El segundo esfuerzo
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

El segundo esfuerzo
Foto: Pixabay

En agosto del año pasado cumplí 50 años y tenía altísimas expectativas para ese aniversario: armar una banda de rock para celebrar con mis amigos; terminar un triatlón y adquirir hábitos más saludables, como dejar de beber alcohol. Un mes después estaba en cama con covid y 60 días más tarde me había quedado sin trabajo.

Me preparé para los 50 como si fuera a disputar un campeonato del mundo de boxeo. Incluso, meses antes de que llegara la fecha, comencé a leer La Segunda mitad. Los 50 +, del doctor Diego Bernardini. Un libro que tengo de cabecera y me ha abierto los ojos para tratar de vivir plenamente el último tercio de mi vida, pero el virus me tomó con la guardia abajo en todos los sentidos. Después de una dura batalla con la primera dosis de la vacuna, el 9 de septiembre del año pasado el SARS-CoV-2 se hizo presente en mi cuerpo.

El día que confirmaron mi contagio, cuando le contaba a mis hermanos que había salido positivo, una carroza fúnebre llegó a la puerta del Hospital General de Cholula. “Ya llegó mi Uber”, bromee con ellos. Iván, quien se había contagiado dos meses antes, me llamó muy enojado. “Ni de broma, cabr…, ni de broma”.

Aunque tenía una dosis de la vacuna y había escuchado infinidad de historias acerca del coronavirus, el pánico se apoderó de mí cuando crucé la puerta del loft que rentaba en Puebla. “¿Serán las últimas paredes que vea?”, me pregunté. Fue como una cita a ciegas, porque me metí a un túnel sin saber qué encontraría del otro lado.

Lejos de mi hija, de mi madre, de mis hermanos y de algunos amigos cercanos, recordé a los conocidos que habían muerto por la enfermedad, sobre todo a mis compañeros del futbol americano. A pesar de lo delicado de la situación, trataba de mantener el buen ánimo y cuando la comida perdió el sabor, pensé que era un buen momento para deshacerme de toda esa basura light que tenía en la alacena. En esos días solo hubo dos cosas a las que no les perdí el gusto: los Choco Krispis y esas donitas de harina saladísimas llamadas Totis. Fueron mi perdición.

La trinchera

Durante mi convalecencia, tender la cama se convirtió en un acto de supervivencia, mi trinchera contra el covid. A pesar de lo mal que me sentía, me rehusaba a sentirme enfermo, por eso después de bañarme y prepararme el primer café de la mañana, tendía la cama, aunque más tarde me volviera a meter en ella. Tener en orden mi espacio vital me hacía sentir vivo.

Las reacciones más fuertes que tuve de la enfermedad fueron una fiebre que duró cinco días y una taquicardia feroz. Al cuarto día, mientras veía el futbol americano en la televisión, comencé a alucinar. Le pedí al Barba y a mi papá que me dejaran jugar otra vez, solo quería sentirme jugador una vez más. Con la camiseta empapada de sudor, y a pesar de las recomendaciones de los médicos, me levanté de la cama y me puse a levantar pesas.

La taquicardia fue un tema aparte. Con las malpasadas que me ponía en el trabajo, a veces llegaba a la hora de la comida con cuatro espressos y un Red Bull en el estómago. Si bien me iba, comía una manzana o un plátano, por eso traía el corazón bombeando sangre como si acabara de correr los 100 metros planos. Afortunadamente en Puebla me reencontré con un “angelote”, la doctora Marilú Acosta que me recomendó usar un concentrador de oxígeno, mi único compañero durante dos semanas.

Ante mi insistencia, Marilú me dejó pedalear unos pocos minutos al día y eso me ayudó a sentirme mejor, por lo menos anímicamente. A pesar de la ausencia de mi familia y mis amigos, en Puebla me sentí cobijado por mis compañeros de trabajo (Geovanni, Gerardo, Laura, Armando y Gabriela), que siempre estuvieron cerca de mí con una llamada, un mensaje o una visita para dejarme despensa. Mención aparte a mi vecino Otto, quien me llevaba las golosinas que le pedía; Yesenia y sus remedios caseros, y Chiqui, que casi envuelta en un traje espacial llegó a dejarme comida. En la convalecencia descubrí que cocino y lo hago muy bien. En las tres semanas estuve encerrado, solo un día pedí pizza y otro tacos. Preparar comida en casa resultó relativamente barato y muy saludable.

Una semana después de mi alta, y ante la desconfianza y el maltrato que mi equipo y yo recibíamos, decidí presentar mi renuncia. Quince días más tarde estaba de vuelta en la Ciudad de México y me volví a poner un casco para entrenar con los Marshals. También volví a pedalear entre los autos. Esas dosis de esmog se llevaron para siempre mi tos.

Soy un hombre afortunado porque las secuelas, hasta ahora, han sido mínimas. He vuelto a entrenar como antes, aunque tardo más en recuperar el aire después de trotar, pedalear algunos kilómetros o luego de una sesión de crossfit; ahora tengo que leer con anteojos y subí casi 15 kilos. Además, a la cerveza se le fue el sabor durante algunas semanas, aunque desde hace tres meses no tomo alcohol. En lo psicológico el daño ya estaba hecho, porque mis cambios de estado de ánimo fueron casi imperceptibles. En lo emocional, me sentí traicionado. A la mujer con la que convivía cuando me contagié solo la vi dos veces más. Nunca más nos volvimos a besar.

Con mis contradicciones y mis errores, la vida me dio otra oportunidad. Gracias.

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