopling en 2022.

El artista y escritor Kenny Schachter, que perdió 1.75 millones de dólares (29 millones 663 mil pesos) con Philbrick, lo describió como “el mini-Madoff del mundo del arte” (en referencia al financiero del esquema Ponzi Bernie) en un furioso artículo para Vulture. Schachter creía que eran amigos íntimos (relataba viajes a St. Moritz, España, Dijon, Milán y París “en jets alquilados por Philbrick”), así como noches de desenfreno bajo los efectos del MDMA y cantidades “industriales” de vino y ginebra Monkey 47. Cuando se dio cuenta de lo que Philbrick había hecho, le envió un mensaje: “Eres como El talentoso Sr. Ripley”.

Así que Philbrick mintió, traicionó y manipuló a todos los de su círculo. Verdaderamente, era el mal amigo del arte. ¿Por qué Whitfield cuenta su historia? Lo que me cuenta durante el almuerzo es lo siguiente: empezó como colaboración, terminó como exorcismo.

La amistad entre Whitfield y Philbrick se remonta a 2007, cuando ambos eran estudiantes en Goldsmiths, Universidad de Londres. Durante casi 15 años sus vidas se entrelazaron: trabajaron juntos, montaron un negocio, compartieron un departamento. “Inigo y yo siempre solíamos bromear con que escribiríamos la biografía del otro, que nos conocíamos lo suficiente como para ser Boswell y Johnson el uno para el otro”, dice.

La primera vez que Whitfield hizo un alegre contacto visual con Philbrick fue cuando a un estudiante que llegaba tarde a una clase le dijeron que estaban estudiando la mirada masculina y dijo: “Creía que ya no debíamos llamarlos así… Los gays masculinos”. Philbrick, dice Whitfield, era “afeminado”, con “labios como con piquetes de abeja” y “el pelo alborotado”, de los que hablan del cuidado de la piel y de artículos en el New York Times.

Ambos tenían 19 años, pero Philbrick tenía “la seguridad y el aplomo” de alguien mucho mayor. “No puedo decir que fuera popular”, escribe Whitfield. “Por otra parte, yo tampoco lo era”. Una noche, Philbrick lo invitó a una fiesta en su excéntrico alojamiento cerca del Museo Británico. Estuvieron despiertos hasta el amanecer “alimentados” por la cocaína que se echaron sobre una novela de Edward St Aubyn, escritor del que hablaron con intensidad.

Acordaron verse en Nueva York ese verano. Whitfield iba a hacer prácticas en Christie’s, donde su padre había trabajado como subastador, mientras que Philbrick tendría que lidiar con sus padres divorciados: su padre, Harry, era director del Aldrich Contemporary Art Museum de Connecticut; su madre, Jane, una artista educada en Harvard que enseña en Parsons, Nueva York. Mientras que el padre de Whitfield era “un hombre atado a un sillón tapizado en pana, que escuchaba a Wagner y bebía vino tinto barato”, el de Philbrick “bebía cerveza y escuchaba a Neil Young y, ya sabes, nos llevaba a bares”. Gracias a las conexiones de sus padres, Philbrick ya había empezado a hacer prácticas en la galería White Cube, donde trabajaba en una exposición de Gilbert & George.

“Él vestía trajes diseñados en Milán y se trasladaba en un Mercedes negro; yo iba en bicicleta al trabajo y llevaba las llaves en un clip en el cinturón”.

Eran días embriagadores. Whitfield se sentía “intoxicado”: “Nunca había tenido un amigo como Inigo, alguien con quien hablar de libros, películas, arte y música de una forma descaradamente sincera”. La amistad fue la más formativa de su vida, dice, una afirmación confirmada por los detalles que recuerda de sus encuentros, hasta los lentes Ray-Ban de carey de Philbrick, los calcetines desparejos y la “asombrosa” caligrafía infantil. Puede evocar la voz de Philbrick en su cabeza, los apelativos que utilizaba: “amigo”, “playboy”, “niñote”, “hermano”. “Casi lo estudié, del mismo modo que un pintor estudia las pinceladas de los viejos maestros o un escritor la estructura de las frases de Hemingway”. Se dio cuenta de cómo Philbrick dividía su vida, al tiempo que permitía a Whitfield un acceso lo suficientemente cercano “como para saber que había un secreto”.

