Llamar a un anciano solitario me dejó estas enseñanzas sobre el confinamiento
Ana Yael/The Observer

Cuando comenzó el primer confinamiento y Boris Johnson finalmente señaló con el dedo nuestras gargantas y nos advirtió en un tuit que debemos quedarnos en casa “mientras trabajamos juntos para combatir este virus y mantenemos a todos a salvo”, también habló en un discurso de la “entereza de los ancianos”. De pronto, las estadísticas de la soledad comenzaron a aparecer en todas las noticias. Uno de cada cuatro adultos dijo haber experimentado sentimientos de soledad en las dos semanas anteriores, según una encuesta de la Fundación de Salud Mental, de abril pasado. El número de personas que se sintieron “siempre o con frecuencia” solas alcanzó el 8%, el rango más alto jamás registrado.

Antes de que la palabra “burbuja” fuera renovada para significar “personas con las que podrías tener un contacto físico real”, yo vivía lo que ahora llamo la “vida rápida”: siempre en movimiento, con adrenalina constante, permanentemente estimulada. Mi alarma sonaba a las 6.30 am. Me apretujaba para entrar en una clase de spinning a las 7 am, luego comía un tazón de avena Tupperwared en el metro rumbo a un café para comenzar a trabajar. Gastaba dinero que no tenía en cafés caros y almuerzos promedio, y luego me apresuraba a hacer una audición para un papel de actuación, charlando con mis dobles y clones en la sala de espera.

Y luego boom: la pandemia. Todo se pausó. Comenzó una especie de “vida lenta” y me dejaron en un pequeño depa alquilado, con la compañía de pantallas de diferentes tamaños.

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A varios días de iniciado el confinamiento, una notificación de Facebook sugirió que me uniera al capítulo local de Mutual Aid, un grupo comunitario que ayuda y brinda compañía a los más vulnerables. Pensé, fantástico, un enfoque, y pasé al grupo de WhatsApp, desesperada por distraerme. Pero el grupo parecía inactivo; había muy pocos mensajes. Pasaron días y semanas en silencio. Y luego, una mañana, uno de esos comienzos nebulosos que parecían caracterizar la pandemia, el grupo cobró vida. Pasé las primeras horas del día viendo el funeral de mi tío en Facebook Live, víctima del coronavirus. Pero el mensaje me sacó del estupor. “Un viejo busca amigo en Bethnal Green”, decía. Lo había enviado Wilma, la líder del grupo. Sin pensarlo un momento, respondí: “¡Yo! Yo lo acepto. ¡Yo!” Y en breve me compartió su número, junto con un breve “buena suerte”.

 Alberto.
 92.
 Italiano.
 Quiere amistades. 

Me senté muy erguida en mi cama y lo llamé de inmediato.

Alberto me hace un breve y dulce resumen de su vida. Originario de Génova, mantiene un hermoso acento italiano. Está jubilado, pero se mantiene ocupado. Aprende mandarín en cassettes. Relee entrevistas con sus actores favoritos de la época de oro. Cocina. Escucha música, sobre todo clásica, mucho Verdi. Pasa al menos 10 minutos todos los días tomando la luz del sol desde la ventana de su habitación, antes de completar un entrenamiento diseñado por él mismo, que, según tengo entendido, es una mezcla de tai chi, yoga y sentadillas. Esto me lo cuenta durante nuestra primera llamada, antes de la cual yo estaba ansiosa, lo que él, tranquilo y discreto, manejó con amabilidad y competencia. Antes de que me diera cuenta, habíamos pasado 40 minutos hablando.

