Hay que saber llegar
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

Hay que saber llegar
Foto: Talal Hakim / Pexels

Las transiciones encierran cuando menos dos desafíos bastante obvios: saber hacia dónde dirigirse y saber cómo llegar. En general es menos difícil ubicar el destino que trazar el camino, pero solo en general. Un botón de muestra: al presidente George H. W. Bush se le reprochó carecer de “the vision thing” durante su campaña de reelección. Sin poder articular las características del destino que prometía a los votantes estadounidenses, le fue difícil convencerlos que lo acompañaran en el camino. Bill Clinton terminó tomando las riendas de la Unión americana.

Rara vez el destino termina siendo como nebulosamente lo imaginamos. Una frase atribuida a varias fuentes, añejas y no tanto, advierte: “ten cuidado con lo que deseas porque puede convertirse en realidad”. En la política reciente, por ejemplo, los votantes se han expresado a favor de un futuro ajeno al control de los partidos tradicionales. Si tan solo un solo líder de buenas intenciones tuviera el mando completo, parece decir el razonamiento, las cosas se resolverían. Luego se materializa ese futuro y el líder sin restricciones ejecuta políticas no solo insospechadas sino adversas a los deseos de quienes lo pusieron en el poder.

El futuro que imaginamos se parece inevitablemente a nuestro presente, con uno que otro cambio donde está el foco de nuestra atención. Las películas que se desenvuelven en el espacio lo ilustran. Los espectadores vemos escenas “futuristas” habitadas por personas con las características propias del grupo dominante en el país donde se filmó la película y tecnologías similares a las de hoy, cuya supervivencia a miles de años luz de tiempo y distancia son difíciles de entender. En el último tercio del siglo XX podíamos preguntarnos al ir al cine si solo hay personas de tez blanca o, en su defecto, animales a cargo de las naves espaciales (pienso en 2001: Odisea en el Espacio, de ciencia ficción, y La Guerra de las Galaxias, más fantasía que ficción). ¿Las cabinas de mando tienen interruptores como los de los aviones del siglo XX? ¿Las videollamadas del siglo XXI requieren sentarse en un cuartito? ¿Los gráficos de computadora del futuro son como los de hoy? Eso, sin contar todo lo que sí ocurrió y nadie vio llegar, como la ubicuidad del teléfono celular “inteligente”.

Algunos entusiastas de las energías limpias parecen caer en trampas similares al plantear destinos y caminos para la transición energética. Regalan imágenes de un futuro tan limpio como posible a un bajo costo, en una suerte de fin de la historia energética en la que todos seremos habitantes felices. En principio, no carecen del vision thing, pero suponen que en ese futuro imaginario y deseado como un buen final de Hollywood, nuestros hábitos de consumo no cambiarán o, si lo hacen, serán recibidos con los brazos abiertos. El viento, el sol, los mares, la geotermia funcionan armónicamente, respaldados por sistemas inteligentes de redes y baterías cuya manufactura ha trascendido la devastación provocada por la industria minera. Son limpias la producción de energía y su consumo, como lo son también los métodos para extraer los materiales y construir los equipos del sistema energético moderno. Son limpios los sistemas políticos, promotores del medio ambiente, respetuosos de los derechos humanos, siempre a tono con las demandas de las comunidades receptoras de la inversión.

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Llegar a ese lugar, si acaso fuera posible, es una tarea más que titánica. Europa, donde quizá el discurso y las políticas verdes han sido más orientados hacia la transición, aporta un ejemplo. Varios países de ese continente han sufrido en el último año las penurias de dejar al clima –especialmente al viento– el soporte de la nueva agenda de seguridad energética. Si el viento deja de soplar, como ocurrió, es preciso recurrir a las demás opciones. Al limitar la expansión de la energía nuclear, que no libera emisiones de carbono a la atmósfera, las disponibles fueron las cada vez menos favorecidas en los discursos verdes: el carbón, el petróleo y el gas. Agréguese el embargo al crudo y gas rusos. El resultado: episodios de desabasto y escalada de precios.

Nada de esto significa que debamos detenernos en la transición hacia un mejor destino. Ahora bien, conviene prestar atención al arriero: no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar.

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