Del estrellato al tanque vacío: Jacinda Ardern, una líder única, sabía que su tiempo se había acabado
Cómo se enamoró el mundo de Jacinda Ardern.

“Sean fuertes, y sean amables”. Las palabras de la primera ministra llegaron al final de una conferencia de prensa programada de forma precipitada, en la que se anunciaba el primer confinamiento de Nueva Zelanda ante la presencia de un virus desconocido y mortal. Para muchos neozelandeses, se convirtieron en un lema de los inicios de la pandemia, cuando el país logró erradicar el coronavirus dentro de sus fronteras.

En los años siguientes, también se convertirían en sinónimo de la política de Jacinda Ardern: para sus admiradores, encerraban una característica mezcla de empatía y fortaleza, y para sus críticos, un ejemplo de retórica grandilocuente no siempre respaldada por las reformas legislativas deseadas.

En 2017, Ardern se convirtió en la dirigente más joven del mundo y pasó a la historia como la segunda mujer en dar a luz mientras ocupaba un cargo electo. Seis años después, el jueves hizo un anuncio sorprendente: dejará el cargo a finales de mes, con lo que pondrá fin a su mandato de dos años antes de las próximas elecciones previstas para octubre.

La llegada de Ardern a la escena política de Nueva Zelanda se produjo pocas semanas antes de unas elecciones que el Partido Laborista, prácticamente en general, esperaba perder. “Fue uno de esos raros momentos en los que todo cambia debido a la fuerza de una personalidad”, comenta el escritor político neozelandés Toby Manhire. “Cuando su rival, el entonces primer ministro Bill English, habló de su ‘estrellato’, lo hizo como un insulto, pero tenía razón”. En una ola de popularidad bautizada como “Jacindamanía”, condujo al partido a una victoria contra todo pronóstico.

Durante los seis años siguientes, su liderazgo estuvo marcado y definido por una serie de crisis nacionales e internacionales, y sus respuestas en esos momentos de presión, en las que destacó reiteradamente los valores de empatía, humanidad y amabilidad, probablemente constituirán el legado más destacado de su carrera política.

“Ella siempre ha sido… una líder que da lo mejor de sí en una crisis y, lamentablemente, ha tenido bastantes”, señala Madeleine Chapman, autora de la biografía no autorizada Jacinda Ardern: A New Kind of Leader (Jacinda Ardern: un nuevo modelo de liderazgo).

En marzo de 2019, unos 18 meses después de que Ardern fuera elegida, Nueva Zelanda se vio afectada por el peor atentado terrorista de su historia, cuando un supremacista blanco atacó con arma de fuego a los fieles de dos mezquitas ubicadas en Christchurch, matando a 51 personas. Las palabras “ellos son nosotros”, garabateadas por Ardern en una hoja de papel de tamaño A4 en los minutos posteriores al ataque, constituyeron el centro de su discurso esa tarde, acogiendo a las comunidades de inmigrantes y refugiados que fueron blanco del atentado.

Las imágenes de ella vestida con un hiyab, abrazando a una mujer en la mezquita le dieron la vuelta al mundo. Su respuesta política –denunciando inmediatamente al autor del tiroteo como terrorista e introduciendo una legislación bipartidista relativa al control de armas– supuso un contraste particularmente marcado con la entonces contemporánea respuesta de Donald Trump en Estados Unidos.

“La respuesta al ataque terrorista… fue simplemente extraordinaria”, señala Manhire. “Empática, humana, pero también firme e inquebrantable a la hora de afrontar los incómodos problemas que desenterró”. Estos atributos serían el patrón a seguir en los momentos más significativos del liderazgo de Ardern en los próximos años.

“Tiene una extraordinaria inteligencia emocional, y esa era realmente la cualidad que se necesitaba, sobre todo durante lo ocurrido en Christchurch, pero también durante la pandemia”, dice el comentarista político Ben Thomas, exmiembro del personal del anterior gobierno nacional. En el primer año de la pandemia, Ardern logró unificar a los neozelandeses para que apoyaran los confinamientos extraordinarios que pretendían erradicar el Covid-19, una decisión política que hizo que Nueva Zelanda alcanzara uno de los índices de contagio y mortalidad más bajos del mundo.

Ese período la hizo ganar una enorme popularidad, así como “una fama mundial muy desproporcionada en relación con el tamaño de Nueva Zelanda”, señala Manhire. En la prensa extranjera brilló con luz propia, convirtiéndose en un símbolo convincente de liderazgo progresista en una época de crecientes temores ante el auge de la extrema derecha, la desinformación y la erosión de las normas democráticas.

