Opinión

Presentificaciones o la posibilidad de vivir aquí y ahora

La posibilidad de cambio puede ser esperanzadora y emocionante, pero hoy persiste de manera constante y sin tregua, al grado de la desestabilización de cualquier posibilidad de certidumbre en el presente.

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Al pie del níspero, 

en esa banca que la maleza alcanzaba 

rasguñando las piernas, 

nos preguntábamos 

si en los jardines de Bomarzo 

alguien habría hablado así 

sobre el ser y el no ser, 

sobre aquello que va de uno a otro 

y existe más allá del uno y del otro.

Elsa Cross

Quizá lo único que, de hecho, nos es dado, es el tiempo. Por un lado, el de la existencia determinado por las deidades, el destino, la naturaleza o el azar, es decir, el total que compone los días en que inhalaremos y exhalaremos de manera más o menos constante y en el que ocurrirá el misterio de lo que llamamos existencia. Pero también los otros tiempos. Aquél con que medimos acontecimientos, trayectos, etapas y procesos, es decir, el histórico universalmente comprensible e instrumentalmente calculable. A final de cuentas, somos en tanto estemos en contacto con la realidad circundante que fricciona al pensamiento, razonada en una especie de macro-tiempo o temporalidad “verdadera” que enmarca la vida individual, esa dichosa existencia que nos tiene aquí, escribiendo, leyendo, sintiendo: siendo.

Cada uno de nosotros poseemos un marco de referencia que determina nuestro sentido del tiempo, que nos es dado como sensación o experiencia al choque con la realidad. Es decir, el tiempo —más que como medida, como experiencia perceptible—puede imaginarse como una suerte de boleadora con la que cazamos la experiencia y aprehendemos la vida. Así, el tiempo de cada uno de nosotros es distinto estando en soledad, compareciendo junto a otros, en la intimidad del amor, en el tedio o aburrimiento, en el horror de la guerra, en el desastre humanitario de migrar masivamente sin destino seguro, en la víspera de la muerte (esperada o no) o en el advenimiento del nacimiento: la luz, no sólo como pulso físico, sino la luz misma del entendimiento individual, es distinta en cada existencia y en cada uno de los miles de instantes que componen a ésta. 

Albert Einstein (mucho gracias al pensamiento de  la científica serbia Mileva Marić, su primera esposa) negó, a inicios del siglo XX, el carácter absoluto del tiempo con la teoría de la relatividad especial; algunos años después, el holocausto nazi y soviético, las hambrunas y epidemias, por mencionar solo algunas de las atrocidades humanas de la centuria pasada, comprobarían que, efectivamente, el tiempo transcurre de manera distinta para cada humano en su condición individual y social, convirtiéndolo, más que en una variable, en una experiencia absolutamente personal: un acontecimiento fenomenológico y privado, construido de forma distinta en la mente de cada ser y sustentado en retóricas particulares que sólo adquieren sentido en lo más profundo de cada interior. 

He de manifestar abiertamente en este friso corrido, tábula rasa para las ideas que surgen, cambian y pasan o quedan, lo que motiva esta columna: una franca incapacidad para comprender este ser (el propio, el que experimento como consecución de instantes inaprehensibles) en el tiempo que lo circunda: el choque con una realidad terrible, inhumana, feroz, veloz y trágica resulta en innumerables ocasiones, manifiestamente insoportable.

No se trata esto, aunque podría así parecerlo, de sucumbir ante la falsa y engañosa impresión romántica o melancólica de que los tiempos pasados habrían sido mejores. Está claro que factores como las enfermedades otrora incurables, los enfrentamientos bélicos de naturaleza regional e intercontinental y un masivo analfabetismo del que las principales víctimas eran las mujeres, fueron cosa terrible y certeza de que las catástrofes presentes son su continuación o, al menos, parte del ciclo aparentemente natural de la historia de la humanidad. Más bien quiero referirme al bombardeo constante de información que abruma al ser de hoy con una gravedad casi insostenible, volviéndolo incapaz de estar en paz en el instante presente y forzándolo a multiplicar sus realidades para, así, lograr lo antes imposible: fracturar al ser, separarlo, fragmentarlo y obligarlo a vivir distintas existencias en un sólo tiempo, deviniendo en un aquí y ahora imposible de experimentar sin angustia, incomprensión e incompatibilidad: a final de cuentas, una incontrolable ansiedad.

