¿Por qué los escritores necesitan agentes literarios? Para hacer seguimiento de los rechazos
Esa tarifa del 10% le compra a un novelista como yo más que la oportunidad de un gran libro: desde una ayuda con el ‘hazlo tú mismo’ hasta un hombro para llorar después de otro rechazo.
Esa tarifa del 10% le compra a un novelista como yo más que la oportunidad de un gran libro: desde una ayuda con el ‘hazlo tú mismo’ hasta un hombro para llorar después de otro rechazo.
Unas semanas después de la muerte repentina de mi agente, Deborah Rogers, en 2014, la colega que se quedó a cargo de atenderme me telefoneó. “Encontré algo en el escritorio de Deborah”.
“¿Sí?”
“Una carta de ti. Para ti”.
“Ah.”
“Parece que ella la leyó. ¿Lo recuerdas?”
Por supuesto que lo recordaba. Frustrado después de meses de tratar de obtener una respuesta a una novela, me había escrito una carta a mí mismo; la puse en un sobre con mi dirección y le pedí que marcara la respuesta adecuada: “Novela leída”, “Novela necesita trabajo”, “Novela enviada”, “Novela vendida por tantas libras: a: 1,000, b: 10,000, c: 100,000”. Deborah era de una mentalidad mezquina y, dado su apoyo y aliento a lo largo de los años, imperdonable. Pero, siendo ella, se lo tomó bien.
El teléfono sonó la mañana que lo recibió.
“Hola.” Deborah rara vez se anunciaba a sí misma cuando llamaba.
“Hola.”
“Bueno, estaba tan avergonzada. Cuando leí la carta la metí en mi cajón. Necesitamos hablar. ¿Qué vas a hacer mañana?”
Al día siguiente, hablamos durante el almuerzo y vendió el manuscrito por una suma decente. Y, al igual que los que lo precedieron y lo siguieron, obtuvo algunas críticas decentes y algunas ventas.
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Los escritores necesitan agentes más de lo que los agentes necesitan escritores. Los han necesitado desde finales del siglo XIX, cuando gracias a un público cada vez más alfabetizado (gracias a las revistas y las impresiones de un solo volumen que la invención de la imprenta de linotipos hizo posible), se creó una industria lucrativa. Hasta entonces, los autores operaban con un sistema de “ganancias a medias” con las editoriales, en el que compartían las ganancias 50/50 una vez que las editoriales habían deducido sus gastos (y si acaso llegaban a enviar el cheque). La nueva generación de agentes empoderó a los autores al alquilar los derechos de autor a los editores a cambio de regalías y un anticipo de esas regalías. Hoy en día, las conversaciones entre escritores en algún momento suelen abordar la espinosa cuestión de las ventas: “¿Has ganado dinero?”
“No. ¿Tú?”
“No.”
No conozco a muchos escritores que rutinariamente “ganan algo”, es decir, cobran su adelanto. Sospecho que pocos escritores lo hacen.
AP Watt es el hombre al que generalmente se le atribuye el establecimiento de muchas de las prácticas comerciales del agente. Henry James, uno de sus clientes, le escribió a su hermano William: “Él toma el 10% de lo que recibe por mí, pero me informan que su acción favorable en tu mercado y tu negocio en general lo compensa con creces”.
Sin embargo, ser un intermediario comercial eficaz como Watt es menos interesante que los roles más complejos que el agente literario desempeñaba y sigue desempeñando. El éxito de la TV francesa Call My Agent! se centra en el masaje al ego y las demandas competitivas que las industrias del cine y la televisión hacen al personal de una agencia de talentos de París. Los guionistas del programa también podrían haber encontrado material en la relación entre el agente literario James Brand Pinker y Joseph Conrad, la cual se narra en más de 1,000 cartas. Pinker era el confidente de Conrad, su agente de viajes y su hombro para llorar. No fue hasta la publicación de Chance, al final de la vida de Conrad, que su reputación se estableció y sus libros comenzaron a venderse, pero para entonces sufría de gota y de ataques recurrentes de malaria durante los cuales se despertaba y hablaba en su polaco nativo.
Las versiones modernas de Pinker (el agente literario de Conrad) regularmente refieren que se les llama para asumir responsabilidades extracurriculares. Uno de ellos, con una larga lista de clientes establecidos, carga con una caja de herramientas cada vez que visita la casa de una autora en particular (ella no va a la oficina del agente) porque ella deja los trabajos ocasionales para sus visitas. Otra agente experimentada envía rutinariamente resmas de papel a uno de sus clientes porque afirma ser demasiado pobre para pagar lo suficiente para completar sus trabajos en curso.
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He tenido cinco agentes en una larga carrera como escritor: tres literarios y dos cinematográficos. Hubo otro con el que estaba a punto de firmar, pero me retiré en el último momento cuando descubrí que era conocido por tener dos números de teléfono móvil: uno para sus megaexitosos y el otro para el resto; y solo contestaba una de sus líneas. He estado pensando en estos agentes durante los últimos dos años mientras editaba mis diarios esporádicos para lo que ahora se ha convertido en un libro. Como sugiere su título, A Very Nice Rejection Letter (Una muy linda carta de rechazo), mi carrera no se ha visto afectada por un gran éxito, pero también apunta hacia otro rol clave desempeñado por aquellos que se llevan el 10% (más IVA) de mis ganancias: la ruleta de las malas noticias. Mi exagente de la industria del cine ideó una astuta estrategia: en lugar de informarme cada rechazo a medida que llegaba, guardaba los “más bonitos” y me los entregaba cuando yo la molestaba para pedirle actualizaciones. Cuando estaba limpiando mi archivo (siete cajas de archivos ligeramente húmedas que pasaron de un depa a otro en varias mudanzas) descubrí que había conservado muchas de mis cartas de rechazo, pero no los guiones ni las historias. El más condenatorio vino de BBC Light Entertainment: “Perdóneme, pero esto no está a la altura de ser un guion aceptable. Con esta evidencia, no puedo imaginar que pueda ganarle a los cientos de autores profesionales que se dedican a tiempo completo a la escritura. Sería hipócrita, e inútil, si dijera lo contrario”.