Por aquel entonces, Philbrick preguntó a Whitfield si le gustaría trabajar con él “preparando algunos negocios”, y Whitfield aceptó “sin dudarlo”. Crearon I&O Fine Art y su primera operación fue con un cuadro de Paula Rego. Su corredor londinense había ofrecido 4 mil libras (84 mil 500 pesos) al propietario y éste preguntó a Philbrick si creía que podía conseguir más. A través de Goldsmiths, Philbrick se puso en contacto con un comerciante español y, a través de él, con uno portugués, que les ofreció 15 mil euros (271 mil 761 pesos) en efectivo: 12 mil (217 mil 408 pesos) para el propietario y mil 500 euros (27 mil 200 pesos) para cada uno.

Whitfield dice que “sucedió en un abrir y cerrar de ojos”: volaron a Lisboa, con el Rego entre los dos, y después de cenar, el comerciante les entregó un gordo sobre de euros. Fácil. Delirantes, pidieron champán al servicio a la habitación y Whitfield “hizo eso que se ve en los videos de hip-hop de lanzar un montón de dinero al aire”.

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Ese otoño, Philbrick demostró su inusual ingenio cuando envió a Whitfield una foto de un par de puertas industriales de un edificio de Hoxton. En la parte inferior había un grafiti: una rata con una gorra de béisbol llevando una grabadora al hombro. Philbrick también se la había enviado a un contacto de la casa de subastas Phillips, que le había dicho que era de Banksy y que valía entre 80 mil y 90 mil libras (1 millón 690 mil y 1 millón 901 mil 400 pesos). Philbrick quería la ayuda de Whitfield para comprar las puertas al supervisor del edificio ofreciéndole 10 mil libras (211 mil 270 pesos). El supervisor dijo que se pondría en contacto con ellos. Pero el lunes siguiente Whitfield contestó al teléfono a Philbrick. “¡Nos han fastidiado!”, gritaba. “¡La puerta no está, maldición!”

Unos meses más tarde, Philbrick llevó a Whitfield a Clerkenwell, donde, junto a una tienda de motos, en una pared de un solar vacío, había una gran pintura: cuatro figuras estarcidas de ancianos vestidos con ropa de calle, uno sentado en una grabadora. Encima, en spray rosa, las palabras OLD SKOOL. Se dieron cuenta de que valdría mucho más que la rata. Pero, ¿cómo quitarlo? Tras semanas de investigación, encontraron a un constructor que aceptó intentarlo y se dirigieron al director de la tienda de motos. “Me temo que llegaron tarde”, les dijo. “La compró un alemán”. El tipo había pagado mil libras (21 mil 130 pesos). En 2012, este Banksy estaba valorado en 300 mil libras (6 millones 338 mil pesos).

Mientras tanto, en White Cube, los conocimientos y el brío de Philbrick llamaron la atención de Jopling, que le ofreció un trabajo “de verdad”. Philbrick cambió los pantalones vaquero y las botas Chelsea por zapatos formales color café, playeras grises y camisas blancas de cuello abierto. “Inigo se convirtió en el adulto de nuestra relación, un hermano mayor indiferente al que yo no podía evitar querer complacer”, recuerda Whitfield. Philbrick empezó a asistir al Brutally Early Club de Hans Ulrich Obrist, para discutir ideas tomando café a las 6:30 de la mañana, y se hizo amigo de Gilbert & George, así como de Sir Norman Rosenthal, antiguo secretario de exposiciones de la Royal Academy. (“Una de las muchas relaciones que vi deteriorarse”, dice Whitfield. “No tengo ni idea de por qué. Parecía que todas sus relaciones eran transaccionales y, por tanto, la mayoría tenían fecha de caducidad”).