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Le dije que lo llamaría de nuevo en unos días. Me dijo que no me presionara. “La vida es difícil”, dijo. Si no me sentía a la altura de la tarea, él lo entendería. Okay, bueno. Pero descubrí que no podía esperar. Sus pies bien plantados, su cómoda lentitud, su calma, eran contagiosos. En una semana quedamos: lo llamaría cada dos días a las 18:15 y charlaríamos. Me contó que creció en las colinas italianas. Le pregunté por qué se mudó a Bethnal Green. Me preguntó por mi trabajo y luego me platicó de sus películas favoritas. La charla sobre el cine pasaba a charlas de libros y luego, en términos más generales, de “creatividad”. Lo animé a que comenzara a escribir un diario; me animó a romper mi lista de cosas por hacer. Nuestras conversaciones eran ricas y nos reíamos. Sentí que había una conexión.

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Ilustración: Ana Yael/The Observer

Desde la primera llamada, hubo algo en nuestras pláticas que me recordó las amistades que había hecho antes de convertirme en adolescente, antes de preocuparme por parecer vulnerable a los demás. Ningún tema estaba fuera de los límites de Alberto. Nada se sentía demasiado serio, ni demasiado vergonzoso ni demasiado honesto. Admití haber extrañado a mi ex. Admitió que no le gustaba Elton John. Admití comer por cuestiones emocionales. Admitió estar preocupado por su salud. Admití que temía a la muerte. Admitió no tener miedo a su propia mortalidad. Admití que luchaba por complacer a mi hermana. Admitió que deseaba poder visitar más a su hermana en Italia. Y, finalmente, admití que me sentía sola. Y este hombre, a quien me habían animado a llamar para ayudar, para brindarle compañía, admitió que él no lo estaba.

La soledad es un sentimiento difícil de categorizar y horrible de admitir. Quizás, en el contexto actual, la soledad se ha convertido en una emoción menos estigmatizada a la hora de expresarla. Nos hemos visto obligados a estar solos. Es algo fuera de nuestro control. Por tanto, ya no puede ser culpa nuestra que hayamos experimentado la soledad. Me he sentido sola. En realidad era algo que anidaba dentro de mí antes de que el mundo se pausara. Cuando era adolescente había sufrido una ansiedad escandalosa, que se manifestaba como despersonalización, una sensación de estar distante y casi fuera del cuerpo. Entonces me medicaron para ayudarme a encajar. A los 20, sufrí un trastorno alimentario, así como un dolor “médicamente inexplicable”. Y aunque mis días los pasaba con gente, en cafés concurridos y mis noches con amigos, en verdad, pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo en un cuaderno, lidiando con personajes dentro de mi cabeza.

En abril del año pasado, un análisis publicado por la Oficina de Estadísticas Nacionales encontró que las personas de 16 a 30 años tenían el doble de probabilidades de experimentar la soledad que las personas mayores de 70 años. Le describí ese sentimiento un día a Alberto.

“Es una sensación de hambre”, dije.

“¿Tienes hambre?”, él dijo.

“No”, le dije.

Es un hambre metafórica, por supuesto. Un anhelo de conexión. Las redes sociales no han ayudado. Y cuando vives en una ciudad, con la presencia masiva de gente a tu alrededor, esa ausencia de conexión se multiplica, hasta un punto en el que puede volverse insoportable.

En otra llamada, le pregunté a Alberto: “¿Qué tal si conoces a alguien? ¿Crees que te sentirías más feliz si conocieras a alguien? “

Él respondió: “Conocí a mucha gente, Daniella. También conocí a muchas personas que se sentían increíblemente solas y que han estado en relaciones durante mucho más tiempo del que tú has estado en la Tierra. La cura no es conocer a alguien, no realmente. Y también, dijiste ‘más feliz’… la felicidad… pasamos demasiado tiempo buscándola. A veces nos evade. Y eso está bien. No estamos destinados a ser felices todo el tiempo”.

Un domingo por la noche, mientras los dos estábamos cocinando nuestras cenas por separado en nuestras casas, le pregunté a Alberto: “¿Por qué te acercaste a Mutual Aid si no te sentías solo?

“Tenía curiosidad”, dijo.