A pesar de los inevitables retrocesos, una vez que te has convertido en esclavo de lo que Truman Capote describe como el “maestro noble pero despiadado” has sido derrotado. Ya eres un adicto. Peor aún, como Capote sugirió: “Cuando Dios te da un regalo, también te da un látigo y ese látigo está destinado únicamente para autoflagelarte”. Los escritores son buenos para la autoflagelación. Hace que el dolor causado por los otros sea más fácil de soportar.
La versión británica de Call My Agent! ya comenzó a rodarse. Supongo que se apegan al glamour brillante del cine y la televisión en lugar del mundo opaco de la publicación de libros. Al releer mi diario de 2007, descubrí una serie de entradas que registraban mi asistencia mensual a un club de novelistas de “medio pelo” (regla de publicación #6: no existe un novelista de “bajo pelo”) en una fría sala del piso de arriba de un pub del West End. Entre nosotros había algunos nombres muy conocidos, si bien veteranos. Esperaba una conversación chispeante y, a menudo, salía deprimido por las quejas sobre la imposibilidad de conseguir cintas de máquina de escribir decentes en la actualidad, la falta de interés de las industrias de la televisión y el cine y, una perdurable: la imposibilidad de obtener una respuesta de tu agente.
Me topé con uno de los miembros de ese grupo el otro día. Me dijo que recientemente había liquidado a su agente por esa misma razón. El angustiado agente respondió (presumiblemente después de no haber contestado por 12 meses el tráfico de correo electrónico) citando una ocasión (la única ocasión, según mi amigo) en la que había respondido el mismo día.
Lo más triste de presenciar en estas reuniones era la forma en que estos individuos empobrecidos corrían hacia la barra al entrar, cuidándose de no mirar a nadie a los ojos, y luego dedicados a advertir al resto del grupo solo después de haber comprado su copa de vino tinto de la casa (el cual luego sorberían lentamente durante las siguientes tres horas para no tener que volver a visitar la barra y comprar una ronda para los demás). Cualquiera que hubiera tenido éxito solía venir una vez más para jactarse y luego desaparecer. Una escritora, con quien había compartido un arranque profesional de bajo vuelo, informó que una noche recibió una llamada de un magnate de Hollywood. Al contestar el teléfono le informaron: “Te voy a convertir en una mujer muy rica”. Y creo que lo hizo. La llamada era de Harvey Weinstein.
A pesar de las respuestas, persistí en escribir y persistí en parte porque muchos de los primeros rechazos provenían de un excéntrico productor de radio de la BBC, Mitch Raper. En ese entonces yo trabajaba para la BBC como productor de Radio 4 y solía encontrarlo mudándose de oficinas por los pasillos de Broadcasting House, con una caja de pañuelos colocada precariamente junto a su café y un cronómetro para los guiones. Era muy prolífico y también se tomaba el tiempo para responder a cada historia que le enviaban. Mitch nunca me encargó una historia, pero me guardé su amable afirmación de que yo era un escritor capaz y que debería seguir aprendiendo mi oficio. Los escritores novatos necesitan validación. Muchos le deben su carrera a Mitch.
Deborah Rogers me contrató cuando un colega de la BBC leyó una novela que yo había escrito (los rechazos destruyeron mi carrera como autor de obras de teatro y radio) y se ofreció a mostrarla a un amigo. Varios meses después yo esperaba en el área de recepción de una agencia literaria en el norte de Londres. Deborah abrió la puerta de su oficina y me hizo pasar, señalando el único lugar de los sofás bajos que no estaba abarrotado de manuscritos. Una de sus muchas fortalezas era que no diferenciaba entre los ganadores de sus premios y los de medio pelo. Nada en mi carrera como escritor igualará el momento en que Deborah me saludó en la recepción, con mi último manuscrito bajo el brazo, con el anuncio: “Puedo vender esto”. Tres semanas después lo hizo, a la editorial Jonathan Cape, que pasó a publicar siete de mis novelas.
La agente que heredó mi caso después de la muerte de Deborah también murió repentinamente, demasiado joven, y recientemente me adoptó otro. Nos llevamos bien, creo, aunque él admitió que leyó el último manuscrito sentado al filo de la butaca porque las últimas publicaciones en el diario, que se han convertido en el nuevo libro, tratan sobre él vendiéndolo a Constable y Robinson (la editorial que publicó a Agatha Christie). Creo que esto es lo que se entiende por “meta”.
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Hasta ahora, no le he enviado una carta de opción múltiple para responder a mi última novela. Estoy seguro de que me buscará pronto. No tengo un agente cinematográfico ahora, pero tal vez empiece a buscar uno cuando el inevitable frenesí comience a apoderarse de los derechos cinematográficos de las divagaciones de este novelista de medio pelo. Pero sé que no estoy solo. Saul Bellow reconoció que los rechazos no son necesariamente algo malo. Está en su poder elegir si marcan el comienzo o el final de una carrera. Como escribió: “Le enseñan a un escritor a confiar en su propio juicio y a decir en el fondo de su corazón: ‘A la chingada contigo’”.
A Very Nice Rejection Letter: Diary of a Novelist, de Chris Paling fue publicado por Constable el 17 de junio.