En 2009, su relación volvió a la normalidad cuando los dos amigos se fueron a vivir juntos a un departamento en Camberwell, al sur de Londres. Philbrick se estaba adaptando rápidamente a la brujería del mercado del arte, como subdirector de colecciones en Jopling’s Modern Collections. Una sociedad anónima para albergar la colección de arte personal de Jopling, que contenía algunas joyas, pero también piezas menores que empezó a vender en subasta. Con lo recaudado, Philbrick buscó “nuevas oportunidades”, artistas que consideraba infravalorados.

Pero Jopling lo frustraba, según contó a Whitfield. Por ejemplo, “(Philbrick) negociaba una obra de arte que él y Jopling habían acordado que era una buena compra por, digamos, 700 mil dólares (11 millones 865 mil pesos) a 625 mil dólares (10 millones 594 mil pesos), sólo para que Jopling diera marcha atrás, diciendo que quería comprarla por 600 mil dólares (10 millones 170 mil pesos) y diciéndole a Inigo que abandonara el trato”. ¿El recurso de Philbrick? Le decía a Jopling que había comprado por la cifra más baja cuando le pedía la autorización de pago. “Cuando Jopling respondía con su aprobación, Inigo alteraba entonces el número en la cadena de correo electrónico y lo reenviaba al equipo de contabilidad”. El sueldo de Philbrick aumentó rápidamente, de 35 mil libras (740 mil pesos) al año a 35 mil libras (740 mil pesos) al mes. Tenía 23 años.

En otoño de 2011, la fe de Jopling en Philbrick había crecido tanto que le dio las llaves de una galería en Mount Street 89, en Mayfair. Aquí, Philbrick abrió con una exposición de Wade Guyton y Kelley Walker. Walker se vendía por entre 30 mil y 40 mil dólares (508 mil y 678 mil pesos), pero pronto los precios subieron a casi un millón. Un artículo en el Art Newspaper advertía: ¿es demasiado para un joven? Citaba a comerciantes y asesores que consideraban estas operaciones como “irresponsables”, “inapropiadas” y “confusas”. Philbrick se puso del lado del comerciante de arte David Zwirner, quien argumentó que sólo se trataba de “ser pioneros en diferentes modelos de negocio”.

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“No puedo decir que fuera popular”, dice Whitfield (izquierda) sobre Philbrick (derecha). “Pero yo tampoco lo era”. Foto: cortesía de Orlando Whitfield

Para entender la marea en la que se movía Philbrick, Whitfield explica cómo estaba cambiando el mercado del arte en aquella época. La fiebre del oro había comenzado con los YBA en los años 90 y estaba impulsada por el dinero procedente de la antigua Unión Soviética, el boom del puntocom, la explosión de conocimientos en relaciones públicas y coleccionistas oportunistas como Charles Saatchi. Una vez que un artista está consagrado y su obra sale a subasta, la valoración se calcula en función de lo que podría pagar el mercado. A los coleccionistas les interesa asegurarse de que todas las obras de los artistas que poseen se mantengan al alza, para no hundir el valor de las inversiones. Por tanto, hay muchos ricos interesados. Si las acciones de un artista bajan, los comerciantes se enfrentan a su ira. “A veces, galerías de distintos países que representan al mismo artista se unen para proteger el mercado subastando la obra o incluso recomprándola”, explica Whitfield.

El arte es una clase de activo. A menudo, las obras compradas como inversión no se colocan en las paredes, sino que se guardan bajo llave en lugares como Suiza, para evitar impuestos (y abogados de divorcios). Los “especuladores” distribuyen el riesgo comprando acciones de una obra valiosa, con la intención explícita de revenderlas cuando suba el mercado. A diferencia de la propiedad, no hay forma de comprobar la titularidad (a menos que haya un préstamo contra una obra), por lo que los comerciantes sin escrúpulos pueden seguir comprando y luego revendiendo obras a precios cada vez más altos, manipulando el mercado.

