La tortura de acceder al Instituto Nacional de Rehabilitación con una discapacidad
Contratiempos

Reportera mexicana, especializada en periodismo social y de investigación. Ha colaborado en medios como Gatopardo, Animal Político, El País, Revista Nexos, CNN México, entre otros. Ha sido becaria y relatora de la Fundación Gabo. Originaria y habitante de Ciudad de México. Twitter: @claualtamirano

La tortura de acceder al Instituto Nacional de Rehabilitación con una discapacidad
Foto: Claudia Altamirano

A las afueras del número 289 de la calzada México-Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, se repite todos los días una lamentable escena: personas en muletas, en silla de ruedas, con andadera o bastón transitando por el arroyo vehicular, porque no pueden hacerlo sobre la acera. Se los impide el suelo roto, otros peatones que van aprisa por el angosto espacio que dejan las amplias jardineras, el piso adoquinado en el que se atora su silla o las puntas de sus muletas.

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FOTO: Claudia Altamirano

Esta imagen es alarmantemente frecuente: en una mañana común se pueden ver cerca de 10 personas con discapacidad, adultos mayores o lesionados pasar a menos de un metro de distancia de autos, motocicletas y camiones del transporte público. La coincidencia se debe a que todos van al Instituto Nacional de Rehabilitación, donde reciben atención médica y terapias, pero para ingresar deben tomar un largo y atribulado camino que muchos de ellos prefieren recorrer junto a los vehículos.

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FOTO: Claudia Altamirano

Si bien el instituto tiene en su interior la infraestructura necesaria para la movilidad de sus usuarios (rampas, asideros, elevadores, bahía vehicular), la accesibilidad en el entorno es muy complicada: se trata de una construcción de 128 mil metros cuadrados con una sola entrada peatonal (excepto Urgencias); enmarcado por una jardinera continua con cerco de acero que solo se corta en los accesos vehiculares, por lo que un peatón no puede subir y bajar en cualquier punto, solo en las entradas.  

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FOTO: Claudia Altamirano

Esto implica que quien llega a pie se ve obligado a caminar –o rodar, en el caso de las sillas– desde la parada del Tren Ligero o el camión (unos 250 metros) o desde donde venga, por una banqueta adoquinada, angosta y rota en algunas partes, como la rampa. Para una persona sin limitaciones físicas, esto es nada. Pero el hombre joven que llegó en silla de ruedas, tuvo que bajarse de ella porque el concreto está roto; dio tres saltos en un solo pie sostenido de los barrotes mientras un familiar levantó la silla por encima de la piedra quebrada. Luego la bajaron y lo sentaron entre varios. Una auténtica carrera de obstáculos para unos, un deporte extremo para otros, como la mujer que iba en su silla estirando el brazo para detener el flujo vehicular del único carril disponible –el de alta velocidad– porque los autos estaban estacionados en doble fila en el de baja.

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FOTO: Claudia Altamirano

Quienes llegan en vehículo propio pero solos, no la pasan mucho mejor: deben buscar dónde dejar su carro, ya sea en uno de los estacionamientos públicos de la calle Forestal o sobre la México-Xochimilco, dejándolo en manos de los “cuidadores” callejeros (conocidos como viene-viene) porque en todo el perímetro está prohibido estacionarse. Así que deben pagar, asumir el riesgo de que pase una grúa y caminar como puedan hasta la entrada. De manera que el mejor escenario para estos pacientes es llegar en taxi o vehículo de aplicación –los que pueden pagarlo– o en automóvil propio, con un acompañante que los deje en la bahía de la entrada y se ocupe del coche.

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FOTO: Claudia Altamirano

“Está mi auto aquí, ¿cómo me bajo? Todo esto está bardeado, ¿cómo pasa uno? ¿Qué hace uno, si mire…?”, argumentó una mujer que caminaba con muletas sobre el arroyo vehicular para llegar a su vehículo, mientras señalaba la jardinera continua que impide bajar de la acera desde otro punto que no sea la entrada principal. “Está uno en riesgo de que le pase algo”, agregó la paciente, que aceptó dar su testimonio de manera anónima a La-Lista.

Si bien nunca ha tenido un percance por caminar junto a los vehículos, aseguró que los conductores no le tienen consideración. “Ahorita me echaron una camioneta, le dije: ‘oiga, no sea así, uno está discapacitado, no sea inconsciente’. Pero la gente es cruel, le vale. Yo quisiera que tuvieran conciencia de lo que uno tiene que pasar para poder entrar”. 

Durante aproximadamente un mes, acudió sola a tomar terapia en el instituto, por lo que llegaba en su auto y lo estacionaba afuera, pues solo algunas veces le permitieron meterlo al estacionamiento del inmueble. “Hay veces que sí me dejan, pero a veces no, ¿entonces qué hago? Buscar aquí lugar, en esta situación”. Sus placas para persona con discapacidad le permiten eludir la prohibición, pero tiene que caminar con sus muletas hasta la entrada. “Uno tiene la necesidad de venir a rehabilitarse y ¿qué hace uno si no puede?”, dijo mientras le daba unas monedas al cuidador.