Una líder excepcional, un legado desigual

En su país, sobre todo a medida que se prolongaban los años de la pandemia, su legado y su imagen pública fueron más complejos. El gobierno de Ardern tuvo dificultades para hacer frente a la crisis de la vivienda, que había provocado que un gran número de personas vivieran en la calle, en autos o en alojamientos temporales. Su línea de conservadurismo fiscal –descartando el impuesto sobre el patrimonio o el impuesto sobre las ganancias de capital, y limitando la recaudación de impuestos y el gasto– limitó las posibilidades de su gobierno de emprender programas sociales costosos y de gran escala, además de su respuesta al Covid-19. A pesar de sus importantes compromisos en materia de cambio climático, el país no logró reducir de forma significativa sus emisiones.

En algunas de las cuestiones que más preocupan a la primera ministra, se lograron avances legislativos concretos. La pobreza infantil, el problema al que atribuyó el mérito de haberla impulsado a la política, ha disminuido en la mayor parte de las estadísticas neozelandesas, incluso en medio de la crisis de Covid-19 y la recesión económica que auguró. El gobierno puede presumir de las victorias laboristas más importantes para los trabajadores: récord de empleo, 26 semanas de licencia parental remunerada, aumento del número de días libres por enfermedad, mayor poder de negociación para los sectores que perciben salarios bajos, aumento del salario mínimo en más de un 30%. Sin embargo, los demás esfuerzos de reforma: aumentar drásticamente el número de viviendas sociales, renovar la administración de los canales navegables envejecidos y establecer un mecanismo para fijar un precio a las emisiones procedentes de la agricultura, se han visto envueltos en dificultades.

“Cuando se trataba de diseñar y presentar una legislación compleja o una reforma legislativa compleja, los avances eran mucho, mucho más lentos”, explica Thomas. Este legado desigual revela algunas de las posibilidades y limitaciones del concepto de “ser amable” como principio político rector. “La idea de la amabilidad y la empatía puede tener sus límites porque la política suele consistir en hacer concesiones”, señala Thomas, particularmente en las luchas cotidianas del gobierno, la formación de coaliciones y el compromiso.

A medida que avanzaba la pandemia, surgieron nuevos desafíos: apareció una pequeña, pero muy activa facción de grupos antivacunas y antimandato, que culminó en una explosión de disturbios violentos en los jardines del parlamento y que dirigió una tóxica avalancha de amenazas de muerte y retórica violenta contra la primera ministra. La elevada inflación y las dificultades económicas –muchas de ellas de origen internacional, pero muy notorias en Nueva Zelanda– deterioraron el ánimo del electorado en general, lo cual provocó una caída de la popularidad de Ardern y del Partido Laborista que duró meses. A finales de 2022, varias encuestas sucesivas situaron al partido de centro-derecha National como la opción más probable de constituir un nuevo gobierno, junto con los socios de la coalición de derecha libertaria Act.

Las próximas elecciones, –ahora previstas para octubre–, probablemente iban a ser una batalla mucho más dura que a las que Ardern se había enfrentado anteriormente. En 2017, fue elegida líder del Partido Laborista pocas semanas antes de las elecciones, saltándose los amargos meses de enfrentamientos durante la campaña. En las últimas elecciones generales de 2020, el abrumador apoyo a la respuesta al Covid-19 llevó a los laboristas a una victoria casi sin precedentes. Desde sus primeros días en la arena política, Ardern siempre había expresado su desagrado por los amargos enfrentamientos y las puntuaciones asociadas a las contiendas políticas, señala Chapman. “Siempre dijo que no le gustaba ese tipo de política, ese tipo de campaña. Estas elecciones iban a ser exactamente eso, así que no me sorprende que no se sintiera increíblemente entusiasmada al respecto”.

Y había otros factores en juego. Tras seis años de crisis y calamidades, Ardern se había quedado sin fuerzas. “Sé que habrá muchos debates tras esta decisión sobre cuál fue la denominada ‘verdadera razón’. Puedo decirles que lo que comparto hoy es el único aspecto interesante que encontrarán, que tras seis años de algunos grandes desafíos, soy humana”, dijo. “Sé lo que requiere este trabajo, y sé que ya no tengo suficiente en el tanque para hacerle justicia. Así de sencillo”.

Su hija Neve, a la que Ardern sostuvo en brazos, como es sabido, cuando era un bebé en la Asamblea General de las Naciones Unidas, está a punto de empezar la escuela. Ardern comentó el jueves que su familia había hecho los mayores sacrificios de todos.

En sus últimos comentarios, se dirigió directamente a ellos. “Neve: mamá está deseando estar ahí cuando empieces la escuela este año. Y a Clarke: casémonos por fin”.

Mientras anunciaba su renuncia, con la voz en ocasiones entrecortada por la emoción, Ardern retomó de nuevo los principios que constituyeron los pilares centrales de su gestión.

“Espero dejar a los neozelandeses con la creencia de que se puede ser amable, pero fuerte, empático pero decisivo, optimista pero centrado”, comentó. “Y que uno puede ser su propio modelo de líder: uno que sabe cuándo es el momento de irse”.

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