A finales de 2011, Philbrick se había mudado de Camberwell y vivía con su novia en Mayfair. Al verano siguiente, invitó a Whitfield a reunirse con él en la galería de Mount Street y después a tomar una copa. Cuando entraron en el bar del hotel Connaught, Whitfield se fijó en cómo desprendía billetes de 20 libras y los presionaba por el personal. Una vez sentados, Philbrick le ofreció un trabajo: director de publicaciones, es decir, idear temas que relacionaran obras de arte dispares para las exposiciones de las galerías y redactar los folletos.

No sonaba mal, desde luego mejor que el trabajo de editor que tenía entonces. “Me convencí a mí mismo de que podría utilizar Modern Collections como plataforma de lanzamiento hacia la grandeza”, dice Whitfield. “Pero el engaño siempre ha sido su punto fuerte”. Describe la diferencia entre él y Philbrick: “Él vestía trajes de Milán, zapatos de Loro Piana y lo llevaban en un Mercedes negro; yo iba al trabajo en bicicleta y llevaba las llaves en un clip en el cinturón”.

“Viví una auténtica revelación. Hasta entonces, les había dicho a los demás: No creo que sea una persona horrible. Y no creo necesariamente que lo sea, pero…”

Whitfield veía poco a Philbrick en la galería, “rara vez estaba en la misma zona horaria”, y fue entonces cuando Kenny Schachter conoció a Philbrick. Rápidamente se convirtieron en “compinches del mundo del arte”. “Mis amigos me acusaban de quererlo (a Philbrick) y no puedo negarlo”, escribió Schachter para Vulture. “No tanto de una manera física, aunque hay que admitir que hubo muchas juergas”.

Schachter tenía dinero, pero Philbrick le ayudó a ganar mucho más. Le vendía un Wool por 800 mil dólares (13 millones 560 mil pesos) o un Stingel por un millón (169 millones 503 mil pesos), luego le daban la vuelta “y ambos se embolsaban unos cientos”. A Schachter le sorprendía la forma en que Philbrick utilizaba una red de representantes, “incluso actores que interpretaban una versión de sí mismos interesada en el arte ante impresionados galeristas”, para ayudarle a conseguir obras que vender.

Aunque a ambos les gustaban las fiestas, Philbrick tenía “un gran apetito por las drogas”, dice Schachter, y “la compañía de prostitutas”. Con el tiempo, esto pareció afectar su juicio y se volvió peligrosamente temerario: “Rara vez estaba sin MDMA o ketamina que llevaba descaradamente en su portafolios o bolsillo de un aeropuerto a otro”. (El abogado de Philbrick reconoció su consumo de alcohol y drogas, afirmando que esto “se intensificó a medida que se adentraba en el mundo del arte londinense” y que era “la forma en que se hacen los tratos del arte”).

Para entonces, Philbrick había cambiado su Rolex por un Patek Philippe Nautilus 5990, sus trajes costaban 7 mil dólares (119 mil pesos) cada uno y presumía de comprar muebles de Gio Ponti. Hacía sus negocios en el Cipriani de Mayfair, un lugar de reunión de agentes de fondos de cobertura donde tenía una cuenta propia. Una nota al margen es que al mismo tiempo tenía tiempo para una relación con Francisca Mancini, una artista argentina, con la que tuvo una hija en abril de 2017. Para entonces también había conocido, en el yate del inversionista Sasha Pesko, a Victoria Baker-Harber, miembro del elenco de Made in Chelsea, e inició una feroz persecución. Unos meses después, dejó a Mancini e inició una relación con Baker-Harber, con la que ahora tiene una hija de tres años.

