Frida Kahlo y yo: cómo la artista moldeó mi vida como persona amputada
Emily Rapp Black fotografiada en su casa en California a principios de este mes. Foto: Dan Tuffs / The Observer

Desnudo de Frida Kahlo, por Diego Rivera, es una pintura que cuelga en la pared de un pequeño museo en Guanajuato. Es un retrato, el torso de Frida es firme y esbelto, y los lados de su cintura crean una perfecta curvatura para cada una de las manos. Sus pechos se elevan un poco porque sus manos se encuentran detrás de su cabeza y sus codos son las puntas de unas alas. Sus hombros parecen sólidos, fuertes, capaces. Se trata de un cuerpo amado, admirado, deseado.

Esta litografía se hizo en 1930, después de que la polio deformara su pie en 1913 cuando tenía seis años, y después del accidente de tranvía en 1925 que rompió su columna vertebral, su clavícula, sus costillas, su pelvis, y le provocó 11 fracturas en su pierna ya débil, aplastó su pie y dejó su hombro permanentemente dislocado. Durante los 29 años después de su accidente y su muerte en 1954, Frida vivió 32 operaciones, tuvo que usar corsé todos los días desde 1944 y le amputaron una pierna a causa de la gangrena en 1953. Fue esta operación final la que provocó las complicaciones que la llevaron a la muerte. Todavía se especula que se suicidó.

Como artista, Frida es famosa por traducir su dolor en arte, pero la gente no sabe a detalle lo que tuvo que aguantar. Muchos de sus admiradores en todo el mundo no saben que le amputaron una pierna durante la última parte de su vida. Aquí, muy parecidas a las de Diego en 1930, sus piernas son musculosas, casi masculinas.

Como amputada desde los cuatro años, siempre me he preguntado lo que se sentirá tener el recuerdo de dos piernas de carne y hueso. Siempre he querido que alguien me vea cómo se ve Frida en esta litografía. Añoro una memoria activa de caminar y correr con dos piernas, de verlas, de cruzarlas, de estirarlas. Pero la memoria de una vida con dos piernas no existe en mi. El cuerpo deseado que añoro es una ficción.

La primera vez que vi la pintura de Frida, Las dos Fridas, sentí el impacto en la piel entre mi verdadera pierna y mi pierna fabricada, ese pequeño parche que toca lo que está conectado durante el día y desconectado durante la noche. Por mucho tiempo le expliqué a mucha gente que era como tener dos Emilys, como vivir en dos cuerpos, uno para el día y otro para la noche, y cuando vi Las dos Fridas en el libro de arte pensé: “sí”. Pensé “¿qué me ven?”. Pensé “esto es verdad”.

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Era 1991 y yo todavía estaba en la preparatoria. Fui a la biblioteca por todos los libros que encontré sobre Frida. Muchos libros hablaban de que Frida se debilitó por el dolor. Hablaban de cuánto y cuánto tiempo sufrió. Y aún así, todas estas pinturas, todo este arte, toda esta belleza. Yo sabía que el dolor no es una musa así es que ¿qué la sostenía? Las dos Fridas no era sobre sufrimiento, era sobre imaginación y conexión y sobre esa palabra que mis padres empezaron a usar conmigo: amor propio, que se supone yo debía practicar y no lo hacía. No tenía modelos. No conocía cuerpos como el mío.

Después supe que Las dos Fridas es la relación que Frida desarrolló en su mente con una amiga imaginaria cuando tenía seis años, el año en que la polio la tuvo en cama. En su diario de 1950, ella habla de que abrió una puerta imaginaria antes de descender a un lugar profundo en donde su amiga la esperaba.

Yo tenía 21 años cuando leí este pasaje y quería que esa amistad mágica fuera mía y de Frida, en donde yo pudiera compartir todos los secretos de mi cuerpo sin pena o vergüenza. Decidí tratar de entender la historia de su cuerpo como medio de entrar al mío. Ella sería mi guía. En mi angosta cama del dormitorio, leía un fragmento cada noche, pasaba los dedos por las hojas brillantes, fascinada por el ingenio y la vulnerabilidad que ella expresaba.

Empecé a hablarle y a escribirle en mis horas despierta y en mis sueños yo era la niña imaginaria que esperaba al fondo de ese portal mágico que ella describe. Y cuando ella llegó, yo le dije soy real. Te necesito. Cuéntame todo. Mi obsesión con Frida siguió en la escuela, cuando empecé a escribir sobre mi cuerpo en lugar de fingir que no existía o que podía esconderlo para siempre. Leía biografías y ficción sobre la vida de Frida y racionaba cada palabra.

