Manual de instrucciones para ser Judith
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Manual de instrucciones para ser Judith

La sobredosis. El coma.

Todos lo han escuchado.

Di que no sabes cuándo volverás,

puede que haya un funeral,

puede que no. 

Pongo las brasas ardiendo en mi boca

y digo esto.

Después me desmayé.

Yo soy Perséfone

Que juega con sus amantes en Sicilia

Para beneficiarse de la seguridad social.

Oh qué tiempos gloriosos aquellos.

¿O no lo fueron tanto? Dijeron que era triste.

Nací buena, crecí mala. 

Anne Carson

Artemisa Gentileschi solicitó su independencia de cualquier figura patriarcal a la corte, en el año de 1615. Hija del pintor Orazio Gentilleschi, había sido educada en el taller del padre y, más tarde, sujeta a ser su asistente. No debía aspirar a más. Pese a que su formación artística estaba limitada a las funciones de una ayudante de taller, su curiosidad, inteligencia y habilidad pictórica, la llevaron a convertirse en una extraordinaria artista, pintora de corte en España, Francia e Inglaterra, con encargos importantes en Italia que la volvieron protegida de la familia Medici. Ávida estudiosa de los descubrimientos de Galileo y las obras de Miguel Ángel, muy pronto sus grandes lienzos atrajeron la atención circundante y, centurias después, la de grandes colecciones e historiadores.

Los chiaroscuros de sus obras, la perfección anatómica de sus rotundos personajes, los atrevidos encuadres cercanos —más que teatrales, casi cinematográficos— así como el drama y poder de escenas que capturan con vehemencia el momento pregnante de las narrativas, la convierten en uno de los personajes más importantes al revisar, con nuevos ojos, la historia del arte pero, sobre todo, el discurrir femenino al paso del tiempo. 

Entré en la sala inmensa, con una decena de obras de gran formato y un parqué que rechinaba en cada pisada. Era inevitable verla.

Ahí estaba con sus dos metros de largo y la sangre que chorreaba profusamente. El escalofrío fue inmediato: la cabeza ya desprendida del cuello y contorsionada, con los ojos entornados y la mirada perdida. La mano inmensa sosteniendo, aún, a la mujer en el tercer plano, la del vestido azul y el paño blanco en la cabeza, con una intensa luz de vela iluminando el rostro de mejillas sonrosadas. Pero, sobre todo, estaba ella, con ese vestido dorado, convertida en un sol embravecido degollando a Holofernes con decisión, pericia y la fuerza de unos brazos robustos y un espíritu inquebrantable: ella, Judith o Artemisia Gentileschi.

Judith según se lee en la ficha técnica de la pieza, Artemisia si uno conoce la historia de la pintora, su rabia y la cantidad de veces que repitió esta temática en múltiples variaciones, como exorcizando demonios, reviviendo el horror para expulsarlo del alma y de la piel ajada.

Pocas veces una emoción así recorrió mi cuerpo: todo el ser entregado a la experiencia de ese lienzo, a la potencia extrema de su valor estético e histórico. La obra, como la vida de Artemisa, fueron signadas por el drama y la violencia de género. Su padre la había confiado al pintor Agostino Tassi para aprender de él perspectiva y dibujo, pese a que eran de sobra conocidas acusaciones de abuso en su contra. Tassi acosó a Artemisia, la engañó y luego abusó de ella. Al enterarse la familia Gentilleschi, la genealogía entera fue puesta en deshonra porque la chica había perdido la decencia (la virginidad era materia de interés público y lo más importante en una mujer joven, incluso más que la vida misma) y Artemisia fue llevada a juicio, donde se le torturó y culpó del abuso.