Fue en Cipriani, en enero de 2017, donde el propio Whitfield hizo “el mayor negocio que he cerrado en mi vida”, cuando vendió un Christopher Wool a Philbrick. Había dejado de trabajar para Modern Collections en el verano de 2016 y ahora dirigía su propia galería. El Wool se lo había ofrecido otro comerciante, un amigo, pero le habían dicho explícitamente que no se lo vendiera a Philbrick. Así que aquí estaba él haciéndole una mala jugada a ese amigo comerciante.

En su iPhone, que estaba sobre la mesa entre sus gintonics, “El Wool no parece nada impresionante, pero eso no es importante para Inigo”, escribe Whitfield. “Lo que estamos viendo es un documento de ventas, un intercambio … Esto es un negocio, no arte”. Philbrick lo miró “durante no más de cinco segundos”. Whitfield pidió $ 600k (10 millones 170 mil pesos), Philbrick ofreció $ 450k (7 millones 627 mil pesos). Acordaron 500 mil dólares (8 millones 475 mil pesos). “Fue así de fácil. Me hizo sentir como un fraude”.

Las condiciones de pago eran a 30 días. Todo lo que Whitfield tenía que hacer era mantener a su distribuidor tranquilo. Pero pasaron 30 días y el distribuidor llamaba cada hora para preguntar dónde estaba el dinero. Philbrick estaba dando largas. En lugar de pagar, le reservó a Whitfield un vuelo en primera clase a Nueva York, y Whitfield fue, pensando que seguramente así se cerraría el trato. Después de una noche loca, que recordaba a una novela de St. Aubyn, Philbrick desapareció, dejando sólo una nota garabateada diciendo que se había ido a Arkansas.

Sin pago alguno y presa del pánico, Whitfield transfirió de su propio negocio naciente un depósito del 10% de 50 mil dólares (847 mil 500 pesos) al vendedor. Era todo lo que tenía. Pasaron los días. Whitfield envió un mensaje de texto a Philbrick. “Vamos, viejo, ¿puedes decirme qué está pasando?”. La respuesta fue escueta, despectiva. Philbrick estaba ocupado, dijo: Whitfield debería aprender a “gestionar a sus clientes”.

Pasaron más días, luego otra semana. Whitfield estaba fuera de sí, no podía dormir y sufría palpitaciones. La factura llevaba cuatro semanas de retraso y Whitfield estaba a punto de perderlo todo si el vendedor se quedaba con el depósito y cancelaba la venta. Fue a ver a Philbrick en persona, pero en la galería el personal le bloqueó el paso. Philbrick estaba en una junta, le dijeron. “Sabes que no va a recibirte, Orlando”. Whitfield se fue a casa desesperado. Tres días después, el dinero llegó milagrosamente. Nunca supo por qué Philbrick lo había retrasado tanto: “Fue evasivo cuando le pregunté”. Pero aquí hay algo extraño: la valoración final de la subasta en junio de 2017 fue de 150 a 200 mil dólares (2 millones 542 mil a 3 millones 390 mil pesos), mucho menos de lo que Philbrick había pagado. Se vendió en Londres por £ 293k (6 millones 190 mil pesos), una pérdida de más de $125k (2 millones 119 mil pesos).

Después de eso, todo cambió. Whitfield cree que el estrés por ese acuerdo, agravado por otros problemas, la ruptura de una relación, la muerte de su padre, contribuyó a una dependencia de Xanax y tramadol, y a un eventual colapso. En febrero de 2018 pasó dos semanas en un centro psiquiátrico, al principio bajo vigilancia por intento de suicidio. En tratamiento, tomó la decisión de abandonar su carrera como comerciante. “Fue, dice ahora, mucho más difícil que dejar las drogas. Ya no tomo Xanax, pero sigo atendiendo las llamadas de todos los comerciantes cuando tienen chismes para mí”.

