Tomar la calle
Sopa de letras
Tomar la calle
Restaurante en CDMX. ©Foto: Angélica Escobar/La-lista.

No les cuento nada nuevo si les digo que la pandemia cambió al mundo. Solo repito lo que ya saben de sobra: que algunos de esos cambios son evidentes, casi inmediatos, que otros son parte de las medidas pasajeras —un parche en el camino— y que unos más vendrán como una secuela de esta película que no parece tener final. 

Lean ese párrafo escuchando a David Bowie y cantemos juntos:

Ch-ch-ch-ch-changes / Turn and face the strange 
Ch-ch-ch-ch-changes /It’s gonna have to be a different man

No es una novedad, pues, que nuestra relación con los espacios sea parte de esos cambios, sobre todo con los espacios públicos, donde solíamos interactuar con nuestras tribus y con extraños. Donde solíamos hacer las pausas para digerir, para olvidar, o para quejarnos que el mundo a veces iba demasiado rápido, a veces demasiado lento.

En nuestra querida urbe de alfileres, la Ciudad de México, el cambio es algo que se presiente a la vuelta de las esquinas. Aquí estamos (o estábamos, ya nadie sabe) acostumbrados a que llueva en un barrio mientras el sol brilla en el otro. Durante la pandemia la ciudad entró en días de silencios y pausas inusitadas y, en cuanto las medidas se relajaron , recobró su voz, de tertulia y de gentío. La textura y el humor de algunos barrios cambió también cuando los restaurantes tomaron, de una forma más definitiva, la calle. Cuando las banquetas y cajones de estacionamiento se convirtieron en terrazas.

En las colonias con una mayor concentración de restaurantes ahora verán una mayor concentración de macetas. Recuadros verdes que se abren un hueco en el asfalto, flanqueados por matas despeinadas. Soluciones imperfectas pero que funcionan, al menos para invitarnos a regresar a la calle y para que muchos restaurantes puedan seguir a flote.

No es que las terrazas sean una novedad. Tampoco que la banqueta sea un espacio de festines. La diferencia es que, en la modalidad sana-distancia, estas terrazas se han convertido en burbujas y en el lugar común que reanimó la mecha de la interacción social y, a la par, también las expectativas que tenemos sobre lo que es importante para que un restaurante sea bueno o no. 

Eso que era preponderante —aspectos como la decoración, que leíamos en las reseñas de antes— ha pasado a segundo plano. Lo que queremos es estar afuera. Salir a jugar. A lugares cómodos, donde las mesas y las copas estén bien servidas. Sí, las terrazas se parecen; sí, a veces la mesa está al lado de la cortina cerrada de un local vecino; ya no nos importa. 

Porque también somos curiosos, los citadinos. Nos arrullamos con los ruidos, entendemos de economía de los espacios y, con tal de volver a tomar la calle, nos adaptamos.

En lo personal estas han sido un par de semanas emocionantes. En esas terraza no solo he descubierto novedades — winebars como Hugo y Vigneron, donde uno va por el vino y se queda por la comida—. También he vuelto a lugares como Bulla donde, entre una copa de vermut y unas aceitunas con anchoas, los lunes pueden confundirse con los viernes. O a lugares veteranos, como el Agapi Mu, que siguen librando la batalla.

Me he llenado las copas de vino —el que más recuerdo es Patxanga, un rosado español de uva trepat con chispa— y la boca con ostiones y papas horneadas con crème fraîche. He vuelto a compartir la mesa con amigos —algunos que rompían el encierro por primera vez—. He vuelto a reír otra vez.

No les cuento nada nuevo si les digo que a los cambios les vienen otros cambios. Este de las terrazas es uno que me gustaría ver más permanente.

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