¿Quién habla en nombre de la Tierra?
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

¿Quién habla en nombre de la Tierra?

Ocurrió de nuevo, como de hecho ha ocurrido a lo largo de 30 años de reuniones internacionales dedicadas a atender (¿combatir?) el cambio climático. Esta vez se sentaron a la mesa de negociaciones los ministros de energía y medio ambiente de los países miembros del G20. La cita fue en Nápoles el 22 y 23 de julio pasados, bajo un formato que incorporó la nueva modalidad de participar en presencia o vía remota. 

Al término de su encuentro, los ministros emitieron un comunicado que reitera aspiraciones, propósitos, “compromisos”, ideales que hemos leído y escuchado con variantes en reuniones anteriores del G20, nacido hace una década, y cuando menos desde la Cumbre de Río de 1992, precursora de las reuniones de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, mejor conocidas como COP1, COP2 y así hasta la COP25 del año pasado. 

Treinta años de ver casi la misma película.

No se malinterprete mi desasosiego. Es un gran logro de la ONU poner al cambio climático en el centro de la agenda internacional y sostener año tras año un proceso de diálogo y negociación. Es difícil reunir a representantes de más de 190 países para que desarrollen un enfoque compartido sobre un asunto tan complejo. Gracias a este esfuerzo, las partes de esta conferencia han identificado conjuntamente los desafíos que merecen más atención y el tipo de acciones que podrían ponerse en marcha para abatir las emisiones de gases de efecto invernadero. 

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El objetivo principal está hoy en blanco y negro: evitar que la temperatura mundial se eleve más allá de 1.5-2 grados centígrados. Tomó desde la COP1 (Berlín, 1995) hasta la COP 16 (Cancún, 2010), para fijarlo. También está claro y acordado que los países deben adoptar metas y medidas concretas conforme a sus capacidades para reducir sus emisiones –uno de los grandes logros de la COP21 de 2015, que culminó con el Acuerdo de París–, y que los bancos de desarrollo internacionales deben ampliar la disponibilidad de fondos para apoyar la transición hacia el uso de energías limpias. La creación del Fondo Verde para el Clima (Green Climate Fund) es un logro notable de la COP16.

Pero la carencia de compromisos genuinamente vinculantes (obligatorios) entre los participantes de la COP, el G20, el G7 o cualquier otro mecanismo de cooperación internacional prolonga la ominosa inercia. En Nápoles no surgió un acuerdo para reducir el uso de carbón, el más contaminante de los combustibles fósiles. Y la distancia entre las palabras y las acciones no se acortó.  Un estudio de BloombergNEF revela que tan solo en los cuatro años posteriores a la firma del Acuerdo de París –después de que los líderes del mundo declararan a los cuatro vientos su gran preocupación por el cambio climático–, los miembros del G20 otorgaron apoyos de diversa índole –subsidios, exenciones fiscales, inversiones– a la producción y consumo de combustibles fósiles por la nada despreciable suma de 3.3 millones de millones de dólares. Se trata de un monto equivalente a invertir en energía fotovoltaica la capacidad total de generación de electricidad de Estados Unidos…multiplicada 3.5 veces. Una enormidad.

Esta incapacidad de los países para comprometerse se debe en parte a que la reducción de emisiones se paga en el corto plazo, pero los beneficios se obtienen en el largo plazo. A un político con la mirada puesta en la siguiente elección le es muy difícil eliminar el subsidio a la gasolina o introducir impuestos a las emisiones bajo el argumento de que en 20 años habrá beneficios palpables.

Más aún, todos los países se benefician de un aire más limpio, aun cuando no paguen por obtenerlo. Si el país A reduce por su propia cuenta sus emisiones, el país B gozará de los beneficios tanto como el país A, sin haber desembolsado un centavo. Si los demás países se comportan de la misma manera que B, la mesa está puesta para que ninguno contribuya con su parte.

William Nordhaus, galardonado en 2018 con el premio Nobel de Economía por “incorporar al cambio climático en el análisis macroeconómico de largo plazo”, sugiere que una salida a esta encrucijada sería crear un “club del clima” conformado por países que adopten las mismas políticas para mitigar emisiones. Aquellos que no formen parte del club o que no cumplan con sus reglas, podrían ser sancionados, por ejemplo, con un arancel a sus exportaciones basado en sus emisiones de carbono. Supongamos que la Unión Europea y Estados Unidos forman ese club, pero ni China ni la India se suman. Entonces las exportaciones de estos últimos enfrentarían aranceles más altos para ingresar a los mercados de los países miembros del club. 

Puede ser. Falta ver si un grupo de líderes en efecto adopta esa propuesta. Mientras tanto nos quedamos con la pregunta que una vez hiciera Carl Sagan: “¿quién habla en nombre de la Tierra?”. 

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