¿Su consejo permanente? “Nunca recomendaría a nadie que invirtiera en arte, creo que es una idea increíblemente mala”.

Whitfield comenzó una nueva vida, más tranquila. Primero trabajó como aprendiz de conservador de papel en Londres y luego, convirtiendo en despacho el dormitorio que antes había alquilado Philbrick, empezó a escribir. Era una carrera que había pensado seguir años antes, incluso había solicitado un posgrado en escritura creativa. Quería escribir sobre el mundo del arte, lo tenía claro. Sobre sus experiencias, la corrupción. Había redactado una propuesta y la había enviado a editoriales. Entonces algo cayó en su regazo: Philbrick volvió a ponerse en contacto.

Whitfield sabía por las noticias que Philbrick había desaparecido en Miami en octubre de 2019, con sus acreedores en quiebra. Así que se sorprendió al abrir un correo electrónico de British Airways diciéndole que había sido agregado a la “lista de amigos y familiares” de Philbrick (lo que significa que podría beneficiarse de las recompensas de Philbrick en la aerolínea). “¿Significa que no vas a volver?” se apresuró a enviar un mensaje en Telegram. “No por un tiempo”, respondió Philbrick, y luego volvió a callarse. Whitfield pudo ver por las doble palomitas que estaba leyendo mensajes y enlaces que le enviaba la prensa internacional.

Cuando Philbrick por fin volvió a salir a la superficie, lo hizo a través de una línea irregular desde la isla de Vanuatu, en el Pacífico. Había comprado una casa frente al mar en Mele, dijo. Un cachorro de doberman, Bacchus, se oía de fondo en lo que se convirtieron en llamadas regulares para hablar de la cobertura mediática. “No tienen ni el 10% de lo que hice”, dijo Philbrick.

Lo que quería, le dijo a Whitfield, era que colaboraran en un artículo para una revista que presentara su versión de la historia. Tal y como él lo contó, dice Whitfield, “sólo era un joven que estaba sobrepasado”. Y Whitfield le creyó. A continuación, Philbrick le envió por correo electrónico “un enorme tesoro” de documentos: hojas de cálculo, correspondencia, detalles de operaciones financieras que se remontaban a años atrás. Philbrick le dijo: “Para bien o para mal… ahora tengo un poco de poder de estrella. Espero que algo de eso se te pegue. Es bueno para los dos”.

Philbrick pensó claramente que estaba a salvo, Vanuatu no tiene tratado de extradición con los Estados Unidos. Pero el 11 de junio de 2020, de compras en el mercado local con Baker-Harber, se encontró con policías con chalecos antibalas. Lo metieron en un Ford rojo y lo subieron a un Gulfstream V, y lo llevaron en avión a Guam, territorio estadounidense, y luego a Estados Unidos.

“¿A quién interesa la norma? Si eres rico, puedes hacer lo que quieras. ¿Quién va a cambiar eso?”

En ese momento, Whitfield sólo había escrito 2 mil 500 palabras. Se trataba de una historia que Philbrick le contó sobre la compra de un cuadro de Rudolf Stingel por 300 mil dólares (5 millones 300 mil pesos), a través de un contacto de una compañía de seguros. La obra había valido 3 millones de dólares (50 millones 951 mil pesos), pero se había dado por perdida debido a graves daños causados por agua. Philbrick afirmó que lo había restaurado, consiguiendo la pintura de esmalte dorado original y volviendo a pintar el lienzo de 2 m x 2.5 metros en un garaje cerrado de Mayfair en 2018.

Ya lo había vendido a un fondo que dirigía para un multimillonario israelí-canadiense por 1.75 millones de dólares (29 millones 721 mil pesos). Luego lo revendió por 2.5 millones (42 millones 459 mil pesos) a un fondo del que era copropietario con Jopling. (Esto demuestra lo difícil que es determinar la verdad en las cuentas de Philbrick: Schachter afirma que Philbrick quiso comprar el Stingel a una compañía de seguros, pero se negó y creó una réplica exacta. Se desconoce el paradero actual del cuadro/réplica).

