Metal Lords
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Metal Lords
“Metal Lords". Imagen: Captura de pantalla.

Ser metalero nunca ha sido fácil. Ser metalero en la Ciudad de México, en los años 80, era toda una declaración de principios. Cuando comencé a escuchar heavy metal, en la radio sonaban a todas horas “Beat it” y “Billy Jean”, de Michael Jackson, y “Like a virgin”, de Madonna, y aunque mi papá compró el “Thriller”, yo me resistía a escuchar esa música. El cambio de casa a los 13 años fue fundamental para que yo, en esa búsqueda de identidad característica de la adolescencia, comenzara a escuchar heavy metal. Porque mientras mis nuevos vecinos ponían a toda hora a Jackson, Madonna y Duran Duran, yo me sentía el más malo de la comarca con mis discos de Motley Crue, Twisted Sister y los casetes de Saxon, Judas Priest, AC/DC y Night Ranger que me prestaba el “Tribi” en la secundaria 150. Ahí entendí que ser metalero implica compromiso y sacrificio, como le dice Hunter a Kevin en Metal Lords, la película que Netflix estrenó el pasado 8 de abril.

Como casi todas las cintas que tratan de alguna manera el género, Metal Lords está llena de lugares comunes sobre la vida de los metaleros, pero es una recreación casi perfecta de la adolescencia de todos los que seguimos disfrutando esa música.

A mediados de los 80, cuando no había redes sociales y conseguir discos importados en México era un milagro, conocíamos a nuestros pares metaleros en la escuela o en la calle, cuando parábamos a alguien con una camiseta de rock por la calle. Así conocí a Gastón en la UVM y poco después a Michael y Gabriel en un Ruta 100, cuando los dos escuincles rubios y con la melena a los hombros se subieron con sus camisetas de Venom y Exodus. También me pasó con Gabriel Lara en el ITAM y con Miguel Padilla en Reforma. Bastaba una pequeña charla para comenzar charlas interminables sobre las bandas que escuchábamos y el intercambio de cintas y revistas. A pesar de nuestras diferencias ideológicas, profesionales y académicas, con casi todos sigo en contacto, porque los vínculos que crea esa música, como dice en la película, son eternos, como el heavy metal.

Al igual que Hunter en la película, hubo una época en que yo me sentía celoso de las novias de mis amigos porque aquellas tardes encerrados en algún cuarto de servicio escuchando metal, compartiendo las mismas anécdotas y algunas cervezas, se habían terminado. Cuando me enamoré por primera vez, en el 89, me di cuenta que no tenía ropa ni dinero para salir con Laura y le tenía que rogar a mi hermano Omar para que me prestara sus zapatos Domit y su polo rosa para ir a alguna tardeada. Pero ni así me dejaron entrar al News del Pedregal. Tampoco a las fiestas caseras que se armaban aquellos años, cuando mientras todos cantaban y bailaban el “nuevo rock en tu idioma”, Gastón y yo nos quedábamos afuera de las fiestas con una caguama escondida en nuestras chamarras de soldado gringo, con alguna camiseta de Metallica y las “chaquetas mentales” de formar una banda.

En mi vida he tenido dos bajos, pero nunca un grupo como Skullflower. Cuando iba en la prepa me autonombré “manager” de dos bandas: Drakken y Kroom, a las que les conseguí un par de tocadas, incluida aquella fiesta que estuvo a punto de salirse de control cuando alguien fue a repartir un flyer al Chopo y a mi casa llegaron casi un centenar de greñudos que querían entrar y dejaron un regadero de botellas y latas de cerveza en la calle. Mi primer bajo me lo compré en el 97 y el segundo al inicio de la pandemia para desaburrirme. En mi cabeza comencé a imaginar la banda con la que quería celebrar mis 50 años de vida en agosto pasado. Arme una playlist con las canciones que quería tocar e invité a mi hermano Iván, a Miguel Padilla, a Paul, Enrique Carrillo y Ramón Aranza para que fueran parte de Glass Eye Dog. El proyecto, aún no se concreta, pero Metal Lords fue un incentivo para volver a soñar con formar esa banda.

Metal Lords es una película palomera, pero la volvería a ver una decena de veces, como Detroit Rock City, Trick or treat (1986), Wayne’s World o The Dirt, porque me remonta a pasajes muy divertidos de mi vida y no solo de mi adolescencia. La escena de la persecución (spoiler alert) en el Challenger negro de Hunter mientras suena “Whiplash”, me recordó el día que salimos del concierto de King Diamond y Exodus, en 2017, cuando Juan Manuel y sus 200 tatuajes le pedía a Lucio Román que pisara el acelerador de su (por supuesto) Challenger negro sobre Viaducto. En el asiento de atrás, mi mayor preocupación era que Marcela, a quien había conocido cinco días antes, me dejará de hablar después de aquel espectáculo. Pero no fue así, el miércoles, después de ver Metal Lords, Marcela me mandó un mensaje de WhatsApp con el link de “Machinery of torment”, la canción que Skullflower toca en la película.

¡Larga vida al metal!

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