Si bien el matrimonio acabó por salvarla del juicio y Tassi fue condenado al destierro por estupro y difamación, Artemisia logró romper las ataduras de su contexto socio temporal por sus propios medios: siendo aceptada en la Academia de Diseño de Roma (cosa poco frecuente para una mujer en la época) y luego, instalando su propio taller con grandes encargos que, sin embargo, nunca incluyeron los del Vaticano, que no aceptaba a mujeres como creadoras legítimas.

Convertida en una de las figuras más importantes de su tiempo, sus obras están permeadas por una severidad contenida, la misma que experimentó en carne propia, como tantas más en su época y en todos los lugares y los tiempos, pero cuya voz ha sido recluida en un forzado silencio. Artemisia, en cambio, lo pintó todo. Las escenas que elegía le sirvieron para hablar, subrepticiamente, de una impune crueldad hacia las mujeres que palpitaba en su entorno y se contaba repetidas ocasiones en textos alegóricos o sagrados; su pintura problematiza, si se le mira con atención, la violencia de género y sus consecuencias hasta grados extremos. Judith y Holofernes, Susana y los viejos, María Magdalena penitente, Cleopatra villana y Lucrecia pecadora: son en su obra, tanto alegorías de la praxis y la poiesis del arte, como exploraciones de la ferocidad en una cultura judeocristiana, que pregonaba el amor y el perdón, pero condenaba a las mujeres y les exigía castidad, penitencia y sometimiento a las figuras masculinas imperantes.

El vestido de Judith se ha manchado con la sangre de Holofernes; hay una pequeña gota carmín en el seno que asoma de su escote. Mácula. Mancha. Lesión que altera el color de los tejidos: el tejido cutáneo, el tejido del voluminoso vestido, el tejido del lienzo donde fue pintada la escena, el tejido de la historia de Artemisia, el de la historia del arte plagada de nombres masculinos y tapiados los femeninos, el de todos los tejidos sociales que toleran el abuso, lo ocultan, enmascaran, tildan de patraña y envían al cadalso de lo falso, de lo jamás sucedido.

La iglesia romana renacentista reclamaba una conducta mariana, maternal y piadosa, tanto como hoy, veladamente, conmina a lo mismo las sociedades machistas y heteropatriarcales. Judith, Cleopatra, Magdalena, Lucrecia y Artemisia, no cabían ahí y, por eso, hoy son estandartes frescos. Ahora el lugar lo demandamos porque lo merecemos. No por una absurda cuota de género o por ramplonas políticas equitativas, sino por nuestras capacidades y valía, tanto en lo individual, como dentro de la sociedad, cualquiera que sea el rol que hayamos elegido. 

A las mujeres del mítico pasado judeocristiano les estaba prohibida la lectura de los textos sagrados: no les era conferida la Palabra, el aliento para ser recibido o pronunciado; sus voces se ocultaban como se cubrieron con la arena de los tiempos y las ideas, los rollos del Mar Muerto que mencionaban a Magdalena como pieza clave del movimiento ideológico y social, encabezado por aquel hombre, llamado Jesús el Nazareno.

La palabra está aquí hoy, la tenemos. Decir mujer es como decir una pintura de Artemisa Gentileschi: claroscuro, fuerza, defensa, valor; lo indescriptiblemente primordial, la virtud que se encuentra en el alma íntegra, más no en el cuerpo que es, exclusivamente, nuestro. Así que he aquí un manual para ser Judith. Sólo Judith. No la que violó Holofernes, la que mató a Holofernes, la esposa de Holofernes o la amante de Holofernes. Judith la de Judith. Y degollar, metafóricamente, a todos los Holofernes de nuestro tiempo, los que acosan, violentan o transgreden la voluntad de otro ser. Habremos de hacerlo pintando el lienzo como Artemisia, el de cada una de nuestras vidas. Denunciando, evidenciando, defendiendo y jamás acallando. Porque esta lucha no es nueva ni caducará pronto. Es tan antigua como la humanidad, pero ha sido tan silenciada, que apenas comienza y no cesará.

Síguenos en

Google News
Flipboard