Ya no podían hablar, pero Philbrick enviaba correos electrónicos a Whitfield a medida que lo trasladaban por diferentes prisiones, bromeando en un momento dado que esperaba que no le tocara la “Suite Epstein” en el Metropolitan Correctional Center de Nueva York. “Bastante divertido, para ser justos”, dice ahora Whitfield. “Es irreverente. Siempre conseguía hacerme reír como nadie. Tenía un tipo de (actitud) increíble”. Comprensible, “si has ganado tanto dinero a los 30 años”.

Al revisar el “tesoro”, Whitfield se dio cuenta enseguida de que el volumen de información no podía destilarse en un solo artículo. La enorme complejidad de los crímenes de Philbrick era desconcertante. “Aún ahora no sé si realmente lo he entendido todo”, y reconstruirlo era “como trabajar en un rompecabezas lo suficientemente grande como para cubrir un campo de fútbol”.

Philbrick sabía que Whitfield estaba escribiendo un libro sobre el mundo del arte. “Pero en un momento dado, me di cuenta de que no había forma de que yo pudiera escribir mi historia sin escribir partes de la suya”. No sólo estaban “inextricablemente” unidos, sino que “su historia era emblemática de todo lo que yo consideraba malo en el mercado del arte”. Después de contarle esto a Philbrick, se interrumpió la comunicación. Para cuando hubo revisado todos los documentos, “cualquier colaboración entre él y yo era imposible. Tuve que seguir solo”.

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No sé cómo se metió Inigo en todos estos negocios nefastos. Foto: Kate Peters/The Guardian

Así que Whitfield se sentó en su escritorio, escribió una cita de Rachel Cusk en un Post-it, “Querer gustarle a la gente corrompe tu escritura” y la pegó en su computadora. Café en mano, se sentó en su escritorio a las 7 de la mañana todos los días durante el año siguiente. Llegó un momento en que vio su relación con Philbrick como la de Nick Carraway con Jay Gatsby. “Intentaba escribir un Gatsby malo. Porque Jay era un buen tipo al final”.

El capítulo que Whitfield tituló en su cabeza Lo que hizo Inigo lo escribió al último, después de haber leído todos los documentos que le habían enviado, así como los del proceso judicial. “Pasé por una revelación de la vida real. Hasta entonces, había pasado mucho tiempo diciendo a la gente: No creo que sea una persona horrible. Y no creo necesariamente que sea una persona horrible, pero…” Se lleva las manos tatuadas a la cara y la frota. “He visto documentos en los que está bastante claro que tenía muchos (problemas). Pagaba 150 mil dólares al mes (2 millones 547 mil pesos) en intereses de los préstamos que había pedido. No sé cómo se metió en todos esos negocios nefastos.

“La cosa es que los números no son reales para los que están en la cima de ese mundo, es un nivel de riqueza irresponsable. Los números no son los mismos que si los viviéramos. Literalmente, no creo que hagan cuentas. Inigo podría haberse dado cuenta de eso muy pronto. El dinero no es real y estás vendiendo algo que no tiene valor intrínseco”.

Pero el dinero era real para Fine Art Partners (FAP), una sociedad financiera con sede en Berlín dirigida por Daniel Tümpel, ex banquero, y Loretta Würtenberger, coleccionista. Empezaron a sospechar de una operación que habían hecho con Philbrick sobre un Stingel. Philbrick les dijo que Christie’s había “garantizado” el cuadro por 9 millones de dólares (152 millones 853 mil pesos) y le envió documentos a tal efecto. Pero cuando el cuadro se vendió por 5.5 millones (93 millones 410 mil pesos), Tumpel descubrió que los documentos habían sido “falsificados”.

