Elon Musk es un personaje de Jekyll y Hyde. Y como jefe de Twitter, Hyde está ganando
Elon Musk, cuya adquisición de Twitter significa que debe pagar alrededor de mil millones de dólares al año en intereses. Foto: Dado Ruvić/Reuters

Observar lo que ocurre en Twitter es como ver a un hombre perdiendo la cabeza en cámara lenta. El hombre en cuestión es Elon Musk, que en su momento fue el hombre más rico del mundo y ahora ya no lo es. (Al parecer, ese puesto lo ocupa Bernard Arnault, el magnate de los artículos de lujo).

Musk se encuentra en un agujero, pero al parecer no conoce la Primera ley de agujeros de Denis Healey: cuando estás en uno, deja de cavar. Lo curioso es que él mismo cavó el agujero. Primero, pagó un precio excesivo por Twitter. Después, cuando las acciones de Tesla (la principal fuente de su riqueza) cayeron, y el precio de las acciones de Twitter disminuyó, intentó retirarse del acuerdo. Fracasó, por lo que se vio obligado a pedir prestado mucho dinero –incurriendo en pagos de intereses de alrededor de mil millones de dólares al año–, convirtiéndose así en el renuente propietario de una empresa que genera pérdidas. Y no tiene la menor idea de cómo hacerla funcionar.

Así que está dando tumbos, haciendo una cosa contradictoria tras otra. Empezó despidiendo a la mitad del personal, incluidas varias personas clave que sabían cuán difícil es dirigir una plataforma de redes sociales. Exigió a ingenieros de software altamente cualificados que imprimieran su código en papel para que él pudiera revisarlo. Anuló las prohibiciones que la empresa impuso a legiones de locos de la derecha y descubrió que muchos anunciantes, que son la principal fuente de ingresos de la empresa, se retiraban, inquietos ante la posibilidad de que sus marcas corporativas se vieran manchadas por la proximidad a la locura, el discurso de odio y la ideología de la supremacía blanca. Musk incluso anuló la prohibición de Donald Trump, solo para descubrir que Trump ya no estaba interesado en estar en la plataforma.

Durmió en un sofá de la sede de Twitter en San Francisco, Estados Unidos, balbuceando sobre una crisis de “código rojo”, la necesidad de “despejar el camino de cualquier irregularidad previa y avanzar con un borrón y cuenta nueva” y describiendo la empresa como una “escena del crimen”. Para encontrar alguna prueba de ello, encargó a dos periodistas que revisaran montones de registros internos de decisiones tomadas en materia de moderación mucho antes de que él fuera el propietario de la empresa. Los informes sugieren que los documentos se limitan a mostrar el pánico del personal ante la radicalización de Estados Unidos justo antes y después de las elecciones y a intentar reaccionar ante acontecimientos como la irrupción en el edificio del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021, es decir, ninguna pista decisiva.

Y todo el tiempo, Musk ha continuado con su maníaco tuiteo. Por ejemplo, tuiteó un conejo blanco, que los seguidores de QAnon interpretaron como una señal de apoyo. Malinterpretó una publicación del blog del exjefe de confianza y seguridad de Twitter e insinuó que era un pedófilo, lo que provocó que otros tacharan al hombre de “groomer”. (Esto coincidió con su acusación de 2018 de que uno de los miembros del equipo que rescató a un grupo de niños de una cueva en Tailandia era un “pedófilo”). El otro día, escribió en Twitter que “mis pronombres son procesar/Fauci”, un insulto tonto y polivalente que revela, entre otras cosas, que Musk en realidad no sabe cómo funciona el tema de los “pronombres”.

Uno podría continuar, pero se entiende el punto. El hombre no para de dar vueltas y Twitter se ha convertido en “La experiencia Musk”, como dice la bloguera Helen Lewis. Mientras tanto, los medios de comunicación de todo el mundo observan con mórbida fascinación. ¿Cómo es posible que el segundo hombre más rico del mundo, el hombre que transformó la industria automotriz y construyó cohetes capaces de poner cargamentos en órbita y regresar a tierra con precisión y seguridad en balsas oceánicas, esté haciendo semejante desastre en la reforma de una simple plataforma de redes sociales? Al fin y al cabo, para eso no hace falta ser un genio, ¿verdad?

Para encontrar la respuesta, basta con leer El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, de Robert Louis Stevenson. Elon Musk es nuestro cuento de terror gótico contemporáneo. Por una parte, tenemos al Dr. Elon, un genio inquieto que transformó PayPal y utilizó las ganancias para crear dos empresas que cambiaron el mundo. Nadie que lo haya visto trabajar con estos atuendos duda de que se encuentra completamente a la cabeza de la tecnología y los negocios. Obsérvenlo en una visita a una instalación de SpaceX, por ejemplo, hablando con los ingenieros que están construyendo el equipo y verán a un CEO que realmente sabe lo que él –y ellos– están haciendo.

De la misma manera, pregúntale qué tienen de especial los motores eléctricos del Tesla Model 3 o del Model S Plaid y tendrás una hora de interesante tutoría. En ese sentido, el Dr. Elon es el heredero espiritual de Henry Ford, el genio que inventó una nueva forma de fabricar productos complicados a gran escala y, al hacerlo, cambió el mundo.

Y después, por otra parte, tenemos al Sr. Musk, un hombre inmaduro y narcisista con una patética ansia de atención, la capacidad de atención de un tritón y una interpretación maximalista de lo que se entiende por “libertad de expresión”. Esta criatura ahora controla una plataforma que desempeña un papel pequeño pero significativo en la esfera pública mundial. Bien gestionada y con un modelo de negocio viable, Twitter podría seguir desempeñando un papel útil en nuestras vidas. Pero para que eso ocurra, el Dr. Elon tendría que estar al mando. Y por el momento está desaparecido en combate.

John Naughton preside el consejo asesor del Minderoo Centre for Technology and Democracy de la Universidad de Cambridge.

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