Antophila: libar el néctar de la palabra
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Antophila: libar el néctar de la palabra
Joan Miró, "Un Oiseau poursuit une abeille", 1927, MoMA, Nueva York

[…] It will not matter, if the call is true.

They shall call and this is known.

One voice and each another

Shall enter the dead, the living flower,

Enter forms that we know not.

To be felt by sea,

By air

By earth

And shall be an elemental pledge. [..] Patti Smith

En la casa del lago congelado hubo una colonia. Casi diez años después, otra más ocupó la ventana de la planta baja de la casa en el bosque de orquídeas y zarzamoras. Durante el insoportable calor del verano, buscaban agua para beber y refrescarse, pero acababan por sucumbir al caer la tarde en el patio de la casa de la ciudad. Por la mañana las recogía suavemente con los dedos, tomándolas de las alas traslúcidas y las enterraba, una a una, al pie de la azalea. Hymenópteras muertas, sus alas como nervaduras de seda bordadas en membranas tornasoladas, himen como decir dosel, velo de malla, tela fina para proteger del rocío y la ventisca, sutileza que alza al vuelo a un ser surgido hace ciento cuarenta y cinco millones de años, entre mares de iridio, calizas de tiza y reinos de amonitas. Cada vez, acariciaba sus aterciopelados cuerpos, revisaba sus alas mapeadas por venas como calles, senderos bifurcados, vitrales góticos, buscando detenidamente segmentos faltantes. Si los hallaba, lamentaba su suerte de no haber podido arar los cielos y haber ido a parar a la dureza del porcelana, la tierra que fue su morada hoy invadida por la dureza hostil del espejismo del bienestar humano. Sus extremidades estaban, con frecuencia, pintadas de un amarillo plomo que embarraba también el tórax y el abdomen. Polvo de oro para libar la vida. Después de la lluvia, cuando todo iba mejor, el toronjil de limón moribundo del jardín se animaba al recibir sus danzas circulares y sentirlas succionando lo que quedaba de las flores blancas, el anciano sándalo se mantenía aún erguido como templo de aquellas libaciones rituales para calmar la cólera y la angustia con agua del Carmen. El templo y sus feligresas reciben el mismo nombre mielino, miel que es árbol y abeja, sacerdotisa salvadora del trueno que alimentara a la deidad con leche y miel, vestal cuyo cuerpo fue despedazado intentando desvelar el misterio de lo divino y, de cuyas entrañas abiertas, nacieron todas las abejas del mundo.

La mitología grecolatina se halla plagada de metamorfosis que, reiteradamente, hacen referencia a las abejas y su mítica presencia como seres propiciatorios de la existencia en todas sus formas. De Egipto a Mesoamérica, pasando por el mundo celta y el Tao chino, las abejas sobrevolaron con sutil aleteo, historias sobre el alimento esencial, la herencia de los pueblos y el dulce gesto nutricio asociado con la maternidad, la crianza y el amor. El Vaticano mismo se llenó de abejas en los relieves de molduras, dinteles, fuentes y escudos, así como en decenas de las obras escultóricas, religiosas y civiles de Gian Lorenzo Bernini, artista que contó con el favor del papa Urbano VIII, quien decidió dejar su impronta como huella indeleble de su papel como mecenas de las artes y poderoso monarca de la Iglesia; el sumo sacerdote provenía de la familia Barberini, cuyo escudo de armas alineaba armónicamente una triada de abejas volando en dirección al cielo. El majestuoso baldaquino de Bernini, que se alza con columnas de bronce entorchadas, tritostiladas y ornamentadas con vides, culmina en un dosel en cuyos guanteletes quedaron plasmados querubines y las abejas papales, lo cual llevó a que ciertos historiadores asociaran a las melíferas voladoras con las mieles de la fe y el amor divino. Picasso y Dalí también claudicaron ante la potente figura de la abeja como recurso metafórico que, generalmente, evoca a la figura idealizada de lo femenino, al mismo tiempo de ser un instrumento iconográfico para viajar entre temporalidades occidentales, narrativas mitológicas y reinos de la naturaleza. Quizá, sin embargo, una de las obras más apetecibles por su diálogo con las himenópteras, sea el lienzo de Joan Miró Un oiseau poursuit une abeille et la baisse: de la abeja no queda más que su rastro, acaso marcado por el amarillo titanio que, gestualmente, encierra la palabra “persigue”, escrita en la superficie pictórica. La abeja es aquí una vía subterránea que se excava entre la pintura y la poesía, vagón de alta velocidad que rompe los límites entre la imagen y la palabra, línea subtextual que pone en tensión a los dos lenguajes que modelan la mente de occidente. Las abejas como lenguaje, el polen como palabra, su presencia como metáfora de la libación de la vida a través del habla.

