Marxistas, feministas y olímpicos: los escritores más deslumbrantes de The Guardian en 200 años
Collage: The Guardian

¿Cuál es el hilo dorado que une a todos los periodistas de The Guardian con aquellos de 1820? Se necesita imaginación para reconstruir la atmósfera del principio del periódico, a pequeña escala pero una atrevida empresa que los “periodistas Tories veían con desprecio”, como recuerda un observador de la época. John Edward Taylor fue el primer propietario del periódico, fundador, principal escritor y reportero. Escribía sus propios artículos directamente de su libreta de notas, recuerda su compañero, el reportero Jeremiah Garnett. Después ayudaba con el trabajo manual de la prensa, y al final ayudaba a repartirlo.

Garnett estaba muy involucrado en la política de Manchester, y reportaba sus propios discursos en las reuniones, y los de sus oponentes, y en ocasiones insertaba un paréntesis para el efecto de que si su antagonista decidía hablar demasiado rápido entonces él no podía escribir todo.

En una ocasión retaron a Garnett a un duelo con el editor de un periódico rival de los Tories, el Manchester Courier. Garnett declinó darle la satisfacción. Cuando se toparon en la calle, Sowler lo golpeó con un látigo. “Yo me defendí con mi paraguas tan bien como pude, y se lo rompí en la cabeza”, Garnett declaró en la corte. Los editores eran difíciles, desde el primer día.

Desde ese entonces, criaturas sorprendentes cruzaron las puertas de The Guardian, pero a veces, así como entraban, salían. Ese fue el caso de John Masefield, el poeta laureado, quien recibió una oferta de trabajo en 1904 como editorialista y solo permaneció cinco meses.  “El trabajo era terrible y no se podía vivir en esa ciudad”, le escribió a un amigo. Bueno: hay que reconocer que ni The Guardian ni Manchester son para todos.

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Esto fue en la época antes de las firmas en las notas. En ese entonces, el ensayo de la “última página”, muy prestigiosa, incluía las iniciales del autor. En ocasiones era GKC, Chesterton; AB, Arnold Bennett, o GBS, George Bernard Shaw. Neville Cardus, el brillante escritor de música y cricket, que se unió al diario en 1917 y escribió ahí hasta su muerte en 1975, recordaba haber pedido consejo a CP Scott cuando, como joven editor, sintió que un texto no estaba a la altura. “‘Si no lo consideras suficientemente bueno’, me dijo Scott, ni siquiera te molestes en revisarlo, regrésalo con los saludos del editor’”. El ensayo en cuestión tenía que firmarse “JC”, las iniciales de Joseph Conrad, quien contribuía con frecuencia.

Cardus recuerda también que Scott, quien fue editor del diario entre 1872 y 1929, prohibió la palabra “Commence” en las páginas del Manchester Guardian. Esta no fue la única prohibición. Cuando se abrió la página para mujeres en 1922 gracias a Madeline Linford, una secretaria que llegó a ser la única mujer en el equipo editorial, Scott prohibió modismos como “pram”, “chic”, “modish” y “ensemble”.

Miss Linford, así le llamaban todos, abrió el camino para escritoras como Jill Tweedie, quien aterrizó el movimiento feminista con sus columnas ingeniosas y llenas de chispa en las décadas de los 70 y 80. La exeditora y presidenta del Scott Trust recordaba que Tweedie “era objeto de parodias, se le ridiculizaba y se le atacaba. Aún así, se convirtió en voz decisiva en toda Gran Bretaña de los cientos de mujeres que le escribían y se llenaban de valor al leerla”.

Lindford fue también una valiente corresponsal que se dirigió a Polonia en 1919, cuando el país se enfrentaba a la tifus, para reportar sobre la crisis humanitaria de la posguerra. También fue pionera de la crítica de cine o kinema, porque Scott insistía que así se escribiera.

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Jill Tweedie, quien escribió para la página de mujeres de The Guardian

A principios de los 30, Cardus reclutó a CLR James para The Guardian como su número dos en cricket. James realizaría una prodigiosa carrera como especialista en África, como pensador de izquierda y autor. Tanto Cardus como James, quien fue el primer escritor regular de The Guardian de raza negra, trataba el deporte como arte, y como filosofía.

“Merece un lugar entre el teatro, el ballet, la ópera y la danza”, escribió James, quien creció con una vista desde su ventana al campo de cricket en Port of Spain, y citaba en sus reportes a Shakespeare y a Esquilo. James era un ávido jugador de cricket, pero los laureles para el mejor reportero y deportista de The Guardian son para el pionero vegetariano Emil Voigt, quien reportó para el papel desde Europa en 1905 y 1906 y compitió en las Olimpiadas de Londres de 1908, en donde ganó la medalla de oro en la carrera 5 millas. Su récord olímpico de 25 minutos con 11.2 segundos todavía permanece, tal vez porque se cambió el evento en favor de las carreras de 5 mil y 10 mil metros.

