Dolores ajenos
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Dolores ajenos

No conocí personalmente al periodista español Ramón Lobo (mi amigo Juan Veledíaz sí tuvo el privilegio). Lo “traté” a partir de la lectura de sus crónicas para el diario español El País y de sus libros. Enterarme de su muerte, el miércoles pasado, en una madrugada de insomnio, fue devastador.

A Ramón Lobo lo conozco más hoy a través de los tuits y los artículos con la que un puñado de colegas y lectores lo han despedido. ¿Se puede sentir dolor por la partida de alguien a quien no conociste personalmente? ¿Qué tienen los corresponsales de guerra que su partida me deja un gran vacío? Muchos de los redactores más jóvenes que lo trataron, lo definen como a un maestro, a alguien que siempre estaba dispuesto a dar un consejo. Me hizo recordar un texto de Arturo Pérez Reverte publicado en agosto de 2012, Siéntate aquí, chaval, donde hablaba de los dos personajes a los que había que respetar cuando uno llegaba a una redacción: el corrector de estilo y el periodista veterano: “De él, en los siguientes días y meses, aprendías sobre tu oficio más que cuanto escuelas de periodismo y universidades podían enseñarte jamás”. Así me imagino que era Ramón Lobo.

En los últimos meses han muerto en México cuatro periodistas y comunicadores de renombre: Talina Fernández, Ricardo Rocha, Nino Canún y Jorge Berry. Sólo conocí personalmente a éste último y fue lejos de una redacción, nos encontramos en un bar al que lo invitó la gente del Black Hole, uno de los clubes de seguidores de los Raiders en México. Aquella noche de jueves, Berry se convirtió en la estrella de la velada, a la que llevó su anillo del Súper Bowl XVIII que se ganó como narrador en español de los Raiders, en aquel entonces de Los Ángeles. Todos nos sacamos fotos con él.

La muerte de Rocha sí me dolió, así como la de Talina. Aunque no conocí personalmente a don Ricardo, seguí su trabajo durante muchos años. Como un hombre culto y gran conversador, considero que era un gran entrevistador. De Canún no tengo nada que agregar.

Ramón Lobo enfrentó con dignidad el cáncer que acabó con su vida. Lo decía con todas sus letras: cán-cer. Y de acuerdo con los testimonios de sus amigos, nunca tuvo miedo a dejar este mundo: “La muerte sólo es un problema cuando no has vivido”, solía decir. Lo recordaré a través de sus crónicas de guerra, de sus libros, de sus Cuadernos de Kabul y El autoestopista de Grozni, de su homenaje a Miguel Gil, el periodista asesinado en Sierra Leona, en aquel gran artículo titulado Los ojos de la guerra. Buen viaje, Ramón, tus letras te convirtieron en inmortal.

Malcolm, McVie, Cornell y el Diego

Desde hace algunos años, cuando muere algún personaje público, utilizó en Twitter un hashtag simplón, #Findelcomunicado, para decir que no tengo ninguna anécdota o recuerdo que contar con el fallecido o fallecida. Pero tampoco me he resistido a subir la foto con alguno de ellos, como Chabelo o Carmen Salinas. Aunque parezca una contradicción por las líneas recordando a Ramón Lobo, trato de evitar los elogios desmedidos para los difuntos. Por eso no dije que me encantó Macario cuando murió Ignacio López Tarso ni que Andrés García era un gran actor cundo dejó este mundo el intérprete de ese bodrio llamado Pedro Navajas. Tampoco dije que me encantaban las canciones de Diego Verdaguer o que los libros de Kundera cambiaron mi vida, cuando ni siquiera he leído La insoportable levedad del ser.

Soy mucho más básico y la muerte de algunos famosos sí me han sacado algunas lágrimas. Me pasó con Malcolm Young, en noviembre de 2017. Después de escuchar a AC/DC durante más de 40 años, la partida del guitarrista y compositor de la banda australiana me dolió mucho. Lo sentía como a ese amigo mayor que siempre te recomendaba escuchar viejos discos de blues y rock, con el que te podías quedar toda una madrugada platicando de música. Un tatuaje en la muñeca de mi brazo derecho da testimonio de mi aprecio hacia el hermano mayor de Angus.

Aunque no fui especialmente seguidor de Soundgarden y Audioslave, el suicidio de Chris Cornell en 2017 me pareció tremendamente injusto. Tenía 52 años, los mismos que cumpliré en una semana. Tenía, supongo, prácticamente todo lo que uno puede desear en la vida. Evidentemente yo estaba equivocado.

Mientras la Selección Mexicana de futbol se quedaba fuera del Mundial de Qatar, el 30 de noviembre pasado, me enteré de la muerte de Christine McVie, una de las cantantes y compositoras de Fletwood Mac. Ya sé que soy un ridículo, que sueno como Martha Debayle lamentando la muerte de la Reina Isabel, pero cómo no derramar unas lágrimas por la partida de una mujer cuyas composiciones me han acompañado durante tantos años, durante tantas madrugadas, durante tantas borracheras.

De la muerte de Diego Armando Maradona, el 25 de noviembre de 2020, nunca he publicado nada. Fue tan inesperada que simplemente me dejó sin palabras. La confirmación, a través del llanto de amigos como Pablo Aro Geraldes y Natalio Balderrama, hizo que me saliera de la redacción y me quedara parado en una escalera de emergencia mirando al cielo. Después de grabar una nota de televisión para el noticiero de medio día y contestar llamadas para un par de medios extranjeros, continué redactando notas para el otro trabajo que tenía ese 2020. Por la noche, al llegar a casa, no pude evitar el llanto descontrolado cuando escuché la versión dedicada al Diego de Para siempre, un tema de la banda argentina llamada los Ratones Paranoicos. Es que, a pesar de sus contradicciones, el Diego era un personaje universal que nos pertenecía a todos, a sus detractores y sus admiradores. Pero de eso voy a hablar en otra columna.

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