Abogada y escritora de clóset. Dedica su vida a temas de género y feminismos. Fundadora de Gender Issues, organización dedicada a políticas públicas para la igualdad. Cuenta con un doctorado en Política Pública y una estancia postdoctoral en la Universidad de Edimburgo. Coordinó el Programa de Género de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey durante tres años y es profesora en temas de género. Actualmente es Directora de Género e Inclusión Social del proyecto SURGES en The Palladium Group.
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Bolsas en los pies
Las inundaciones no son algo nuevo para quienes las enfrentan año tras año. Aunque las promesas de ayuda llegan, la verdadera fuerza está en la comunidad.
Las inundaciones no son algo nuevo para quienes las enfrentan año tras año. Aunque las promesas de ayuda llegan, la verdadera fuerza está en la comunidad.
Chalco duró un mes inundado. Hace unos días, las autoridades expresaron que esta situación los rebasaba, y que el nivel de afectaciones en el drenaje, las casas y las colonias duraría algún tiempo en resolverse. Los Servidores de la Nación fueron enviados a realizar un censo de las pérdidas con la promesa de ayudar lo más posible a recuperar lo que se pudiera. Algunas personas saben que ese apoyo quizás no llegue.
––Ya con que arreglen el drenaje nos damos por bien servidxs. Esto no es nuevo ––dijo una señora.
En Chalco, vivir entre la mierda es cosa de cada época de lluvias.
Las imágenes me recordaron cuando hace años un día por la tarde se cimbró el edificio en donde vivía. Mi mamá, mi hermana y yo quedamos mudas por segundos esperando que el fin del mundo iniciara, pero en lugar de eso, vimos corrientes de agua café inundando el estacionamiento y, en cuestión de segundos, la calle desapareció bajo el agua debido al rompimiento de un tubo del drenaje de la colonia de atrás.
Los pasillos del edificio se llenaron de gente. Se hacían cadenas humanas para ir pasando muebles, ropa, documentos, lo que los dueños consideraran más rápido e importante de sacar. Había que elegir entre los recuerdos y lo más costoso de recuperar. Nuestros vecinos del primer piso pasaron días sacando lodo, agua y porquería de su departamento; en la noche comían los sándwiches que repartían entre los vecinos que habían perdido sus cosas y quienes ayudábamos. Los comíamos en los pasillos sentados, a veces sin hablar, a veces riendo y a veces solo esperando y tomando fuerzas para seguir. El 7 de noviembre del año 1994, y muchos días más con sus noches, nadie durmió en Paseo del Acueducto.
Con los días, el agua bajó dejando paso al hedor y a la realidad de descomposición de las salas y colchones, estéreos y teles; uniformes y mochilas de nuestros amigos; a sus mascotas vivas y muertas; a las memorias perdidas, a sus plantas y juguetes podridos; al enojo por la mala suerte de que no se contuvo la barda. El olor era insoportable, pero después de algunas horas se olvidaba, se tenía que olvidar. Era más importante secar lo que se pudiera. Ya se sabía que la ayuda del gobierno, si es que llegaba, no alcanzaría para mucho. Las autoridades pasaban a repartir pastillas para desparasitar y evitar infecciones estomacales; daban instrucciones por altavoz para que la gente se fuera por unos días en lo que bajaban los niveles. Pero la gente no se iba, eran sus casas, y no iban a dejar lo poco que les quedaba. Además, muchos no tenían a donde ir. Todas las banquetas estaban llenas de utensilios, desaliento, papeles, resignación, cajas, todo lo que uno acumula esperando secar. La gente que tenía dos pisos vivía en el segundo con lo que pudiera.
En esos días casi nadie iba al trabajo o a la escuela. Las calles eran intransitables; además, había que administrar la desgracia. Después de algunos días nos fuimos a casa de la abuela, pero resultó no ser un lugar menos sórdido que Paseo del Acueducto y duramos poco.
Durante esos ires y venires, usábamos bolsas de plástico grandes, de esas que se utilizan para basura amarradas en cada pierna. Las bolsas nos llegaban más allá de las rodillas y las amarrábamos con una liga para que no se resbalaran. Mi hermana y yo nos veíamos muertas de risa por las bolsas en los pies. Ahora creo que estábamos muertas de miedo, llevábamos días con ese estruendo de la barda en la cabeza; días sin dormir viendo a nuestros amigos perder todo; días escuchando toda forma posible de tragedias; días llegando con esas bolsas a nuestra casa; días de rogar que no lloviera más y de saber que la probabilidad de que esto fuera la normalidad ahí era alta.
Muchos años después veíamos las marcas de agua en las bardas y paredes de las casas indicando hasta dónde había llegado la inundación, marcas que con los años nunca se quitaron y que eran parte ya de la memoria colectiva de Villas de la Hacienda. Marcas que nos recordaban a todos que la colonia no contaba con el drenaje suficiente para soportar las lluvias y que era cuestión de tiempo que viniera la otra.
Con el tiempo el agua bajó totalmente. Algunos muebles duraron semanas enteras en las banquetas, pero la mayoría se pudrieron. El olor no se iba por más lavadas que se hicieran. Después de unas semanas volvieron a levantar la barda. El presidente municipal fue a inaugurarla y a prometer, en un evento con templete, aplausos y todo, que las inundaciones habían terminado de una vez por todas.
Tres años después se volvió a inundar, la historia se repitió con otros nombres, las marcas en las paredes se afianzaron y mi hermana y yo nos volvimos a poner bolsas en los pies. Poco tiempo después dejamos ese lugar.
Ayer en las noticias salió la gobernadora Delfina a refrendar su apoyo en Chalco y les dijo a los vecinos que “no están solos”. No señora, no están solos; año con año se las han ingeniado para, a pesar de la indiferencia e ineptitud de las autoridades, recuperar sus vidas. Como siempre…