Cómo evitar que China y Estados Unidos entren en guerra
Xi Jinping y Joe Biden. Ilustración: Getty/Guardian Design

A medida que surgen imágenes de destrucción y muerte en Ucrania, y que los refugiados huyen del país en millones, la atención del mundo se centra, con toda razón, en el horror de lo que muchos consideraban un imposible en el siglo XXI: una guerra moderna a gran escala en Europa. Sin embargo, en este sombrío momento, resulta aún más importante pensar detenidamente y reevaluar fríamente los peligros que representan otros conflictos potenciales que se podrían desencadenar por las crecientes tensiones geopolíticas. El más significativo de ellos es el riesgo de una guerra entre Estados Unidos y China. La provechosa lección de nuestra época es que este escenario ya no es impensable.

La década de 2020 ahora se perfila como decisiva, ya que cambia el equilibrio de poder entre Estados Unidos y China. Los estrategas de ambos países lo saben. Para los legisladores de Beijing y Washington, así como de otras capitales, la de 2020 será la década de la vida peligrosa. Si estos dos gigantes encuentran una manera de coexistir sin traicionar sus intereses fundamentales, el mundo será mejor. Si no lo logran, el otro camino es la posibilidad de una guerra muchas veces más destructiva que la que estamos viendo hoy en Ucrania y, como en 1914, una que reescribirá el futuro de formas que apenas podemos imaginar.

El conflicto armado entre China y Estados Unidos en la próxima década, aunque todavía no es probable, se ha convertido en una posibilidad real. En parte, esto se debe a que el equilibrio de poder entre los dos países está cambiando rápidamente. En parte se debe a que, allá por el año 2014, Xi Jinping cambió la gran estrategia de China, pasando de una postura esencialmente defensiva a una política más activista que busca promover los intereses chinos en todo el mundo. También se debe a que Estados Unidos, en respuesta, adoptó una estrategia china totalmente nueva desde 2017, en lo que los gobiernos de Trump y Biden denominaron una nueva era de competencia estratégica. Estos factores combinados han situado a China y a Estados Unidos en una trayectoria de colisión durante la próxima década.

Hemos llegado a un punto en la larga evolución de la relación entre Estados Unidos y China en el que los analistas y comentaristas serios asumen cada vez con más frecuencia que es inevitable algún tipo de crisis, conflicto o incluso guerra. Este pensamiento es peligroso. La ventaja de la historia diplomática –si la analizamos con seriedad– consiste en que el riesgo de meternos en una crisis es real. Se arraiga el discurso de la inevitabilidad, aumenta la satanización mutua y la respuesta de las políticas públicas, siempre tan sutilmente, cambia de la prevención de la guerra a la preparación de la misma. El sonambulismo de las naciones de Europa hacia la guerra en 1914 debería seguir siendo una lección provechosa para todos nosotros.

En mi opinión, no hay nada inevitable en la guerra. No somos cautivos de algunas fuerzas profundas, imaginarias e irreversibles de la historia. Nuestra mejor oportunidad de evitar la guerra es comprender mejor el pensamiento estratégico de la otra parte y planear un mundo en el que Estados Unidos y China sean capaces de coexistir competitivamente, aunque sea en un estado de rivalidad continua reforzada por la disuasión mutua. Un mundo en el que los líderes políticos tengan la capacidad de presidir una carrera competitiva en lugar de recurrir al conflicto armado.

De hecho, si logramos preservar la paz en la próxima década, es posible que las circunstancias políticas lleguen a cambiar y que el pensamiento estratégico pueda evolucionar de cara a los desafíos mundiales más amplios. Entonces puede ser posible que los líderes conciban una forma diferente de pensar (el término chino es siwei) que dé prioridad a la colaboración en lugar del conflicto, con el objetivo de afrontar los retos globales existenciales a los que todos nos enfrentamos. Pero para lograrlo, primero debemos superar la década actual sin destruirnos unos a otros.