Otros escritores más famosos en diferentes ámbitos incluyen a Friedrich Engels, quien, cuando trabajaba en el negocio de fabricación de hilos de su familia, en Salford, contribuyó en el periódico y utilizó sus reportajes para ayudar a juntar evidencias para La condición de la clase trabajadora en Inglaterra; JM Synge, quien escribió una serie de reportes sobre Irlanda en 1905, ilustrados por Jack Yeats; y Arthur Evans, famoso por sus excavaciones en Cnosos y su descubrimiento de la cultura de Minos. En 1880, como corresponsal en los Balcanes, sus reportes sobre el trato opresivo de los bosnios hizo que los austrohúngaros lo encarcelaran. Logró sacar por medio de contrabando una carta fuera de la cárcel, escrita con su propia sangre.

Un personaje más extraño fue Arthur Ransome, el corresponsal en Rusia de The Guardian después de la revolución, cuya amante fue la secretaria de Trotsky. “Prácticamente un bolchevique”, escribió a un preocupado ministro de información, aunque Ransome estaba trabajando para ambos bandos: después se supo que lo había reclutado en secreto el M16.

Trabajó para el diario durante más de una década y logró salir cuando CP Scott le pidió que se convirtiera en editorialista de “the Corridor”, o el corredor. The Manchester Guardian tenía dos unidades en Cross Street, “the Corridor”, o el corredor, que era el terreno de los editorialistas, y “the Room”, la sala, que era el territorio de los reporteros. “Tiene una tonta idea de hacer una carrera personal”, escribió Scott a un colega. Ransome produjo con gran dedicación los libros Swallows and Amazons.

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Hasta que Mary Crozier se unió al Corridor en 1944, y Nesta Roberts al Room en 1947, estos dominios eran exclusivamente masculinos, aunque existe el rumor de que Rachel Scott, la esposa de CP Scott, escribía editoriales. Ella tomaba los dictados de CP y uno puede deducir que una estudiante fundadora de Girton, Cambridge, una intelectual totalmente comprometida con temas de The Guardian como el poder en el hogar y el sufragio de las mujeres, pudo muy bien haber escrito cosas.

En 1961 Roberts se convirtió en editora de noticias. En la oficina de Londres, fue la primera mujer en ocupar un sitio así en Fleet Street. Más adelante reportó sobre los eventos de París en 1968 y “le divertía” salir a las calles llenas de gas lacrimógeno.

Reportando desde París en ese momento dramático estaba Hella Pick, quien había sido refugiada del Kindertransport. Tuvo una carrera muy larga y distinguida en The Guardian y reportó sobre los asesinatos de Kennedy y sobre la marcha de Martin Luther King desde Selma, entre muchas otras historias.

John Cole sustituyó a Roberts como editor de noticias y entonces, durante una buena parte de los 70, la exreportera Jean Stead, otra pionera, junto con Cole, se embarcó en la tarea de enderezar el estilo de noticias de The Guardian que a veces era un tanto flojo. Recordando su contratación en The Guardian, Stead, que falleció en 2016, dijo que sintió al instante, al igual que muchos otros miembros del equipo antes y después, que “este es un lugar fantástico, con las personas que quiero estar, aquí es el lugar al que pertenezco”.

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Nesta Roberts, la primera editora de noticias de The Guardian en Londres

Otra decana de mediados del siglo 20 fue Clare Hollingworeth, quien murió en 2017 a la edad de 105 años. Cuando trabajaba para The Telegraph, ella fue la que dió la noticia de la invasión alemana en Polonia en 1939 cuando, cerca de la frontera, alcanzó a ver las pantallas de camuflaje cuando las movía el viento y las hileras de tanques se veían atrás. Después de la guerra trabajó para The Guardian durante 17 años, y se convirtió en corresponsal de defensa. Su trabajo más importante para The Guardian, que logró como todas estas historia, con una combinación de suerte, instinto, experiencia y astucia, fue la fuga del agente Kim Philby de la KGB a la Unión Soviética.

