El universo detrás del cielo
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

El universo detrás del cielo
Foto: Museum für Kunst und Gewerbe

Hace días, estando en el bosque, miré hacia arriba pasadas las dos de la mañana. Todo aquel manto de un ennegrecido azul cobalto se había pringado de blancos, azules tenues y brillantes transparencias titilando, de forma intempestiva y por demás sorprendente. Las noches anteriores no había sido tan clara la población de estrellas que desde ahí vigilaban lo vivo y no vivo sobre la superficie terrestre. No se trataba del cielo, sino de aquello más allá. El universo que acoge nuestra mínima existencia: el misterio. Hace años leí en un libro de Stephen Hawking sobre las enanas blancas y me resultó cautivadora la idea de un objeto estelar que puede ser advertido desde la Tierra pero ha agotado ya su energía en explosiones que expulsaron su materia hacia la nebulosa, quizá cientos de años atrás. No podía dejar de pensar en que mi abuela, por aquellos tiempos tan anciana, era una enana blanca. No sólo se había vuelto diminuta y frágil y su cabello era de un blanco argentino brillantísimo, sino que su ser se agotaba pero su esencia se había derramado hacia nosotros, su familia, sus planetas. Lo que la mirada captura a años luz de distancia, puede ser sólo el reflejo, la remanencia, el aura esencial de algo que ha desaparecido. Entonces, quizá no sólo el carbono que habita nuestros cuerpos nos conecta con un fenómeno astral mayor, sino que simbólicamente somos bastante parecidos a lo que nos rodea en el espacio exterior: aquello que sabemos que existe e, incluso, podemos contemplar con deleite, romanticismo o angustia, pero que jamás podremos tocar. La más dura versión de una contemplación excluyente pero que, precisamente por esa lejanía, conduce al asombro frente a lo sublime: nada más bello que las estrellas titilando inalcanzables en lo más alto del vientre de la diosa Nut. 

En Son importantes las estrellas, Raúl Zurita dice que el arte es una forma de futuro cuando aparece ante nuestra mirada, sin importar si fue creado hace mil años. Quizá lo que se abre entonces al contacto con el arte es el espacio en nuestra mente, cada una de esas estrellas siendo encendida de poco en poco por el pensamiento y el placer. Las estrellas son el hogar de la memoria colectiva, los puntos de luz que los humanos hemos contemplado como detonadores de ideas, receptáculos de conocimiento y nudos de individualidad en el universo colectivo. A mediados del siglo veinte, Frida Hansen convirtió a la vía láctea en una repetición modular de mujeres sosteniendo un manto lapislázuli y dorado que lleva la mente a un viaje vertiginoso hasta las Puertas de Ishtar en Irak o a las teselas diminutas que componen el mosaico del mausoleo de Gala Placidia en Rávena. Han sido los astros nutrición absolutamente vital para pueblos enteros que vieron en cometas y caudas rastros de leche y estrellas como gotas de calostro imprescindible para la vida.

Desde las deidades ancestrales femeninas representadas en correspondencia con las estrellas o los enigmáticos tapices medievales, los frescos u óleos marianos renacentistas, pasando por los celebrados destellos de carga matérica de Van Gogh y la etérea iconografía de las pinturas de Leonora Carrington, mucho de la cultura se ha dicho en relación con aquello que se intuye vivo, incandescente, explosivo y enigmático en lo más lejano. Turner, Picasso, Stella, Arp y Pollock en el pasado, tanto como María José de la Macorra o Ale de la Puente hoy, crean pensando en aquello que saben material, pero se presenta inmaterial e inalcanzable en las alturas. Quizá enunciar el misterio que produce lo distante, permite expresar mucho mejor la extrañeza que, de igual manera, suscita lo propio y humano: nosotros mismos.  

Una noche del más absoluto silencio, apareció una estrella fugaz. Entonces, como ahora, el deseo exclamado es el mismo: no perder el asombro frente al misterio, que no falte nunca la incertidumbre ahí donde hay belleza, porque ahí estará el germen del conocimiento. Las estrellas aparecen así de lejos porque son un reflejo no sólo de sí mismas, sino de lo más profundo de la cultura y del ser, de lo que nada alcanza a revelar, pero arde en el núcleo de lo elemental. 

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