México, diciembre de 2013: llegué a la Casa Azul, la residencia que Frida compartía con su gran amor, Diego Rivera, y que ahora es un museo muy popular y bellamente curado. Camino por allí con mis jeans de maternidad y mis tenis de corredora. Me siento pesada y cansada. Mi bebita nacería tres meses después. La gente pasa a mi lado con sus dos piernas. Me miran. Quiero quitarme la ropa y hacerles ver mi cuerpo en lugar de que solo se le queden viendo: que lo examinen con ternura como Diego examinaba y dibujaba a Frida antes de que perdiera la pierna.

Mi hija se llama Charlotte y su sobrenombre es Charlie. Mi primer hijo, Ronan, lleva ya un año muerto. Cuando miro la pequeña cama en donde se acostaba a reposar, con sus sábanas de lino, y la fotografía de un niño muerto con una corona de rosas en la cabecera, lo recuerdo. El cuarto de mi hijo tenía paredes rosas. Había una mecedora en una esquina, cerca de la ventana. Su padre y yo, aun ya separados, lo cuidábamos por igual hasta su muerte. Le leíamos en su cuarto, lo cambiábamos, lo arrullábamos, y llorábamos sobre el suave domo de su pelo. Pasó casi toda su vida dentro de estas cuatro paredes con las cortinas cerradas para que la luz no lastimara sus ojos sensibles. Cuando murió y se llevaron su cuerpo cerré la puerta de ese cuarto y nunca la volví a abrir. Mis padres lo hicieron y la desmantelaron. Yo guardé las piezas de su cuna y las llevaré a todas la casa en las que viva hasta el día que muera.

Cuando entré al cuarto de la Casa Azul en donde Frida guardaba todos sus corsés, sus zapatos especiales y sus prótesis, sentí que entraba a un espacio sagrado. Fue desconcertante ver así las piernas de Frida. La bota roja con un tacón más alto para compensar la asimetría de la polio. Le corsé de fleur de lis con su orilla de seda cubierta con animales y pájaros de colores. Los yesos pintados con el martillo y la hoz de la URSS. La abrazadera con el hoyo para representar los niños perdidos. La pierna artificial del color de la corteza de una palmera, con una marca azul y una pequeña campana. Un espacio cocido para acomodar y doblar la rodilla. Ella jugaba con su dolor. Lo adornaba, lo promocionaba.

Esos artículos de su colección se sienten como la deuda que se cobra a un cuerpo muerto, como los objetos robados por un ladrón de tumbas. Ella tiene el estatus de santa y la gente añora partes de ella como se hacía con el pelo o las uñas de un santo, vivo o muerto. Como si una parte de un cuerpo diferente completara o salvara de alguna forma a la gente que lo tiene. ¿Es eso lo que queremos de Frida? Yo guardé un rizo del pelo de mi hijo durante dos años pero cuando lo usaba sólo me recordaba su ausencia y finalmente lo enterré en la cima de una meseta rodeada de viento y sentí mucho alivio.

Quiero hablarle de sufrimiento a Frida, sobre la enfermedad de Tay-Sachs, la enfermedad que mató a mi hijo. Quiero decirle que después de nacer inmediatamente se encaminó a su muerte, la distancia entre ambos es tan breve, como un hilo que se corta muy rápido. Creo que ella entendería. Siento que ella dejaría que la historia viviera dentro de ella sin sentir lástima por mí, sin esperar que me recuperara de eso. Frida perdió varios hijos, por aborto espontáneo o quirúrgico. Sus injertos de hueso se infectaron, sus riñones se inflamaron, sus manos se llenaron de hongos, le quitaron el apéndice. Y aún así pintaba.

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Cuando miro sus piernas, pienso en la que uso yo. En lo duro que trabajo, como siempre, para mantenerme dentro de ella, aunque es mi pierna favorita desde 1998, cuando se hizo la primera versión. Desde entonces me han hecho tres nuevos pies Flex, muchas cubiertas de silicón que se ensucian y huelen por el sudor y el uso, y tres rodillas nuevas. Han repintado la “piel” dos veces. La estructura de la piel empieza a desenmarañar. Tal vez es así como las prótesis envejecen. Como las muletas de Frida y los pies, y los corsés. Hay manchas visibles y una pequeña mancha roja puede ser sangre.