He estudiado a China desde los 18 años, empezando por mi licenciatura en la Universidad Nacional Australiana, donde me titulé en chino mandarín e historia china. He vivido y trabajado en Beijing, Shanghai, Hong Kong y Taipei a través de diferentes puestos diplomáticos, y he entablado muchas amistades en la gran China. He viajado a China y Taiwán con regularidad en los últimos 40 años, incluso en mi calidad de primer ministro de Australia, reuniéndome personalmente con Xi Jinping y otros altos dirigentes chinos. Admiro la civilización clásica de China, incluyendo sus extraordinarias tradiciones filosóficas, literarias y artísticas, así como los logros económicos de la era post-Mao para sacar a una cuarta parte de la humanidad de la pobreza.

Al mismo tiempo, he sido profundamente crítico respecto a los destrozos de Mao en el país durante el Gran Salto Adelante de 1958, que causó 30 millones de muertes por inanición; la Revolución Cultural, que provocó millones de muertes más y la destrucción de un patrimonio cultural invaluable; y los abusos contra los derechos humanos, que continúan hasta el día de hoy. Todavía me atormentan los miles de rostros jóvenes reunidos en la plaza de Tiananmen a finales de mayo de 1989. Pasé la mayor parte de una semana caminando y hablando entre ellos, antes de que llegaran los tanques el 4 de junio. Simplemente, he leído y visto demasiadas cosas a lo largo de los años como para esconderlas educadamente debajo de la alfombra.

Por ese motivo, no pude evitar toda la cuestión de los derechos humanos cuando, en 2008, regresé a Beijing como primer ministro de Australia en mi visita inaugural. Durante el primer día impartí una conferencia pública en chino en la Universidad de Pekín, en la que argumenté que los mejores ideales clásicos de la amistad dentro de la tradición china –el concepto de zhengyou– significaban que los amigos se podían hablar con franqueza sin romper la relación. Con esos ideales en mente, mencioné los abusos contra los derechos humanos en el Tíbet a la mitad de mi discurso.

El Ministerio de Relaciones Exteriores chino enloqueció. También lo hicieron los miembros más dóciles de la clase política, la comunidad empresarial y los medios de comunicación australianos, que hicieron lo que siempre hacen y preguntaron: “¿Cómo pudo disgustar a nuestros anfitriones chinos mencionando lo innombrable?“. La respuesta era sencilla: porque resultaba que era la verdad, e ignorarla era ignorar parte de la compleja realidad de la relación de cualquier país con la República Popular.

Así como he vivido en China, también he vivido en Estados Unidos, y tengo un profundo afecto por el país y su gente. Soy personalmente consciente de las diferencias entre los dos países, pero también he visto los grandes valores culturales que tienen en común, el amor a la familia, la importancia que los chinos y los estadounidenses dan a la educación de sus hijos y sus dinámicas culturas empresariales impulsadas por la aspiración y el trabajo duro.

Ningún enfoque para entender las relaciones entre Estados Unidos y China está exento de prejuicios intelectuales y culturales. A pesar de toda mi educación en la historia y el pensamiento chinos, soy ineludiblemente y sin arrepentimiento una criatura de Occidente. Por lo tanto, pertenezco a sus tradiciones filosóficas, religiosas y culturales. El país al que serví como primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores ha sido un aliado de Estados Unidos durante más de 100 años, y apoya activamente la continuación del orden internacional liberal construido por Estados Unidos a partir de las cenizas de la segunda guerra mundial. Al mismo tiempo, nunca he aceptado la opinión de que una alianza con Estados Unidos exige el cumplimiento automático de todos los elementos de la política estadounidense. A pesar de las presiones de Washington, mi partido político, el Partido Laborista Australiano, se opuso tanto a la guerra de Vietnam como a la invasión de Irak. Tampoco soy autocomplaciente respecto a los defectos de la política interna estadounidense y a las insostenibles desigualdades económicas que vemos cómo aumentan en toda la sociedad estadounidense.

El juicio que emito sobre las relaciones entre Estados Unidos y China también refleja mi aversión personal al ultranacionalismo, que, lamentablemente, se ha convertido en una característica cada vez más prominente de la vida pública china y estadounidense. Esto puede resultar emocionalmente satisfactorio para algunos y políticamente útil para otros, sin embargo, no aporta nada bueno. Sobre todo, cuando se trata de relaciones internacionales, el nacionalismo es algo ciertamente peligroso.