Por órdenes médicas, debo limitar mis pensamientos futuristas y definir internamente, a cada instante, lo que es realidad presente, imaginación o pensamiento. Ante patológicas tribulaciones, la psique se ha refugiado en la presentificación. Prevenida de evitar el inquietante futuro por sanidad mental e incompatibilidad con un hoy absurdamente evanescente, me volví experta en integrar el pasado en el presente como la realidad misma, moldeándolo, manipulándolo y convirtiéndolo en una dimensión atemporal habitable a voluntad y maleable hasta el cansancio. El resquicio más seguro es la memoria de una infancia apacible, alegre, inocente e incauta, que hoy me salva como habitáculo de paz y calma. 

Jean-François Lyotard percibió a este tiempo, aquejado por la condición postmoderna, como inhumanizante. La razón y, agregaría yo, la hiperproductividad exigida por los grandes capitales que dan cuerda a la engañosa lógica del progreso, han anulado lo propio de lo humano: el disentimiento, lo diverso y la metáfora. Sentir diferente, andar por caminos otros, hacer poesía. Las tres anuladas, prohibidas, vistas no sólo como excéntricas sino incluso peligrosas, tienen en común el hecho de requerir del tiempo de la contemplación: detenerse en un presente ocioso, improductivo, sin consumo externo alguno, libre y prolongado, que no deba enlazarse rápidamente a un futuro incierto y, por lo tanto, que sea oscuro. Esa oscuridad que suele colmarse con el miedo devorador de la ansiedad.

Para Zygmunt Bauman, por su parte, el tiempo moderno es líquido: amorfo, falto de cohesión y absolutamente inestable. La posibilidad de cambio puede ser esperanzadora y emocionante, pero hoy persiste de manera constante y sin tregua, al grado de la desestabilización de cualquier posibilidad de certidumbre, no en el futuro (esa nadie, nunca, en ningún sitio la ha tenido) sino en el presente mismo. El piso de realidad sobre el que nos encontramos existiendo es incesantemente sísmico y, por ende, caótico: nada que se construya ahí perdurará ni se erigirá como monumento trascendental. Sólo la poesía, en cualquiera de sus formas. Es decir, la creación de belleza como fin último de cualquier lenguaje metafórico, será preclara y legitimará nuestros pasados —individuales y colectivos— para dar forma presentes habitables, así, en plural, por su extensión prologada, sus posibilidades múltiples de realización y comprensión. Así como la capacidad de enlazarlos para estar viviendo hoy, sin la promesa de futuros incontrolables, poco promisorios y francamente inciertos, quizá tanto como en los momentos más desesperanzados de la historia. 

Si todo se tambalea, permanece poco, se tiende esquizoidemente hacia el futuro y se huye del pasado sin comprender sus lecciones, la presentificación de los tiempos, de todos los tiempos, es lo único que queda. Valdría la pena, con cualquier pretexto, llevar a cabo el experimento que dio forma a la performance La artista está presente (2010) de Marina Abramovic. Me refiero a tomar asiento y mirarnos: mirar al otro pero, sobre todo, aprender un sistema de observación doble, interior y exterior, que viendo el afuera se contemple también el adentro y podamos estar así, en nosotros mismos, al estar con los otros para, quizá, lograr vivir plenamente en el tiempo presente. Presenciar, estar. Presentificar, traer. Presentir, ir sintiendo, incluso antes de tiempo. Prestarse a ser, a ir siendo, segundo a segundo, en lo que sea que se esboce como uno el retrato de mismo. 

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