Meses después de la visita a la Casa Azul, durante la primera revisión de mi hija, el pediatra me preguntó si lo de la pierna era algo que pudiera heredar mi hija, así como mi hijo heredó la enfermedad genética que lo mató. “No, a menos que la entierren con ella”, le contesté, y pensé en el rojo brillante del zapato artificial de Frida y las orillas de sus corsés, y las correas manchadas y los encajes gastados. Estos recuerdos de color y textura son lo único que me impide levantarme y darle una bofetada.

La pierna de Frida la hicieron en Nueva York en la década de los 50. La mía la hicieron en Denver en los 80. La oficina del fabricante de prótesis estaba en una esquina indescriptible de un feo vecindario, el piso sucio y lleno de polvo, las mesas de madera en la sala de espera llenas de revistas viejas. Ya como adulta pienso en esta oficina como en un lugar en el que se fabricaban objetos vergonzosos, máquinas para los incompletos, los parias, los anormales.

Como niña, sin embargo, llené ese espacio con mi plática y curiosidad. “¿Qué tipo de pierna tienes?” me gustaba preguntarle a otros amputados, la mayoría veteranos de guerra, a los que yo veía como ancianos y todavía ansiosos, con su olor a cigarro y sus tatuajes en la manga. Durante un largo día muy caluroso de verano se hicieron arreglos en la oficina de Denver justo antes de que yo entrara a la pubertad. Brinqué hasta donde estaba el técnico para ver lo que hacía con mi pierna. Una sierra descendía del techo girando furiosamente. Trozos de madera volaron como chispas y volaron por el aire. Tenía un cigarro en los labios. Maldecía a la pierna, y la jalaba. Yo sentía dolor por la pierna. La odiaba. Quería que la masticaran, la incineraran, o que se deshicieran de ella de un vez y para siempre. Me odiaba a mí misma. Yo era un monstruo, pensaba, y me sentía monstruosa en consecuencia.

Cuando me convertí en madre, mi relación con mi cuerpo cambió. Diferentes tipos de máquinas internas, todos órganos misteriosos y procesos naturales, se activaron dentro de mí y todo funcionaba a la perfección. Hice un hijo hermoso, perfecto, parecía. Pero a los nueve meses le diagnosticaron una enfermedad terminal, una enfermedad neurológica progresiva, que le costaría la vida antes de los tres años.

Al principio culpé irracionalmente a mi cuerpo híbrido con su maquinaria de pierna por lo que le pasaba a mi hijo. ¿Cómo podía pensar yo que podía hacer algo perfecto con este cuerpo que tenía que ayudarse de partes artificiales y caras. Pero cuando empeoró la condición de mi hijo, desarrollé una relación más matizada no sólo con mi pierna, que parecía ser algo sencillo en comparación con los padecimientos del bebé, sino también con las máquinas que contribuyeron, durante un tiempo muy breve, a darle bienestar y calidad de vida.

Como Ronan tenía problemas para tragar y algunas veces para respirar, él necesitaba una máquina de succión y un tanque de oxígeno. Al final de su vida utilizaba un tubo nasal que le ayudaba a distribuir medicina para el dolor. Para su cuerpo nada era fácil, y de repente, todas las partes mecánicas de mi cerebro que me permitían hablar, caminar, escribir, moverme, gritar y comer parecían milagrosas.

Londres, otoño de 2018: voy al Museo Alberto y Victoria para ver Making Herself Up, una exhibición que ofrece “una perspectiva fresca sobre la vida de Frida Kahlo por medio de sus pertenencias personales”. Vienen en hordas a ver sus prótesis y aparatos ortopédicos y su ropa: grupos de escuela en uniforme y aburridos; turistas alemanes quemados por el sol, y uno con máscara de Donald Trump; una mujer en burka negra y tenis negros. Me provoca nervios entrar aunque ya se que esperar. Las piernas de Frida y sus yesos. Los corsés que detienen los huesos de su espalda; algunas de sus pertenencias más fotografiadas como la ropa que crea la quintaesencia de su look. Estoy con mi amiga Emily, mi madre y Charlie.

—Te vestiste como ella —dice Em.

