Es director de Desarrollo Institucional, maestro en Políticas Públicas y Administración y licenciado en Administración Pública. Realizó cursos de especialización en políticas públicas en Hungría, Francia y Alemania. Fue director general de Asuntos internacionales en el INAI, Oficial Nacional de Gobernabilidad Democrática en el PNUD México, titular del Órgano Interno de Control en el Instituto Politécnico Nacional y titular de la Unidad de Evaluación de la Gestión y el Desempeño Gubernamental en la Secretaría de la Función Pública.
En ETHOS apoya a las áreas de investigación y coordina planeación, evaluación y generación de alianzas estratégicas. Ha publicado textos en materia de evaluación de políticas públicas, corrupción y desarrollo.
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El gran pendiente del combate a la corrupción: una prueba de fuego para el próximo gobierno
Para los retos del Sistema Nacional Anticorrupción en México, ¿las leyes serán la solución contra la corrupción?
Para los retos del Sistema Nacional Anticorrupción en México, ¿las leyes serán la solución contra la corrupción?
Cuando pensamos en la actividad legislativa, surge en México una especie de optimismo reformista, tendemos a sobreestimar el poder transformador de la ley, vemos en ella una especie de solución prodigiosa frente los problemas sociales, económicos y ambientales que padecemos. Hay un nuevo desafío, pues hagamos una nueva norma, tipifiquemos un nuevo delito, reglamentemos un comportamiento emergente. Esto explica en parte la abundancia de normas que nos hemos dado, incluso a nivel constitucional. Como sabemos, nuestra Carta Magna no se limita a definir los derechos ciudadanos y poner cotos al poder, sino que precisa procedimientos burocráticos, reparte facultades, establece aspiraciones políticas y arreglos institucionales diversos. La multiplicidad de ajustes constitucionales y leyes promulgadas en las últimas décadas, muchas de ellas inaplicables, franca letra muerta, hablan de esa confianza excesiva en el marco jurídico para enfrentar las realidades del país y de la administración pública.
Soy de la opinión de que algo parecido sucedió en 2015 con el nacimiento del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Era tal el hartazgo social frente a la corrupción y el cinismo de los poderosos, era tal la impunidad y el descaro en el mal manejo de los recursos públicos, que resultaba inevitable ver en las instituciones dedicadas al combate a la corrupción una farsa monumental, simulación plena, cuando no abierta complicidad. Había entonces que reformar la estructura institucional, crear nuevas leyes, nuevos instrumentos que forzaran la coordinación y aseguraran la independencia de los actores encargados de detectar, investigar y sancionar actos corruptos. Había que reiniciar y hacerlo bien, con una amplia participación ciudadana que capitalizaba la indignación y apostaba por un sistema de pesos y contrapesos para impedir que las cosas siguieran como estaban.
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El problema es que, ocho años después, las cosas siguen como estaban, y en algunos ámbitos, incluso peor. Para no caer en la tentación de especular si existe hoy más o menos corrupción que hace, digamos, diez años, me referiré exclusivamente al ámbito de la operación del sistema y las instituciones que lo integran.
El SNA es tan bueno o tan malo como cualquier otro arreglo que se haya tenido en el pasado o que se proponga después: ninguna arquitectura es perfecta, aunque desde luego hay unas mejores que otras. El sistema tiene virtudes: responsabiliza a un conjunto de instituciones –no sólo a un actor– de la lucha contra la corrupción, ofrece una visión sistémica de un problema multidimensional y dota de instrumentos específicos como la Política Nacional Anticorrupción y la Plataforma Digital Nacional. El sistema también tiene defectos de diseño, como la ausencia de incentivos claros para la coordinación entre los integrantes, el papel endeble y desbalanceado que se da a la representación ciudadana, o que los actores obligados a implementar el sistema sean los mismos con facultades para revisar y garantizar su cumplimiento –incluso mediante la imposición de sanciones–, como la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y la Secretaría de la Función Pública (SFP), que son juez y parte.
Pero los principales defectos del combate a la corrupción no son de diseño. Tampoco se trata de problemas nuevos, por el contrario, hunden su raíz en la endémica distancia entre el ser y el deber ser, entre lo que dice la ley y lo que sucede en la realidad en México. En materia anticorrupción existen desafíos estructurales que no han logrado ser superados y que condicionan la posibilidad de implementación exitosa de cualquier esquema normativo. Describiré brevemente tres de estos condicionantes.
En primer lugar, existe un déficit histórico de capacidad institucional para prevenir, detectar, investigar, procesar y sancionar casos de corrupción. Mientras no se lleven a cabo investigaciones técnicamente solventes; mientras el personal encargado de hacer las auditorías no tenga las competencias necesarias, tecnologías de punta y conocimientos actualizados; mientras sigan siendo pocos y mal pagados los ministerios públicos especializados en el combate a la corrupción; mientras exista alta rotación y politización de puestos técnicos, ningún sistema funcionará, pues los casos se desmoronarán en las instancias judiciales (sumado a la corrupción de no pocos juzgadores, en donde el soborno se vuelve causa y consecuencia del problema que se quiere combatir).