En noviembre, la FAP había presentado dos demandas contra Philbrick en Miami (donde tenía su propia galería, abierta con capital inicial de Jopling). Pero Philbrick ya se había dado a la fuga, haciendo escala en Japón, Australia y Nueva Caledonia, antes de instalarse en Vanuatu.

Whitfield termina su cerveza y se pregunta: ¿cómo se siente al mirar hacia atrás? “No estoy orgulloso de las mentiras que dije como comerciante de arte, pero creo que la temperatura ambiente inmoral de aquel mundo hizo que tal vez pareciera más aceptable, más normalizado. Cuando a uno le mienten habitualmente, se convierte en algo más fácil y a veces en un mecanismo de supervivencia, o así fue para mí”.

¿Cree que se introducirán normas a raíz del escándalo? Me mira como diciendo: no seas tan ingenuo. “¿En interés de quién?” Se encoge de hombros. “Si eres rico, puedes hacer lo que quieras. ¿Quién va a cambiar eso?” Pero la televisión tiene poder, reconoce. El Sr. Bates cambió la forma en que el país vio el escándalo de Correos, después de todo. Y su libro ha sido adquirido “por Bad Wolf, la compañía de Jane Tranter. Ella era productora de Succession”.

Como muchos de los amigos-víctimas de Philbrick, todos los cuales se sentían sus confidentes, Whitfield ya no está seguro de lo que es real y lo que no. Aunque a menudo se muestra irónico en sus observaciones sobre la gente, se repliega en un lamentable autodesprecio al pensar hasta qué punto fue engañado. Al igual que Jopling, se siente “herido y traicionado”.

Poco después de conocernos, salta la noticia de que Philbrick ha salido de la cárcel de Pensilvania y ha ingresado en un centro de reclusión domiciliaria en Rhode Island, donde cumplirá dos años de libertad vigilada. En marzo, Vanity Fair publicó The Confessions of Inigo Philbrick, basado en los correos electrónicos que Philbrick envió a un periodista desde la cárcel. Su correspondencia parece haber continuado donde la dejó Whitfield. Philbrick le dijo a ese periodista que había escrito un guion televisivo con Baker-Harber. Schacter también está escribiendo su versión, y BBC Arts ha realizado un documental titulado The Real Story of Inigo Philbrick: A Tale of Fortune, Fame and Fraud, que se emitirá a finales de este año.

Philbrick sigue intentando eximirse de toda responsabilidad. “Tengo 36 años, todavía soy un hombre joven, y una segunda parte va a requerir que haya sido franco y sincero, pero tampoco un mártir”, declaró a Vanity Fair. Afirmó que sería reivindicado y que planeaba volver al negocio del arte. “Por supuesto, hice las cosas mal. Pero de forma creativa y con la mejor de las intenciones. Tendré que marcar la casilla del delito. Pero creo que el mundo del arte es lo bastante sofisticado como para entender que yo no era Bernie Madoff (que nunca hizo una inversión real)”.

Al principio, Whitfield se muestra optimista ante la perspectiva de que Philbrick tenga otra oportunidad, limitándose a decir: “Le deseo lo mejor en su segunda parte”. Pero una vez que ha reflexionado sobre las implicaciones, veo en él un destello de rabia por la forma en que Philbrick sigue encontrando público, y por aquellos en los medios de comunicación que confabulan. Es la batalla que lleva años librando: todo el sentido del libro. “Si Inigo fuera un criminal violento, ni siquiera estaríamos consintiendo esto”, dice. “Pero el alma ética de este país está tan destrozada que Inigo y los de su calaña son vistos como meros traviesos, en lugar de como personas que han arruinado vidas”.

  • All That Glitters: A Story of Friendship, Fraud and Fine Art, de Orlando Whitfield, será publicado el 2 de mayo por Profile Books al precio de 20 libras (422 pesos). Para colaborar con The Guardian y The Observer, pide tu ejemplar en guardianbookshop.com. Pueden aplicarse gastos de envío.

Traducción: Ligia M. Oliver

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