La posibilidad de acceder al estacionamiento frontal –ubicado cerca de las áreas de terapia– depende de que haya uno disponible, y del criterio del oficial en turno. Uno de los elementos de seguridad que controlan el acceso vehicular confirmó a este medio que este pequeño aparcamiento sí tiene espacios destinados para los pacientes, pero solo 20 lugares: el resto es para personal médico. Este oasis de accesibilidad no se ofrece a todo el que llega: quien se entera por sus propios medios lo aprovecha, al resto no se le informa de esta posibilidad. Y siendo tan pocas plazas, es mucho menos probable hallar una disponible por la mañana.

“A veces sí hay pero depende de la persona que está en la entrada, el oficial, porque si le dicen que no, ¿qué hace uno?”, refirió la entrevistada y tiene razón: otro elemento de seguridad le negó el acceso a esta columnista, simplemente porque creyó que era otra persona que “había sido grosera” con él. “Aquí es solo para el personal, si otros la dejaron, yo no”, dijo. Después admitió su confusión, se disculpó y confirmó que sí hay espacios que pueden ocupar los pacientes.

En la parte trasera del instituto, sobre la lateral del Periférico así como a los costados, hay otros accesos vehiculares con amplios estacionamientos –en uno de ellos cabe incluso un pequeño acueducto– pero esos sí están destinados exclusivamente al personal. Hasta hace pocos años –por lo menos antes de la pandemia de Covid-19– el público podía ingresar al estacionamiento de Forestal, no de manera gratuita pero era el más barato de esa calle: 16 pesos la hora, contra los 20 o más que cobraban los otros estacionamientos públicos.

Esto era mejor para los pacientes no solo por la seguridad de dejar su auto dentro del instituto, sino porque en ocasiones se les permitía ingresar desde ahí, atravesando el inmueble en lugar de rodearlo desde fuera, lo cual es un alivio para quien anda con muletas, silla o andadera, es decir, la mayoría de los usuarios de ese centro. Actualmente ya no hay acceso al público a ese estacionamiento.

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FOTO: Claudia Altamirano

Extorsión a quien tiene una emergencia

La corrupción nace fácilmente en el terreno fértil del abandono institucional: cuando la autoridad responsable no garantiza las condiciones que pacientes y sus familias necesitan, estos buscan el modo de satisfacer estas necesidades, y la corrupción siempre está disponible para dar una oferta fácil a esa demanda. También en el Instituto Nacional de Rehabilitación.

En el área de Urgencias tampoco hay estacionamiento para pacientes. Solo una amplia bahía que ellos pueden usar para dejar al paciente –quienes llegan en coche, acompañados–, después el familiar debe buscar qué hacer con el vehículo, porque la calle siempre está llena de autos y los estacionamientos públicos cierran alrededor de las 20:00 horas.

Pero incluso en la tarde-noche, cuando ya hay menos autos, los familiares dejan ahí los suyos en las zonas sin disco de prohibición, pues la espera en Urgencias es de un mínimo de tres horas, según la recepcionista, quien además regaña a los pacientes por ir a esas horas y no temprano, como si las urgencias tuvieran horario.

Al preguntar al oficial que resguarda la entrada si está permitido dejar los coches en las zonas sin disco, este respondió que sí aunque es inseguro por la noche, pero ofreció la posibilidad de estacionarse justo en la puerta, en la zona destinada a las ambulancias, a cambio de una comida o 50 pesos para comprársela.

“Aquí… sí, aquí lo puede dejar, nosotros se lo cuidamos porque en la noche se pone muy peligroso. Y pasan grúas, allá es bajo su propio riesgo. Pero si lo deja aquí, nosotros le damos la atención”, dijo en voz baja, acercándose al oído de esta columnista. Cuando se le preguntó a cambio de qué, en un franco susurro casi incomprensible agregó “ps, un desayuno… o lo que cuesta, unos 50 pesos”.

Mientras hacía esta oferta, saludaba en tono amistoso al conductor de una ambulancia, que se estacionaba a varios metros de su zona exclusiva, dejándola libre pues no había ni una ocupándola. Desde ahí bajó en camilla a un paciente, que tuvo que aguantar los saltos de la camilla al rodar sobre el pavimento irregular, antes de subir al suelo liso de concreto hidráulico de la bahía construida, precisamente, para dejar a los pacientes.

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FOTO: Claudia Altamirano

El Instituto Nacional de Rehabilitación es uno de los centros médicos de alta especialidad con gran prestigio; muchos pacientes de toda la República vienen a atenderse ahí porque, además, sus costos varían según el nivel socioeconómico del paciente. Junto al resto de hospitales de Tlalpan, es considerado de los mejores del país. Pero siendo su especialidad la rehabilitación, resulta inadmisible que tenga tantos problemas de accesibilidad en su entorno inmediato. La Secretaría de Salud federal, de quien depende directamente, fue consultada sobre esta problemática cotidiana en el acceso, pero no ofreció ninguna respuesta. 

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