La abeja es portadora de la memoria de Occidente, unas veces miel y otras tantas hiel. Tiende, como escribiera Octavio Paz, un puente entre una palabra y otra. Abajo está el lenguaje, sobre la superficie, las ideas como recuerdos o amaneceres de la mente, la mente de los individuos que es una y la mente de la civilización que es una también, pero polícroma y polifónica. En su mayoría, las abejas viajan solas, haciendo sus propios refugios para la crianza en retiro; hay algo de desamparo en ello, esa misma nostalgia que tiene el lenguaje como encierro al no pronunciarse, pero también como destierro al salir del ser y melancolía al dejar la morada de la boca y tomar la del oído nuevo. Sólo algunas especies construyen colmenas, cuyo espíritu no es la áurea miel, sino las abejas mismas horadando el enjambre como las palabras que hieren la mente con ideas que entran y salen, entradas y retornos como construcciones y abstracciones, ser que se dibuja y desdibuja cada vez que toma una palabra donde se halla contenido el tiempo y su simultaneidad de escenas. Las abejas entran en los espacios vacíos, los que se abren entre las ramas del toronjil, entre las flores violáceas de la lavanda y entre los habitáculos hexagonales de la colmena, de la misma manera en que las palabras se cuelan en la oscuridad del tiempo pasado y venidero, vaciándolo de incertidumbre y llenándolo de imágenes múltiples. El negro se convierte en blanco con el néctar del lenguaje: lo inhóspito es amueblado con recuerdos, habitado por proyectos de pensamientos, prefijos de lo que podría venir a la mente y, entonces, ser sufijo de todo lo que ya no es sólo posibilidad.

El habla configura el universo. Aunque las galaxias hayan alumbrado a las estrellas que iluminan las constelaciones avistadas en el cielo, éstas existieron, como los dioses, sólo hasta que recibieron un nombre y con los apellidos, descripciones. El zumbido de la abeja es el lenguaje de la mente conversando consigo misma, arrojada a las ruinas de la simultaneidad que reviven a la luz del pensamiento lineal: rompe fuentes infinitas la abstracción al construirse con verbos, porque el verbo no sólo es tiempo sino accionar de ideas que se echan a andar en un terreno. No todas las palabras hablan, pero el habla está hecho siempre de palabras, palabras como abejas, historias como la miel que emana la existencia humana. Si algo quedará de nosotros, al final de los mundos conocidos y los tiempos contados e inenarrables, serán esos puentes colgantes o pasos a desnivel dibujados por el polen del lenguaje que ya no es sólo pensamiento, sino concreción de posibilidades infinitas.

Las palabras, como las abejas, no se erigen de cal y canto, sino que se fracturan cual alas nervadas de endebles significados. Las taladra la duda y el odio, las desdibuja la muerte que es vacío de pensamiento nuevo, vacío de sueños. Ante las palabras y las abejas muertas, queda sembrar salvias, naranjos y sándalos, ideas que sean maleza en los descampados, higueras en los baldíos, rosales en las fosas de los desconocidos. Luego, murmurar para, entonces, hablarse y hablar al otro, libar al otro y al lenguaje que lo hace posible y, así, sembrar más flores llevando el polen de la palabra entre los labios. Dejaremos, entonces, de ser cadáveres sombríos y quedaremos escritos en la historia palpitante que se cuenta alrededor del fuego que está siempre recién nacido.

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