El estado actual de las relaciones entre Estados Unidos y China es el resultado de una larga y disputada historia. Lo que surge a lo largo de los siglos es un tema recurrente de incomprensión y desconfianza mutuas, seguido con frecuencia por períodos de esperanzas y expectativas exageradas que posteriormente se derrumban ante los diferentes imperativos políticos y estratégicos. En los últimos 150 años, cada parte ha culpado a la otra de los fallos de su relación.

En su concepción más estrecha, la relación moderna entre China y Estados Unidos ha estado basada en un interés económico común. En otras ocasiones, se ha visto respaldada por un sentimiento de objetivos compartidos de cara a un enemigo común, al principio la Unión Soviética y, después del 11 de septiembre 2001, de forma mucho más limitada, el islamismo militante. En fechas más recientes, China y Estados Unidos han desarrollado preocupaciones comunes sobre la estabilidad financiera mundial y los efectos del colapso climático.

Los derechos humanos siempre han sido un punto de fricción subyacente. A pesar de los coqueteos ocasionales del Partido Comunista de China (PCCh) con diversas formas de liberalización política, se ha producido, en el mejor de los casos, una hosca tolerancia hacia los sistemas políticos de la otra parte. Durante mucho tiempo, estos diversos pilares –económicos, geoestratégicos y multilaterales– se combinaron para sostener la relación de forma relativamente sólida. Pero, uno a uno, durante la última década, se resquebrajó cada pilar.

A la mayoría de los estadounidenses, incluidas las élites educadas, les cuesta entender cómo funciona la política en la República Popular China. Y la falta de familiaridad de los estadounidenses con el canon cultural chino, su lenguaje logográfico, sus antiguos conceptos éticos y su liderazgo comunista contemporáneo puede provocar que los estadounidenses se sientan inseguros y desconfiados respecto a este recién surgido rival en pos del manto del liderazgo mundial.

Este abismo de desconfianza ha estado creciendo durante muchos años. Washington ya no cree en el autoproclamado “ascenso pacífico” de China. La clase dirigente de la seguridad nacional estadounidense, en particular, ahora tiene la opinión de que el PCCh nunca ha tenido ningún escrúpulo en engañar a sus adversarios políticos o estratégicos. Considera que ese lenguaje es poco más que una artimaña diplomática, mientras China extiende su influencia, respaldada por el poder militar, en todo el mundo. Señala la reclamación de islas en el Mar de la China Meridional, la construcción de bases navales chinas alrededor del Océano Índico y los ciberataques chinos contra el gobierno estadounidense como pruebas de la realidad de la agresión china.

Cada parte señala a la otra como la culpable. Beijing no cree las afirmaciones de Washington de que no tiene interés en “contener” el ascenso de China. Como evidencia, China destaca el aumento de las ventas de armas de Estados Unidos a Taiwán a pesar de las repetidas promesas estadounidenses de reducirlas, la guerra comercial que Beijing percibe como un esfuerzo coordinado para paralizar su economía, y la campaña estadounidense contra Huawei, la cual interpreta como un esfuerzo para obstaculizar el avance tecnológico de China. Beijing interpreta la insistencia de Washington en la libertad de navegación para sí mismo y sus aliados en el Mar de la China Meridional como una interferencia hostil en las aguas soberanas chinas.

En la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, el antiguo historiador griego concluyó que “fue el ascenso de Atenas y el miedo que esto infundió en Esparta lo que hizo que la guerra fuera inevitable”. Partiendo de este punto, el profesor de gobierno de Harvard, Graham Allison, desarrolló la noción de la trampa de Tucídides. Esta, él explica, es “el natural e inevitable desconcierto que se produce cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a una potencia dominante”. Según el modelo de Allison, basado en su análisis de múltiples estudios de casos históricos, cuando existe esta dinámica, la guerra es algo más probable que lo contrario.

En muchos aspectos, muchos elementos de la trampa de Tucídides ya existen en la relación actual entre Estados Unidos y China. Resulta relativamente sencillo imaginar una serie de acontecimientos que muten en una especie de guerra fría 2.0 entre Estados Unidos y China, que, a su vez, corre el riesgo de desencadenar una guerra hostil. Por ejemplo, los hackers podrían inutilizar las infraestructuras de la otra parte, desde oleoductos y redes eléctricas hasta sistemas de control del tráfico aéreo, con resultados potencialmente letales. Los intercambios militares más convencionales también entran en el ámbito de lo posible. Estados Unidos tiene aliados asiáticos a los que juró proteger, y las ambiciones de China chocan con esas alianzas. Desde Taiwán hasta el Mar de la China Meridional y Filipinas, pasando por el Mar de la China Oriental y Japón, China cada vez pone más a prueba los límites de los compromisos de defensa de Estados Unidos.