Fue en 1963, y Hollingworth se dirigía a Bagdad para cubrir el asesinato del dictador Arim Kassem. Pero los aeropuertos de Irak estaban cerrados y ella se quedó atorada en Beirut y Philby escribía desde allí para The Observer. Había dejado su puesto en el M16 por los rumores, que negaba Harold Macmillan, de que él era el “tercer hombre” en la operación de espionaje de Cambridge. Ya que ella se encontraba por allí, Hollingworth llamó a Philby, y su esposa le dijo que él “se encontraba con las tribus en Arabia Saudita”, lo cual parecía raro “porque para estas fechas ya no podía vivir sin su whisky”, escribió en sus memorias. Entre los chismes diplomáticos escuchó que lo esperaban en una cena la noche anterior, pero que no había aparecido. Hollingworth tuvo la corazonada y revisó las listas de los barcos y descubrió que un buque de carga había salido la noche anterior a Odessa, pero faltaba un miembro de la tripulación. Escribió sus sospechas al periódico, pero cuando regresó a Londres se encontró con que el editor Alastair Hetherington, temiendo represalias legales, no había publicado el trabajo. Tres meses después, en un tranquilo día, convenció a su subalterno que lo publicara; y ella tuvo su primicia. Tres meses después, los soviéticos confirmaron que le habían dado asilo a Philby.

Los recursos y la determinación son cualidades invaluables entonces y ahora para los periodistas y tal vez se personifican de la forma más conmovedora en la hija de un rector nacido en Cornwall, Emily Hobhouse, quien en una serie de trabajos para The Guardian reveló las horribles condiciones, de suciedad, enfermedad, hambre, y muerte que soportaban las mujeres y los niños boer bajo las políticas inhumanas de Kitchener. En la panza del fervor patriotero, investigar los abusos, siendo una mujer sola, requería de una asombrosa fuerza mental. Los soldados británicos, escribió en una carta a su casa, la consideraban “una tonta, una idiota y además una traidora”. Eso fue, dice, “como estar en desgracia continua, o aislada o en prisión. Algunos días pensaba que tenía que cortar y correr”. No lo hizo, aunque cuando regresó a Londres la trataron como paria. “Aún así sobreviví para contar la historia. También viví para denunciar a los gobiernos que se preocupan más de su prestigio que de la justicia y el bien”. Cuando trató de regresar a Ciudad del Cabo la arrestaron y la deportaron, la envolvieron en su chal, la amarraron a una camilla y la depositaron en un barco lleno de agresivas tropas británicas. En una ocasión en Sudáfrica utilizó una copia enrollada del Manchester Guardian para matar a una víbora: los periódicos impresos sirven.

Otro que arriesgó mucho por el bien de la historia fue el crítico de arte GT Robinson del Manchester Guardian, quien cubrió la guerra francoprusiana en 1870. Cuando se enteró que los corresponsales ingleses habían sido expulsados de Metz, “se decidió la cuestión… y mi mente dudosa se acomodó. Tenía que ir”. Estuvo en la toma de Praga, era el único periodista en la ciudad, hasta el final cuando ya no había nada que comer más que los caballos de la caballería francesa que habían muerto de hambre. Sacar una nota fuera de la ciudad era un asunto casi de muerte. Algunas cartas “se enterraban junto con el mensajero, quien moría tratando de salir”. En algún momento construyó una serie de globos de aire caliente experimentando con telas que encontraba en la ciudad, incluyendo, especificó, algodón de Manchester. Aún cuando los globos salían, cualquier error de cálculo podía hacer que llegaran a las líneas prusianas y que las cartas se perdieran para siempre. De esta forma, los peligros de una mala conexión de internet ponen las cosas en perspectiva.

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Otra contemporánea de Hobhouse, un poco más joven, nacida en 1869 era Evelyn Sharp, una mujer muy inteligente que no encajaba cuando “se consideraba que era lo normal para una chica de clase media no tener otra ambición en la vida que estar en casa y esperar el regreso de un esposo problemático”, como contó ella en su autobiografía. A pesar de la oposición de su familia, dejó su casa en 1894 y , al igual que Hobhgouse, aguantó ese oscuro y pesado sentimiento de ir contra la corriente. “Me oprime la sensación de estar en desgracia”. Se ganaba la vida escribiendo y aunque nunca fue miembro del staff de The Guardian, ella escribió: “Siempre he sentido que es una fuente de orgullo y de asombro que durante 30 años haya contribuido en sus columnas”.

Su segunda asignación, en 1905, fue cubrir la muerte de Nelson en su lugar de nacimiento, Norfolk. Si le hubieran dicho que cubriera las celebraciones en Trafalgar Square, “me habría costado trabajo porque no creía ni en imperios ni en guerras, para inspirarme”, dijo. Pero tampoco disfrutó los encantos del pueblo aburrido de Burnham Thorpe.