De hecho, deliberadamente me vestí como Frida, o tal vez en homenaje a ella. Sería ridículo que una mujer estadounidense se vistiera de tehuana, pero a mi manera me disfracé: un vestido vintage de mezclilla con tira bordada en la orilla, botas blancas ochenteras a media pierna, collares dorados en el cuello y el pecho, lápiz labial oscuro y una sola trenza.

—Es para cuando quiero agarrar confianza —digo.

Las salas están llenas de gente. Caminar despacio es el peor movimiento para mi porque me hace cojear notoriamente. Siento las miradas de la gente. Me siento impaciente por ver las piernas y los corsés y las botas y me tropiezo con el hombre que está frente a mi. Intercambiamos disculpas torpemente y se mueve y logro ver una fotografía que nunca había visto de Frida. Siento que alguien me golpeó el pecho. Estoy al borde de las lágrimas. Frida está en tracción en la foto que le tomaron de lado y muestra que su cabeza está suspendida en el aire y mediante un sistema de poleas detrás de ella. Su pierna amputada está levantada con un yeso blanco y su pelo es largo y negro y cae por el camisón del hospital. Me inunda el recuerdo de cómo se siente que te cuelguen así, suspendida en el aire, literalmente, y lo incómodo y doloroso que es.

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En esta fotografía, Frida está pintando. Hay un cuaderno de bocetos en su regazo, y un pincel en su mano. Esto es lo que me quiere hacer llorar. Ella crea mientras el dolor la deshace. Y acaba de perder la pierna. Y siento una gran compasión por ella (no lástima) y compasión por mí, lo cual es difícil de vencer. A mi derecha, en una vitrina, están los corsés que detenían los huesos de su espalda después del accidente, y por el resto de su vida. La abrazadera de espalda que usé brevemente después de mi amputación estaba hecha del mismo material. Las correas que colgaban del corsé detrás del vidrio se parecen a las correas que lavo en el lavabo con blanqueador y rocío con perfume de rosas para tratar de esconder el olor terrible pero solo lo empeoran.

La amputación de Frida fue en 1953. La mía fue en 1978. Frida murió el 13 de julio de 1954. Yo nací 20 años después el 12 de julio de 1974. Y sin embargo nuestras piernas pudieron haber sido hechas por el mismo hombre.

Escucho la conversación de dos mujeres detrás de mí:

—Es tan triste, tan trágico.

—Sí, pero se convirtió en artista. Todo ese dolor.

—Mmmmm.

—Pobre Frida.

Me voy cojeando desesperada por gritarles a estas mujeres de mediana edad que están pasando una linda tarde en el Victoria & Albert. Pero no lo hago. Pero se equivocan.

No creo que el sufrimiento sea la principal característica de Frida, porque el sufrimiento no crea el arte, la gente lo hace. La vida de Frida fue muy vívida, llena de cosas que hacen la vida: conocimiento del sufrimiento, amor, sexo, amistad, viajes, furia, gozo, la creación de arte.

—Es tan triste —dijo otro visitante a su compañera—. Pudo haber tenido una vida sorprendente.

Se perdieron totalmente el poder de esta exhibición. Vieron sin fijarse realmente en las piernas de Frida, en sus pies alados, en su corsé decorado y brillante. Este no era el arte del sentimiento inspirado. Es el arte de la supervivencia.

Dos años después en la puerta de la escuela mi hija de cinco años, con el pelo rojo, la nariz pecosa, la piel blanca y llena de energía y fuego corre por el patio. “Mami”, grita. Una amiga corre junto a ella. No pueden respirar de la emoción.

—Le estaba contando de tu piernita —dice Charlie, jadeando—. Que tienes una especial. Ella no me cree. Dile que es verdad.

La otra niña me mira de arriba a abajo, con curiosidad, tan dulce.

—Así es, querida —le digo—. Tengo una piernita.

—Te dije —dice Charlie a la niña con aire triunfante.

—Wow —exclama la niña cuando me levanto los jeans para mostrarle la diferencia de color.

—Hace que mi mamá sea quien es —le confiesa Charlie, y luego, como si nada, las dos niñas se van corriendo de la mano.

Sus comentarios me sorprenden y también despiertan el sentimiento que empecé a sentir en el Victoria & Albert de Londres. Fue hasta que visitamos el museo que Charlie empezó a hacer preguntas sobre mi pierna y fue entonces que pude usar la historia de Frida para entenderme lo suficiente para hablar con ella. Esto ha ayudado a mi hija a hacer otras preguntas. Charlie sabe de su hermano que murió, y ella no dice que falleció, dice que murió. Sabe de la pierna que perdió su mamá. Este es el regalo de Frida: reconocer nuestras pérdidas de tal forma que no tengamos que esconderlas.