Mientras que el principal objetivo de Beijing para la modernización y expansión de su ejército ha consistido en prepararse para futuras contingencias en Taiwán, las crecientes capacidades militares, navales, aéreas y de inteligencia de China representan, en opinión de Estados Unidos, un desafío mucho más amplio para el predominio militar estadounidense en toda la región del Indo-Pacífico y en otros lugares.

Lo que más le preocupa a Estados Unidos es la rápida expansión y modernización de la armada china y sus crecientes capacidades submarinas, así como el desarrollo por parte de China, por primera vez en su historia, de una flota de alta mar con capacidad de proyección de fuerzas más allá de las aguas de su costa. Esto le ha permitido a China ampliar su alcance a través del Océano Índico, reforzado por una serie de puertos disponibles proporcionados por sus amigos y socios a través del sudeste asiático, el sur de Asia y todo el camino hasta el este de África y Yibuti en el Mar Rojo. A esto se suma un patrón más amplio de colaboración militar y naval con Rusia, que incluye recientes ejercicios conjuntos en tierra y mar en el lejano oriente ruso, el Mediterráneo y el Báltico. Esto ha provocado que los pensadores militares estadounidenses lleguen a la conclusión de que los estrategas chinos tienen ambiciones mucho más extensas que el estrecho de Taiwán.

Los cambios en el equilibrio de poder constituyen una parte de la historia. La otra es el carácter cambiante del liderazgo de China. Desde Mao, China no había tenido un líder tan poderoso como el que tiene actualmente. La influencia de Xi impregna todos los niveles del partido y del Estado. Ha adquirido el poder de una manera políticamente astuta y brutal. Por poner un ejemplo, la campaña anticorrupción que ha emprendido a través del partido ha ayudado a “limpiar” los niveles de corrupción casi industriales del país. También le ha permitido “limpiar” -mediante la expulsión del partido y sentencias de cadena perpetua- a casi todos los rivales que, de otro modo, podrían haber amenazado su autoridad suprema.

Para los estadounidenses que imaginaban que a medida que China adoptara una economía de mercado libre se convertiría algún día en una democracia liberal, el nuevo liderazgo de China representa un cambio radical. Desde la perspectiva de Washington, Xi abandonó cualquier pretensión de que China llegara a transformarse en un Estado democrático liberal más abierto y tolerante. También ha adoptado un modelo de capitalismo autoritario que está menos orientado al mercado y da prioridad a las empresas estatales frente al sector privado, y está reforzando el control del partido sobre las empresas. Aunque parece que Beijing está decidido a reescribir los términos del orden internacional, Estados Unidos también considera que Xi está avivando las llamas del nacionalismo chino de una manera que resulta cada vez más antiestadounidense. Estados Unidos considera que Xi está decidido a alterar el statu quo en el Pacífico occidental y a establecer una esfera de influencia china en el hemisferio oriental.

Washington también ha llegado a la conclusión de que Xi decidió exportar su modelo político nacional al resto de los países en vías de desarrollo aprovechando la fuerza de gravedad global de la economía china. El objetivo final consiste en crear un sistema internacional que sea mucho más favorable respecto a los intereses y valores nacionales chinos. Por último, Estados Unidos ha llegado a la conclusión de que estos cambios en la cosmovisión oficial de China están respaldados por un poderoso partido-estado chino que se encuentra cada vez más en una trayectoria de colisión autoimpuesta con Estados Unidos.

Por supuesto, China no lo ve así. La opinión de Xi es que no existe nada malo en la modalidad político-económica de China y que, aunque Beijing la ofrece a otros en los países en vías de desarrollo para que la imiten, no la está “forzando” en ningún otro estado. Xi señala los considerables fallos de las democracias occidentales en cuanto a la gestión de los principales retos, como la pandemia de Covid-19. Argumenta que China ha modernizado su ejército con el fin de asegurar sus antiguas reivindicaciones territoriales, especialmente sobre Taiwán, y no se disculpa por utilizar la economía china para promover sus intereses nacionales. Tampoco se disculpa por utilizar su recién descubierto poder global para reescribir las reglas del sistema internacional y las instituciones multilaterales que lo respaldan, alegando que esto es precisamente lo que hicieron las potencias occidentales victoriosas tras la segunda guerra mundial.