Se volvió radical de la causa sufragista militante en Tunbridge Wells, cuando reportaba sobre un mitin en el que la actriz Elizabeth Robins dio un discurso para hablar de la descripción equivocada que hacía la prensa de las sufragistas. “A partir de ese momento yo no supe en 12 años lo que era no tener una pelea en la mente y pronto me di cuenta con terrible claridad de la razón por la que siempre le había huído a las causas”, recordó. Sharp fue honesta sobre el miedo que provoca el ser blanco de insultos y desprecio y explicó con candidez lo mucho que odió estar en prisión: “no soy una buena prisionera… 14 días fueron como 14 semanas”.

Lo que la llevó a la militancia fue esto: “Ya sea que vieras el voto como influencia política, o como un símbolo de libertad…  Las reformas siempre pueden esperar un poco más, pero la libertad, cuando descubres que no la tienes, no va a esperar un minuto más”. En 1911 escribió una carta a CP Scott, que no apoyaba la militancia, desde la estación de policía de Bow Street: “Si estoy en la cárcel vas a entender por qué no puedo mandarte ningún artículo por el momento: creo que tienes uno en la mano”.

En los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, The Guardian estaba lleno de gente como grandes escritores y grandes intelectuales. William Thomas Arnold, el nieto de Arnold de Rugby, trabajó para el Manchester Guardian de 1879 a 1898, principalmente como jefe de editorialistas, y tomó la causa poco popular del gobierno irlandés. Era extraordinariamente culto: sus mañanas las dedicaba al estudio de la historia de las provincias romanas. Dedicaba meses a leer a Goethe, o versos franceses del siglo XVII, y escribía a sus colegas sobre sus opiniones de Eurípides.

La cultura alimentaba el periodismo y viceversa: Arnold tenía “dos velocidades en la pluma” y escribía bien cerca de la hora de cierre, “con la tinta de la impresora cerca su cabeza”, según su sucesor, CE Montague, era un gran estilista. Su otra velocidad, más lenta y más considerada hacía lucir su estilo más ágil. Inventó un sistema de casilleros, una especie de versión análoga a una enciclopedia en línea, en donde guardaba artículos y documentos con temas diversos, listos para salir en cuanto se acercaban las fechas de entrega. Al igual que muchos hombres de Manchester, sentía un amor especial por la campiña de Peaks y Cheshire: miraba el mapa y veía como el condado entero se encontraba allí como un pergamino no desenrollado…”.

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En esta fotografía para conmemorar el centenario de The Guardian en 1921, se ve a CE Montague segundo desde la izquierda en la fila de atrás, con CP Scott al frente y al centro. Fotografía: Walter Doughty / The Guardian

Montague fue uno de los escritores más fluidos del Manchester Guardian junto con su colega más joven, el reportero Haslam Mills, un productor de prosa sinuosa e ingeniosa. De esta tradición surgió, de manera concisa o no, un atmósfera en la que estilistas más recientes proliferaron, como el corresponsal del Parlamento de mediados de siglo, Norman Shrapnel, que era una persona dolorosamente tímida, pero muy impresionante en su prosa, o Jan Morris, que reportó sobre la crisis del canal de Suez y el juicio de Adolf Eichmann, o la inigualable Nancy Banks-Smith. Shrapnel murió  a los 91 años en 2004 y uno de sus predecesores murió sentado en la galería de prensa del Parlamento. Se cuenta que el subeditor dijo: “¿Pero en dónde está su nota?”

Montague era hijo de un sacerdote irlandés que perdió su fe y se casó y se mudó a Inglaterra. Creció pobre y alejado de la sociedad. En 1914, a los 47 años, para sorpresa de sus amigos, se pintó el pelo blanco de negro y se enlistó. Como periodista citaba al intelectual Oliver Elton, “nunca estuvo mejor que cuando estaba contra la pared”, es decir alguien de The Guardian hasta la médula.

En 1923, Montague publicó un ensayo sobre periodismo en donde trataba de hacer una anatomía de su atractivo; y llegó a algo que, creo, es todavía válido para los descendientes de The Guardian un siglo después. ¿Qué es lo que hace que el trabajo sea tan adictivo?, preguntó.

“Uno podría suponer que la emoción de escuchar cosas un poco antes que los demás pronto pasa. Algunos de nosotros nunca nos dimos cuenta de que ya pasaron”, escribió.

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Siempre pensamos, en nuestro trabajo, estar más cerca de la vida de nuestros tiempos que en ningún otro lugar, más cerca de su centro y más en su confianza. Con todo lo que emociona a la gente en las ciudades de todo el mundo que suena y resuena en los oídos … siempre se necesita hacer un esfuerzo para sentir que lo que escuchas es en realidad el sonido de la existencia, la respiración inconsciente de la vida misma;  y al ritmo de su pulso parece que el tuyo trabaja mejor. Tal vez sea esto”.

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