Indagué más.

“¿Por qué no estás solo, Alberto?”

Y me explicó: “Hace tres años iba mucho al Royal Albert Hall y a Covent Garden. Hace dos años iba un poco menos. El año pasado, sólo fui una vez. A medida que disminuye mi velocidad, he aprendido a estar conmigo mismo. Acepto que mi vida está cambiando, mi cuerpo está cambiando. Vivo en soledad, pero no me siento solo, porque me conozco a mí mismo”.

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Me dijo que había experimentado una transición gradual a la “vida lenta”, mientras que yo había sido lanzado de cabeza a ella. Se había sentado consigo mismo durante nueve décadas, experimentando pérdidas, fracasos, alegría, falta de pertenencia, un corazón roto y, con el tiempo y con paciencia, poco a poco se había hecho amigo de sí mismo. Entonces, cuando el virus nos mandó a todos adentro, nada acerca de estar solo consigo mismo lo sorprendió. Había estado allí antes.

Seguí llamando a Alberto cuando la primavera se convirtió en verano y nos dejaron salir brevemente de nuevo. Le hablé de los planes provisionales que había hecho con amigos, me contó de sus paseos por el parque. Se había mantenido alerta, consciente de que el virus no se había vuelto menos letal.

Pero luego llegó el otoño y cuando lo llamé no contestó. Intenté una y otra vez. Una y otra vez sin respuesta. Pensamientos catastróficos inundaron mi cerebro. Me comuniqué con Mutual Aid, pero ni siquiera sabían quién era Alberto. Solo habían hecho la presentación seis meses antes, y desde entonces había habido muchas más notificaciones de “viejo busca amigos”. Pensaba en Alberto y lo llamaba a diario. Nada. Traté de seguir adelante con las cosas. Envié un correo. Empecé a llorar. Llamé de nuevo. Nada. Traté de aceptar el destino, porque eso es todo lo que podía hacer.

Llamé una vez más.

¿Hola?”, dijo.

Alberto había hecho un viaje de última hora a Génova para ver a su hermana. Se disculpó y luego preguntó cómo había estado mientras él no estaba. Me tomé un momento para reflexionar.

“Pensé que habías muerto”, le dije.

Alberto comenzó a reír. Imagina esa risa, desde el fondo de su barriga. Fue contagioso.

“Y si muriera”, dijo, “tú también lo habrías aceptado, y entonces estarías bien. Pero por ahora, podemos estar juntos en esto”.

En The Lonely City, la autora Olivia Laing escribe: “La soledad es personal y también política. La soledad es colectiva“. Durante el año pasado, nuestra conciencia de la soledad se ha vuelto global. Y aunque la soledad sigue siendo terrible para algunos, incluso cuando el tercer confinamiento se está levantando, ahora es un tema más aceptable para discutir. Descubrí el sentimiento de la solidaridad. Alberto me ha enseñado que todos estamos juntos en esto, no solo durante una pandemia. Y aunque es posible que no hayamos podido vernos cara a cara, o no tengamos el lenguaje o el poder para compartir con precisión los sentimientos que hemos experimentado, ahora al menos podemos esperar ser honestos.

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Cuando llamé a Alberto un día para preguntarle si podía escribir sobre nuestra amistad, me armé de valor para ver si le gustaría conocernos en persona. Podríamos tomar un capuchino en un café italiano local, sugerí. Cara a cara, pero con sana distancia. Se tomó un momento para considerar la oferta. Luego dijo: “No, las llamadas telefónicas son lo suficientemente buenas”, y agregó amablemente: “No he tenido suficiente sol para mostrar mi rostro este año”.

Mi primera respuesta fue de abandono: me estaba rechazando. Y luego me senté a pensar, como había aprendido. Le gusta estar solo, pensé. Eso no significa que haya algo malo. No es un reflejo de mí ni de nuestra relación. Está solo pero no solo. Y yo también.

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