El objetivo del PCCh bajo el mando de Xi también consiste en elevar el PIB per cápita de China hasta “el nivel de otros países moderadamente desarrollados” para el año 2035. Los economistas chinos suelen situar esa cifra entre 20 mil y 30 mil dólares, es decir, un nivel similar al de Corea del Sur. Esto requeriría duplicar o triplicar aún más el tamaño de la economía china. Considerando la polémica decisión del partido en 2018 de eliminar el límite de dos mandatos presidenciales de cinco años, Xi podría seguir siendo el líder máximo de China durante la década de 2020 y hasta bien entrada la de 2030. Es probable que bajo su mandato China se convierta finalmente en la mayor economía del mundo, desbancando a Estados Unidos después de más de un siglo de dominio económico global. Con este cambio en el equilibrio de poder mundial, es probable que Xi se sienta alentado a perseguir una creciente serie de ambiciones globales durante estos próximos 15 años, ninguna más significativa para él que ver el regreso de Taiwán a la soberanía de Beijing.

A juicio de los dirigentes chinos, solo existe un país capaz de perturbar fundamentalmente las ambiciones nacionales y mundiales de Xi. Ese es Estados Unidos. Por eso, Estados Unidos sigue ocupando la posición central en el pensamiento estratégico del Partido Comunista de China.

Xi no es un neófito en su conocimiento de Estados Unidos. Visitó el país durante su inicial carrera política, una vez como funcionario subalterno en la década de 1980, donde famosamente se alojó con una familia en la zona rural de Iowa, y nuevamente más de 20 años después, cuando, como vicepresidente chino, fue recibido por el entonces vicepresidente estadounidense Joe Biden para una visita de una semana a varias ciudades y estados estadounidenses. En 2010, Xi envió a su única hija a la Universidad de Harvard para que estudiara su licenciatura ahí. Xi también recibió a múltiples delegaciones estadounidenses a lo largo de su carrera política, en Beijing y en las provincias.

A pesar de todo esto, Xi no habla ni lee inglés. Su comprensión de Estados Unidos siempre ha estado mediada por las fuentes oficiales chinas de traducción, que no siempre son conocidas por su precisión o sus matices. Y las sesiones informativas oficiales, creadas a partir de la burocracia de la política exterior china y la comunidad de inteligencia, rara vez contemplan a Estados Unidos bajo una perspectiva benévola. (Los funcionarios chinos, temerosos de enfadar a Xi, también proporcionan análisis que se ajustan a lo que creen que él quiere escuchar).
No obstante, la experiencia directa de Xi con Estados Unidos supera la experiencia directa con China de cualquier líder estadounidense, incluido Joe Biden. Ningún líder estadounidense jamás ha hablado o leído chino, y todos han dependido igualmente de fuentes intermedias. Como persona que habla mandarín, tuve la fortuna, como ministro de Relaciones Exteriores y primer ministro de mi país, de poder comunicarme directamente con mis homólogos y otros funcionarios chinos en su propio idioma. Más líderes políticos occidentales tendrán que hacer lo mismo en el futuro.

Por muchas razones, gran parte de la comunidad estratégica estadounidense descarta por completo la idea del ascenso pacífico de China o de su desarrollo pacífico. En cambio, muchos creen que será inevitable algún tipo de conflicto armado o confrontación con Beijing, a menos que, por supuesto, China cambie de dirección estratégica. Bajo el liderazgo de Xi, se considera que cualquier cambio de este tipo es prácticamente imposible.