En segundo lugar, atestiguamos la creciente fragilidad en la autonomía real de las instituciones del SNA. Muchos actores, incluso en momentos anteriores a la instalación del sistema, han carecido de un compromiso genuino con la independencia de los organismos encargados del combate a la corrupción. Una autonomía efectiva debería traducirse en el fortalecimiento progresivo de los aparatos profesionales, el respeto a las resoluciones de los actores facultados, así como el blindaje frente a la politización y el ánimo de manipular e influir en los procesos e investigaciones. Lo que vemos actualmente, desde las máximas autoridades del poder ejecutivo federal y subnacional, es que la corrupción se percibe como instrumento de golpeteo y desprestigio de adversarios políticos, más que como un problema público digno de tratamiento gubernamental, mediante políticas y tecnologías. En el fondo del problema está la captura de ciertas instituciones de contrapeso claves, como las auditorías superiores y las fiscalías de justicia en los estados y la Federación.
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Tercero, la impunidad. La ley mandata que la Federación y los estados deben aprobar las políticas estatales anticorrupción y sus planes de implementación, pero al día de hoy sólo 17 estados han satisfecho plenamente esa disposición, sin consecuencia alguna para los que no lo han hecho. Y aun cuando contáramos ya con esos instrumentos, como en el caso del gobierno federal, ha sido muy difícil avanzar en su cumplimiento, de lo que existen numerosas evidencias [1]. Esta realidad invita a poner el foco en el funcionamiento eficaz de las instituciones del sistema. Si no hay auditorías de la SFP y de la ASF que concluyan en sanciones ante los incumplimientos de las leyes del SNA, la mejora continuará dependiendo de la voluntad de los actores políticos. Si no hay secuelas ante el desacato del Senado para nombrar a las personas comisionadas en el INAI, frente a una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, difícilmente avanzará todo lo demás. Una explicación de más amplio espectro es que en los últimos años se ha venido degradando, aún más, el valor del respeto a la ley desde el poder y las instituciones mismas del Estado. El gobierno (y otros actores públicos) elige qué cumplir y que no, sin que suceda la gran cosa, ejemplo que irradia en cascada hacia el resto de la sociedad.
Como sucedía antes de su nacimiento, el SNA no ha logrado acreditar, al menos visiblemente, que su operación haya dado como resultado una mejora en la detección de casos de corrupción, en la emisión de sentencias firmes por faltas graves, en la recuperación de activos, en la creación de una cultura de integridad, en la inhibición de los riesgos e incentivos a la corrupción en el sector público. Evidentemente, el SNA no es una panacea, pues no se han logrado superar los problemas estructurales de la administración pública que se arrastran desde hace décadas. Pero antes de echar al vuelo la creatividad para reformar la arquitectura legal existente, sería sensato mirar hacia los malestares orgánicos del estado de derecho en México, y emprender rutas de mediano plazo que den certeza y vigor al funcionamiento de la institucionalidad.
Conviene insistir: en tanto no se resuelvan los problemas combinados de baja calidad institucional, subordinación de los encargados de combatir la corrupción y de impunidad, el SNA no logrará su cometido. No obstante, tampoco tiene sentido sustituirlo: las cosas no cambian por decreto, como tampoco se modifican así las relaciones sociales, decía el sociólogo Michel Crozier.
En cada cambio de gobierno existe la tentación de modificarlo todo, nuevamente con las leyes como instrumento central de transformación. El SNA requiere ajustes finos, sí, pero el énfasis debe ponerse en cumplir efectivamente lo que establece la ley y que los actores se tomen en serio el Sistema. ¿Debemos tirar nuevamente, como dice el antiguo proverbio alemán, al niño con el agua sucia? Si eso pasara estaríamos regresando al mismo punto de obsesión por la ingeniería del sistema, más que en su funcionamiento efectivo. No es conveniente cambiar el motor de nuestro Vento por un nuevo motor BMW cuando las llantas están lisas, el aceite sucio, las mangueras rotas y el conductor no sabe bien hacia dónde ir.
Desde luego, nuestra obsesión con las leyes hace que muchas de ellas sean incumplibles. Nadie está obligado a lo imposible. El problema es que las leyes se cumplen, se cumplen a medias o se elige cuáles cumplir a discreción, dependiendo del tema, la conveniencia y los vientos políticos.
[1] Ver, por ejemplo, Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad: ¿Qué pasó con el Combate a la Corrupción?, nov. 2023.