Mi cuerpo es, y siempre será en parte máquina. Este hecho es una carga, un regalo, un riesgo y una realidad. Al igual que todos los que vivimos, respiramos y funcionamos en nuestros cuerpos, compuestos de diferentes partes y procesos, todos somos parte del caos y de forma impredecible esa es la creación, la reinvención y el cambio.

¿Qué podemos aprender todos de Frida, independientemente de nuestro cuerpo?

Esto: el amor y el cuerpo se separan. También que el arte permanece.

Este es un extracto editado de Frida Kahlo and My Left Leg de Emily Rapp Black.

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Emily Rapp Black preguntas y respuestas: ‘todavía hay gente que me aplaude cuando estoy en la caminadora’

Emily Rapp Black es una escritora estadounidense cuyo trabajo se ha publicado en Vogue, The New York Times, The Wall Street Journal, Time y otras muchas publicaciones. A la edad de cuatro años tuvieron que amputarle una pierna debido a un defecto de nacimiento. Cuando nació su hijo, Ronan, le diagnosticaron la enfermedad Tay-Sachs y le dijeron que no viviría más de tres años. En dos años su matrimonio se vino abajo y Ronan murió poco antes de su tercer cumpleaños. Rapp Black ha hecho diferentes crónicas de su vida en diferentes libros de memorias: Poster Child, The Still Point of the Turning World, Sanctuary, que se publicó este año en Estados Unidos, y que habla de lo que significa sobrevivir. Ahora publica Frida Kahlo and My Left Leg. Tiene una pareja y una hija de seis años, Charlie.

¿Cómo fue tu niñez como persona amputada?

Gran parte de ella afectaba financieramente a mis padres. Los seguros de salud en Estados Unidos son muy malos, e incluso peores en lo que respecta a ayudar a las personas que no tienen cuerpos dentro de la norma para que puedan conseguir los aparatos que necesitan para funcionar y seguir adelante.

¿Qué dirías a la niña del póster de seis años que escogieron para una campaña para evitar prevenir los defectos de nacimiento?

No hagas eso. Eres grandiosa como eres. Algún día verás modelos con cuerpos como los tuyos. Esto solo te hará más triste después.

¿Cómo ha cambiado la respuesta de la gente hacia ti, una mujer con prótesis?

Tristemente no mucho. Todavía hay gente que me aplaude cuando estoy en la caminadora y mucha gente asume que nunca he tenido una cita o que soy sexualmente activa.

¿Hay más conciencia ahora de las capacidades?

Sí y no. Creo que el movimiento de body positivity ha ayudado en cierta forma, al menos en EU, pero todavía escuchamos frases como “me paralicé de terror”, y “se paralizó la economía”. Usar la experiencia de la gente como metáfora en un contexto negativo es algo común. Además, Trump no ayudó, en nada, realmente, y se burló abiertamente de una persona con discapacidad en un escenario lleno, lo que le aumentó una raya a sus estatus del presidente más horrible de la historia de Estados Unidos.

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Al parecer has sufrido mucho pero dices que no te gusta que te digan valiente. ¿Por qué?

Ser valiente implica tener opciones. Yo no decidí sufrir, ni nadie. Yo descubrí cómo seguir avanzando porque eso es lo que la gente hace. Valiente es una forma de distanciarse. Es decir, si te pongo en un pedestal como extraordinaria y digo que yo no podría hacer lo que hiciste, entonces no me va a pasar nada malo. Error.

Cuando le diagnosticaron una enfermedad terminal a tu hijo empezaste a escribir tus memorias sobre él. ¿Qué te orilló a hacerlo?

Un deseo de crear frente a la muerte. Era la única parte de mi vida que no estaba saturada de tristeza y desazón.

En tu libro describes el arte de Frida Kahlo como “el arte de la supervivencia”. ¿Escribir te funciona igual a ti?

Lo hice cuando mi hijo estaba viviendo y muriendo por una enfermedad horrible. Escribo por privacía. Puede sonar extraño pero cuando experimentas cosas que la gente quiere etiquetar como “trágicas” inmediatamente te encasillan. La narrativa dice: “Así fue para mí”, lo cual solo es parte de la historia. El resto es mío, y mío solamente.

Entrevista por Lisa O’Kelly

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