En Washington, por tanto, la cuestión ya no consiste en si se puede evitar esa confrontación, sino cuándo ocurrirá y bajo qué circunstancias. Y en gran medida, esto también refleja la postura de Beijing.
Existe, por tanto, una obligación moral y práctica para los amigos de China y los amigos de Estados Unidos de pensar detenidamente en lo que se ha convertido en la cuestión más difícil de las relaciones internacionales de nuestro siglo: cómo preservar la paz y la prosperidad que hemos conseguido durante los últimos tres cuartos de siglo, reconociendo al mismo tiempo las cambiantes relaciones de poder entre Washington y Beijing. Tenemos que identificar posibles salidas estratégicas, o al menos muros de contención, que puedan ayudar a preservar la paz entre las grandes potencias y al mismo tiempo mantener la integridad del orden basado en reglas que ha sustentado las relaciones internacionales desde 1945.

Tomando prestada una pregunta de Lenin: “¿Qué hay que hacer?” Como primer paso, cada parte debe ser consciente de cómo la otra parte interpretará sus acciones. En la actualidad, ambas partes son malas en este aspecto. Debemos, como mínimo, ser conscientes de cómo se interpretará el lenguaje estratégico, las acciones y las señales diplomáticas dentro de la cultura política, los sistemas y las élites de cada parte.

Sin embargo, desarrollar un nuevo nivel de alfabetización estratégica mutua no es más que el principio. Lo siguiente debe ser el arduo trabajo de construir un marco estratégico conjunto entre Washington y Beijing que sea capaz de lograr tres cometidos interrelacionados:

Acordar los principios y procedimientos para evitar los límites estratégicos de la otra parte (por ejemplo, sobre Taiwán), que, si se cruzan inadvertidamente, probablemente provocarían una escalada militar.

Identificar mutuamente los ámbitos –política exterior, política económica, desarrollo tecnológico (por ejemplo, los semiconductores)– en los que la auténtica competencia estratégica sea aceptada como la nueva normalidad.
Definir aquellos ámbitos en los que se reconozca y fomente la cooperación estratégica constante (por ejemplo, en materia de cambio climático).

Por supuesto, nada de esto puede avanzar de forma unilateral. Solo es posible hacerlo bilateralmente, por medio de negociadores de alto nivel a los que los presidentes de ambos países hayan encomendado la responsabilidad general de la relación. Como en todos los acuerdos de este tipo, el problema, naturalmente, estará en los detalles y en su aplicación. Este marco no dependería de la confianza. Dependería exclusivamente de los sofisticados sistemas nacionales de verificación ya desplegados por cada país. En otras palabras, la integridad de estos acuerdos no dependería del famoso enfoque de Ronald Reagan “confía, pero verifica”, en el que Reagan insistió con la Unión Soviética, sino que se basaría únicamente en “verificar“.

Un marco estratégico conjunto de este tipo no evitará las crisis, el conflicto o la guerra. Pero sí reduciría su probabilidad. Por supuesto, tampoco evitaría un ataque encubierto premeditado efectuado por una de las partes contra los activos de la otra como parte de una completa violación del marco. Sin embargo, en lo que sí podría ayudar un marco conjunto es en la gestión de la escalada o reducción de la misma en caso de incidentes accidentales en el mar, en el aire o en el ciberespacio.

No soy tan ingenuo como para creer que cualquier marco conjunto acordado impediría que China y Estados Unidos elaboraran estrategias contra el otro. Pero Estados Unidos y la Unión Soviética, tras la experiencia casi mortal de la crisis de los misiles en Cuba, terminaron acordando un marco para gestionar su propia relación tensa sin desencadenar la aniquilación mutua. Seguramente en la actualidad es posible hacer lo mismo entre Estados Unidos y China. De esta esperanza surge la idea de una competencia estratégica gestionada.

Desde luego, el resto del mundo celebraría un futuro en el que no se viera obligado a tomar decisiones binarias entre Beijing y Washington. Preferirían un orden mundial en el que cada país, grande o pequeño, tuviera seguridad en su integridad territorial, su soberanía política y sus vías de prosperidad. También preferirían un mundo cuya estabilidad estuviera respaldada por un sistema internacional que funcionara y que pudiera actuar ante los grandes retos globales de nuestra época, que ninguna nación individual puede resolver por sí sola. Lo que ocurra a continuación entre China y Estados Unidos determinará si eso sigue siendo posible.

Este es un extracto adaptado de The Avoidable War: The Dangers of a Catastrophic Conflict between the US and Xi Jinping’s China que será publicado en el Reino Unido por Public Affairs el 28 de abril.

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